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A decir verdad, el barco era una lata para él. Ni siquiera estaba seguro de que necesitara tantos quebraderos de cabeza; además, el mar embravecido le aterraba. Navegar era una parte importante de la vida de Michael, siempre lo había sido desde que Mark lo conocía. Si quería ser su socio, compartir el barco con él iba en el paquete.

Y claro que se divertían, se divertían mucho. Habían pasado muchos días ventosos navegando bajo un cielo azul, un montón de fines de semana bordeando la costa de Devon y Cornualles y, a veces, cruzando a la costa francesa o a las islas del canal; sin embargo, no le importaba no volver a poner los pies en un yate nunca más.

«¿Dónde coño estás, Michael?»

Bebió un poco más de whisky, se sentó en el sofá, se recostó y cruzó las piernas. Qué confuso se sentía, joder. Hoy, Michael y Ashley habrían cogido un avión rumbo a su romántica luna de miel. No había imaginado cómo iba a llevarlo, que Ashley hiciera el amor con Michael, muchísimas veces seguramente. Era lo que cabía esperar en una maldita luna de miel, a menos que ella fingiera algo; le había prometido que iba a fingir algo, pero ¿cómo podría mantenerlo durante quince días?

Además, ya sabía que ella y Michael ya se habían acostado, formaba parte del plan. Al menos, le había dicho que era pésimo en la cama.

A no ser que fuera mentira.

Agitó los cubitos en el vaso y bebió un poco más. Había llamado a las viudas de Pete, Luke y Josh y al padre de Robbo, en cada ocasión con el pretexto de conocer los planes de los entierros, pero, en realidad, quería sacarles información, ver si a alguno se le había escapado algo antes de salir el martes por la noche. Cualquier cosa que pudiera incriminarle o que pudiera darle alguna pista sobre lo que tenían planeado.

Michael estaba allí dentro el jueves por la noche, seguro. No habían sido imaginaciones suyas. Imposible. El jueves por la noche estaba allí dentro, pero anoche no. La tapa del ataúd estaba bien atornillada. Y Michael no era Houdini.

Entonces, si Michael estaba allí dentro el jueves y ahora no, alguien debía de haberlo sacado. Y, luego, había vuelto a atornillar la tapa, pero ¿por qué?

¿El sentido del humor de Michael?

Y si había salido, ¿por qué no había se había presentado a la boda?

Meneando la cabeza con incredulidad, llegó de nuevo al punto de partida. Michael no estaba en el ataúd y se había imaginado la voz. Ashley estaba convencida. Y había momentos en los que él también se convencía, aunque no del todo.

Necesitaba hablar un poco más con Ashley de este tema. ¿Y si Michael había salido de algún modo y descubierto sus planes?

En ese caso, seguro que ya se habría encarado con uno o con el otro.

Se levantó, preguntándose si debería ir a casa de Ashley. Le preocupaba que estuviera tan fría con él, como si todo esto fuera culpa suya, pero ya sabía qué le diría.

Se levantó y paseó de nuevo por la habitación. Si Michael estuviera vivo, si hubiera salido del ataúd, ¿qué podía descubrir a partir de los mensajes de correo electrónico de su Palm?

De repente, Mark se dio cuenta de que con el pánico de los últimos días había pasado por alto una forma muy sencilla de comprobarlo. Michael siempre copiaba el contenido de su Palm en el servidor de la oficina.

Entró en su estudio, subió la tapa del portátil e inició la sesión. Luego maldijo. El puto servidor no funcionaba.

Y sólo había un modo de volverlo a poner en marcha.

Capítulo 63

Max Candille era tan guapo que casi parecía imposible, pensaba Roy Grace cada vez que lo veía. Con sus veinticinco años, cabello rubio decolorado, ojos azules y facciones atractivas, era un adonis moderno. No había duda de que podría haber sido un modelo cotizado o una estrella de cine. Sin embargo, en su modesta casa pareada en Purley, una ciudad del área metropolitana de Londres, había elegido hacer de su don, como él lo llamaba, una profesión. Aun así, estaba convirtiéndose, sin hacer ruido, en una estrella mediática en alza.

El exterior insulso de la casa, con sus vigas imitación tudor, césped arreglado y un Smart limpio aparcado en la entrada, ofrecía pocas pistas sobre la verdadera naturaleza de su ocupante.

El interior de la casa -la planta baja, al menos, que era lo único que Grace había visto- era blanco. Las paredes, las moquetas, los muebles, las elegantes esculturas modernas, los cuadros, incluso los dos gatos, que se paseaban sigilosamente por la casa como versiones enanas de los guepardos de Siegfried y Roy, eran blancos. Y sentado delante de él, en una silla rococó recargada, con estructura blanca y tapizado de satén blanco, estaba el médium, vestido con un jersey de cuello alto blanco, vaqueros blancos Calvin Klein y botas de cuero blanco.

Sostenía delicadamente una taza de porcelana de té de hierbas entre el dedo y el pulgar y hablaba con una voz que rayaba el amaneramiento.

– Pareces cansado, Roy. ¿Trabajas demasiado?

– Te pido disculpas de nuevo por venir tan tarde -dijo Grace, y bebió un sorbo del expreso que Candille le había preparado.

– El mundo de los espíritus no se rige por el mismo marco temporal que el de los hombres, Roy. No me considero esclavo del reloj. ¡Mira! -Dejó el té en la mesa, levantó las dos manos y se subió las mangas para mostrar que no llevaba reloj-. ¿Ves?

– Eres afortunado.

– Oscar Wilde es mi héroe en lo referente al tiempo. Él siempre era impuntual. Una vez, cuando llegó excepcionalmente tarde a una cena, la anfitriona señaló enfadada el reloj de la pared y dijo: «Señor Wilde, ¿es consciente de la hora que es?». Y él contestó: «Querida señora, le ruego que me diga cómo puede saber esa dichosa maquinita qué está haciendo el gran sol dorado».

Grace sonrió.

– Muy buena.

– Bueno, ¿vas a decirme qué te trae por aquí o tengo que adivinarlo? ¿Es posible que se trate de algo relacionado con una boda? ¿Caliente?

– Esa no es de premio, Max.

Candille sonrió. Grace lo observó. No siempre acertaba, pero su índice de aciertos era elevado. Debido a su larga experiencia, Grace no creía que ningún médium fuera capaz de acertar siempre en todo, razón por la cual le gustaba trabajar con varios, a veces cotejando uno con otro.

Ningún médium con el que había trabajado hasta ahora había sido capaz de decirle qué le había sucedido a Sandy -y había ido a muchos-. Durante los meses que siguieron a su desaparición, había ido a ver a todos los médiums con cierta reputación que encontró. Varias veces lo había intentado con Max Candille, quien en su primer encuentro había sido muy sincero al decirle que sencillamente no lo sabía, que era incapaz de establecer ninguna conexión con ella. Algunas personas dejaban un rastro, toda clase de vibraciones en el aire, o en sus pertenencias, le había explicado Max. Otras, no dejaban nada. Era como si Sandy nunca hubiera existido, le contó el vidente. No podía explicarlo. No podía decir si había cubierto sus propias huellas o alguien lo había hecho por ella. No sabía si estaba viva o no.

Con Michael Harrison fue mucho más categórico. A los pocos segundos de coger el brazalete que Ashley le había dado a Grace, se lo lanzó al policía, como si le quemara en la mano.

– No es suyo -dijo enfáticamente-. Esto no es suyo.

– ¿Estás seguro? -preguntó Grace frunciendo el ceño.

– Sí, estoy totalmente seguro.

– Me lo dio su prometida.

– Pues tienes que preguntarle a ella y preguntarte a ti mismo por qué te lo dio. Esto no pertenece a Michael Harrison, seguro.

Grace volvió a envolver el brazalete en el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo con cuidado. Max Candille era emotivo, y no siempre acertaba. Sin embargo, combinando sus comentarios sobre el brazalete con los de Harry Frame, algo le olió mal.