Lo pulsó.
– ¡Hola! -dijo.
Una voz le asaltó.
– ¿Quién
es?
Luego oyó otra voz, que le gritaba desde la distancia.
– ¡Davey!
Su padre.
– ¡Vale, ya voy! -chilló.
Mientras regresaba por la carretera, pulsó de nuevo el botón verde.
– ¡Soy Davey! -dijo-. ¿Tú quién eres?
– ¡¡¡Daveyyyy!!!
Su padre otra vez.
Aterrorizado, Davey soltó la radio, que se estrelló contra la carretera, la caja se partió y las pilas saltaron.
– ¡Ya voooyyy! -gritó.
Se arrodilló, recogió el walkie-talkie y se lo guardó furtivamente en el bolsillo de la chaqueta. Luego cogió las pilas y se las metió en otro bolsillo.
– ¡Ya voy, papá! -gritó otra vez-. ¡Tenía que hacer pipí!
Con la mano en el bolsillo para que no se notara el bulto, regresó corriendo a la grúa.
Capítulo 5
Michael pulsó el botón de «Hablar».
– ¿Davey?
Silencio.
Volvió a pulsar el botón.
– ¿Davey? ¿Hola? ¿Davey?
Silencio de blanco satén. Silencio total y absoluto, que bajaba, subía, lo aprisionaba por ambos lados. Intentó mover los brazos, pero por mucho que los extendía, las paredes le devolvían la presión. También intentó estirar las piernas, pero se encontraron con lo mismo, paredes que no cedían. Dejó el walkie-talkie sobre su pecho y empujó hacia arriba la tapa de satén, que tenía a sólo unos centímetros de los ojos. Era como empujar un bloque de hormigón.
Luego, se levantó tanto como pudo, cogió el tubo rojo de goma y miró por el agujero, pero no vio nada. Se lo llevó a los labios e intentó silbar por él; pero el sonido era patético.
Se dejó caer. Tenía un dolor de cabeza atroz y muchísimas ganas de orinar. Pulsó el botón otra vez.
– ¡Davey! Davey, tengo que mear. ¡Davey!
Silencio otra vez.
De sus años de navegación, había adquirido mucha experiencia con las radios bidireccionales. «Inténtalo por otro canal», pensó. Encontró el selector de canales, pero no se movía. Pulsó más fuerte, pero tampoco se movió. Entonces vio por qué: lo habían pegado para que no pudiera cambiar de canal, para que no pudiera sintonizar el canal 16, el canal internacional de emergencias.
– ¡Eh! Ya basta, cabrones, vamos. ¡Estoy desesperado!
Se pegó el walkie-talkie a la oreja y escuchó.
Nada.
Se colocó la radio en el pecho y, luego, despacio y con gran dificultad, bajó la mano derecha, la metió en el bolsillo de la chaqueta de piel y sacó el resistente móvil sumergible que Ashley le había regalado para cuando saliera a navegar. Le gustaba porque era distinto a los típicos móviles que tenía todo el mundo. Pulsó un botón y la pantalla se encendió. Se esperanzó y, luego, volvió a hundirse en el desánimo. No tenía cobertura.
– Mierda.
Repasó la agenda hasta que llegó al hombre de su socio Mark.
«Mark mov.»
A pesar de no tener cobertura, pulsó el botón con la opción de «Marcar». No sucedió nada.
Lo intentó con Robbo, Pete, Luke y Josh sucesivamente; su desesperación iba en aumento.
Luego volvió a pulsar el botón del walkie-talkie.
– ¡Tíos! ¿Me oís? ¡Se que me oís, joder! Nada.
En la pantalla del Ericsson, la hora marcaba las 23.13. Levantó la mano izquierda hasta que vio el reloj: las 23.14.
Intentó recordar la última vez que lo había mirado. Habían pasado dos horas largas. Cerró los ojos. Se quedó pensando unos momentos, intentando imaginar exactamente qué estaba ocurriendo. A la luz fuerte, casi cegadora, de la linterna, vio la botella apretujada contra su cuello y la revista brillante. Se acercó la revista al pecho, luego maniobró hasta que la tuvo sobre la cara y quedó casi asfixiado por los pechos enormes y satinados, tan cerca de sus ojos que casi los veía borrosos. ¡Cabrones!
Cogió el walkie-talkie y pulsó el botón de «Hablar» una vez más.
– Muy divertido. Ahora dejadme salir, ¡por favor! Nada.
¿Quién coño era Davey?
Tenía la garganta seca. Necesitaba beber agua. La cabeza le daba vueltas. Quería estar en casa, en la cama con Ashley. Aparecerían dentro de unos minutos. Sólo tenía que esperar. Mañana se enterarían.
Sintió náuseas otra vez. Cerró los ojos. Todo daba vueltas, se movía. Volvió a quedarse dormido.
Capítulo 6
En un aterrizaje de mierda de un vuelo de mierda, una fuerte sacudida hizo retumbar todo el avión cuando las ruedas golpearon el asfalto, con exactamente cinco horas y media de retraso sobre el horario previsto. Mientras el aparato desaceleraba ferozmente, Mark Warren, destrozado y harto, sentado en su estrecho asiento con el cinturón de seguridad clavándosele en la barriga, que, por otra parte, ya le dolía de comer demasiadas galletitas saladas y una musaka que lamentaba haber ingerido, echó una última mirada a las fotografías del Ferrari 360 presentadas en las pruebas de carretera de su revista Autocar.
«Te quiero, nena», pensó. «¡Te quiero tanto! ¡Sí, te quiero!»
Las luces de la pista de aterrizaje, borrosas por la lluvia torrencial, pasaron como una bala por delante de su ventana mientras el avión frenaba hasta alcanzar la velocidad de rodaje. La voz del piloto sonó por el intercomunicador, todo encanto y disculpas una vez más, para echarle la culpa a la niebla.
La puta niebla. El puto clima inglés. Mark soñaba con un Ferrari rojo, una casa en Marbella, una vida tumbado al sol y alguien con quien compartirla. Una mujer muy especial. Si el trato inmobiliario que había negociado en Leeds se concretaba, estaría un paso más cerca de la casa y el Ferrari. La mujer era otro tema.
Cansinamente, se desabrochó el cinturón, sacó el maletín de debajo del asiento y guardó la revista dentro. Luego se levantó, se mezcló con la marabunta de la cabina, se aflojó la corbata y cogió la gabardina del compartimento superior, demasiado cansado para preocuparse por su aspecto.
A diferencia de su socio, que siempre vestía con dejadez, Mark era, por lo general, muy exigente con su apariencia; pero del mismo modo que lucía el pelo rubio repeinado, llevaba ropa demasiado conservadora para sus veintiocho años; normalmente, estaba tan inmaculada que parecía nueva, recién salida de la tienda. Le gustaba imaginar que el mundo lo veía como un empresario aburguesado, pero, en realidad, en cualquier grupo de gente, siempre destacaba como el hombre que parecía estar allí para venderles algo.
Su reloj marchaba las 23.48. Encendió el móvil y éste cobró vida, pero antes de poder llamar, sonó el aviso de batería baja y la pantalla se apagó. Se lo guardó en el bolsillo. Ya era muy tarde, joder, demasiado tarde. Lo único que quería ahora era irse a casa a dormir.
Una hora después, entraba marcha atrás con su BMW X5 plateado en su plaza del aparcamiento subterráneo del edificio Van Alen. Cogió el ascensor al cuarto piso y entró en casa.
Había tenido que hacer un esfuerzo económico para comprar aquel lugar, pero le permitió subir un peldaño en el mundo. Era un edificio imponente, de estilo moderno, situado en el paseo marítimo de Brighton, con muchos inquilinos famosos. Tenía clase. Si vivías en el Van Alen eras alguien. Si eras alguien, quería decir que eras rico. Durante toda su vida, Mark había tenido ese único objetivo: ser rico.
Mientras cruzaba el gran salón abierto vio que la luz del contestador parpadeaba en el teléfono. Decidió no hacerle caso por el momento mientras dejaba el maletín y enchufaba el móvil en el cargador y luego fue directo al mueble bar y se sirvió un par de dedos de whisky Balvenié. Después, se acercó a la ventana y miró el paseo, que aún era un hervidero de gente, a pesar del tiempo y de lá hora. Más allá, vio las luces brillantes del Palace Pier y la oscuridad impenetrable del mar.
De repente, el móvil pitó. Un mensaje. Se acercó y miró la pantalla. «Mierda. ¡Catorce mensajes!»