– No pasa nada, Mike, ¡relájate!
Le agarraba el brazo una mano delgada y peluda de fuerza hercúlea que lucía en la muñeca un gran reloj de submarinista. Y ahora veía la cabeza de su atacante, indefinida en las luces deslumbrantes, dos ojos tras unos agujeros en una capucha negra.
Luego vio que por el cuello de un tubo salía una crema blanca y, un momento después, sintió como si le pusieran hielo en el dedo. Volvió a gritar, el dolor era tremendamente insoportable.
– Sé lo que hago, Mike. No tienes de qué preocuparte, no se infectará. Me gustaría que me llamaras Vic. ¿Entendido? ¿Vic?
– Vhrrrr -dijo Michael con un jadeo.
– Eso está bien, tú y yo tuteándonos. Somos socios, ¿entiendes? Deberíamos tutearnos.
Su atacante sacó una venda blanca larga y le envolvió apretando con fuerza la punta sangrienta del dedo, luego siguió bajando, más y más fuerte hasta que funcionó como un torniquete. Luego, la sujetó con esparadrapo.
– Verás, Mike, tal como yo lo veo, te he salvado la vida, así que eso bien tiene que valer algo, ¿no? Y por lo que yo he leído en la prensa y visto en televisión, parece que estás forrado. Yo no, verás, ésa es la diferencia. ¿Quieres agua?
Michael asintió. Intentaba pensar con claridad, pero el dolor punzante que le entumecía el dedo se lo ponía difícil.
– Si quieres beber, tendré que quitarte la cinta de la boca. Lo haré a condición de que no grites. ¿Trato hecho, Mike?
Michael asintió con la cabeza.
Un brazo bajó hacia él. Al instante siguiente, Michael sintió como si le arrancaran la piel de la cara. Abrió la boca con un jadeo, la barbilla y las mejillas le picaban un horror. Luego, el hombre volvió a acercarse con una botella de plástico de agua abierta y volcó parte del contenido en la boca de Michael. Estaba fría y sabía bien mientras la tragaba con avidez y se derramaba y le chorreaba por la barbilla y el cuello. Entonces, el agua le entró por el otro lado y se atragantó.
El hombre retiró la botella. Michael siguió tosiendo. Cuando el ataque al fin terminó, se notó más despierto. Olió el aire frío y húmedo y el aceite de motor, como si estuviera en una especie de aparcamiento subterráneo.
– ¿Dónde estoy? -preguntó mirando a los agujeros para los ojos de la capucha.
– Tienes mala memoria, Mike. Te he dicho que no preguntaras dónde estás ni quién soy yo.
– Has… has dicho Vic… tu nombre.
– Para ti me llamo Vic, Mike.
Hubo un silencio entre ellos.
Con la cabeza cada vez más despejada, a Michael aquel hombre comenzó a darle más miedo que estar en el ataúd.
– ¿Cómo…, cómo me has encontrado?
– Me paso toda la semana por ahí con mi autocaravana, Mike. Verás, trabajo comprobando las antenas de móviles del sur de Inglaterra para las compañías telefónicas. Escucho la banda ciudadana, hablo con algunos colegas que tengo por el mundo. Cuando no hay nadie con quien hablar, recorro todas las bandas de radio, a veces escucho la radio de la policía. Con mi equipo puedo escuchar casi cualquier conversación, teléfonos móviles, lo que sea. Ya te he dicho que estuve en el cuerpo de transmisiones de los marines de Australia.
Michael asintió.
– Y el miércoles por la noche después del trabajo me tropecé con la agradable charla que manteníais Davey y tú. Seguí sintonizado el canal y recogí algunas conversaciones más entre vosotros. Vi la cobertura informativa, oí lo del ataúd. Así que me puse a darle vueltas a la cabeza y pensé: «Si yo fuera a llevar de pub en pub a mi mejor amigo, ¿por qué cogería un ataúd? ¿Quizá para esconderle en algún sitio y gastarle una especie de broma enfermiza?». Así que fui a la oficina de urbanismo de Brighton y busqué tu empresa; y, mira tú por dónde, descubrí que has solicitado un permiso urbanístico para edificar en un bosque que compraste el año pasado, justo en la zona donde organizasteis la ruta de los pubs. Me figuré que era una coincidencia o una coincidencia. Y también imaginé que, como ibais de pubs, tus colegas estarían de lo más perezosos. No querrían llevarte muy lejos. Estarías cerca de un sendero por el que pudiera pasar un vehículo.
– ¿Es ahí donde estoy? -preguntó Michael.
– Ahí es donde seguirías, amigo. Ahora háblame de ese dinero que has ido acumulando en las islas Caimán.
– ¿A qué te refieres?
– Ya te lo he dicho, escucho la radio de la policía. Tienes dinero en las islas Caimán, ¿verdad? Más de un millón, tengo entendido. ¿No sería una recompensa razonable por salvarte la vida? En mi opinión, Mike, si te pidiera el doble aún te saldría barato.
Capítulo 67
A las siete y veinte de la mañana siguiente, Grace llegó a Sussex House. El cielo estaba azul oscuro, con estelas tenues de nubes que parecían tiras de harapos. Un poli con el que había patrullado hacía años era experto en la formación de las nubes y podía predecir el tiempo mirándolas. Por lo que recordaba, las nubes que había esta mañana en el cielo eran cumulonimbos. Tiempo seco. Bueno para la búsqueda de hoy.
En la mayoría de las comisarías, podría haber comido una buena fritanga, que era lo que necesitaba para recuperar energías, pensó mientras recorría el pasillo hacia la hilera de máquinas expendedoras. Metió una moneda en la máquina de bebidas calientes y esperó a que la taza de plástico se llenara de café con leche. Mientras volvía a su despacho, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama; había encendido la luz, escrito una nota, apagado la luz, vuelto a encenderla. La operación Salsa le alimentó con sus hechos y anomalías incansablemente, gota a gota, hasta que la luz gris comenzó a filtrarse por entre las cortinas y se oyeron los primeros trinos indecisos de los pájaros del alba.
El brazalete. El BMW volviendo tan tarde al aparcamiento, cubierto de barro. Mark Warren trabajando en su despacho hasta medianoche un domingo. El tío canadiense de Ashley Harper, Bradley Cunningham. La expresión y comportamiento de Ashley Harper en el depósito. Los resultados de las pruebas forenses de la tierra que llegarían hoy. Los resultados de las cámaras de circuito cerrado, posiblemente.
Miró la bandeja de entrada, repleta de cartas de la semana anterior de las que aún no se había ocupado. Luego, encendió el ordenador y miró una lista aún más larga de mensajes en el buzón del correo electrónico. Entonces se abrió la puerta y oyó un alegre «Buenos días, Roy».
Era Eleanor Hodgson, su ayudante de gestión, a quien le había pedido que hoy llegara especialmente pronto. Llevaba una hoja en la mano.
– ¿Qué tal el fin de semana? -le preguntó él.
– Muy bien, fui a la boda de mi nieta el sábado y ayer tuve la casa llena de parientes. ¿Y tú?
– Ayer conseguí ir al campo.
– ¡Bien! -dijo-. Necesitabas un descanso y respirar aire fresco. -Lo miró con más detenimiento-. Estás muy pálido, ¿sabes?
– Dímelo a mí.
Cogió la hoja, sabiendo de antemano qué era: su agenda de la semana. Se la llevaba todos los lunes por la mañana, desde que tenía memoria.
Grace se sentó, el olor del café le tentaba, pero el brebaje aún estaba demasiado caliente para bebérselo. Se puso a examinar la agenda, puesto que necesitaba liberarla de todo aquello que no fuera esencial ahora que era el investigador jefe.
Esta mañana a las diez debía ir al juzgado para la reanudación del juicio contra Suresh Hossain y no podía faltar. A la una, tenía hora con el dentista en Lewes, visita que tendría que cancelar. Mañana a las tres, tenía programada una reunión con el jefe de policía de Gales del Sur para intercambiar información sobre un maleante de Swansea al que habían hallado muerto en un vertedero cerca de Newhaven con un taco de billar clavado en el ojo. Tendría que cambiar la cita. El miércoles debía ir a la escuela de policía de Bramshill para un curso de reciclaje sobre huellas de ADN. Lo más destacado del jueves era el equipo de criquet de la comisaría central de la policía de Sussex -del cual se había buscado el inoportuno quebradero de cabeza de ser el secretario honorario en su reunión anual. Por el momento, tenía el viernes desocupado; el sábado había un ejercicio de entrenamiento ante un ataque terrorista en el puerto de Shoreham -en el que él no participaba.