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Luego, de forma totalmente inesperada, a los pocos segundos de tumbarse encima de ella, todo había acabado.

– Lo siento -dijo Mark apoyando su peso en los codos-. Yo…

– Te ponen los mensajeros motorizados, ¿no? -le preguntó ella, al parecer sólo medio en broma.

– Claro.

– Muchos hombres son gays y no lo saben. Ya sabes, los motoristas con ropa de cuero pueden resultar muy eróticos para los hombres.

– ¿De qué vas?

– ¿Tú qué crees? Me dejas aquí desnuda y a punto de llegar al orgasmo. Bajas y ves a un tipo con ropa de cuero y al minuto siguiente te corres justo después de metérmela.

Mark rodó sobre sí mismo y se sentó a su lado en el suelo. Una oleada de melancolía le embargó.

– Lo siento -dijo-. Es que tengo un montón de mierda en la cabeza en estos momentos.

– ¿Y yo no?

– Quizá se te dé mejor manejar esta situación que a mí.

– No sé qué eres capaz de manejar, Mark. Creía que tú eras el fuerte, y Michael, el débil.

Mark se inclinó hacia delante y se puso las manos en la cara.

– Ashley, los dos estamos tensos, ¿vale?

– Tú no deberías estarlo, acabas de tener un orgasmo increíble.

– Vale, vale, vale. Ya me he disculpado. ¿Quieres que siga? Haré que te corras, ya sabes, con los dedos.

Ashley se levantó de repente, recogiendo su ropa mientras lo hacía.

– Olvídalo, ya no me apetece.

Los dos se vistieron en silencio. Fue Ashley, mientras se pintaba los labios, quien al fin lo rompió.

– ¿Sabes lo que dicen, Mark? Las buenas relaciones sexuales son un uno por ciento de una relación; las malas son un noventa y nueve.

– Creía que nosotros teníamos buen sexo, normalmente.

Ashley comprobó que llevaba bien pintados los labios en su espejo de bolsillo, como si estuviera a punto de acudir á una cita.

– Sí, bueno, yo también lo creía.

Mark se acercó a ella y la rodeó con el brazo.

– Vamos, Ashley, cariño, ya me he disculpado. Estoy muy estresado, joder. Deberíamos irnos unos días.

– Claro, eso sí que quedaría bien, ¿verdad?

– Me refería a cuando acabara todo esto.

Ella lo miró con dureza.

– ¿Y cuándo va a acabar todo esto exactamente?

– No lo sé.

Ashley guardó el espejo en el bolso.

– Mark, cariño, nunca acabará mientras Michael esté vivo. Los dos lo sabemos. Quemamos las naves el jueves por la noche cuando sacaste el tubo para respirar. -Le dio un besito en la mejilla-. Te veo mañana por la mañana.

– ¿Te vas?

– Sí, me voy. Siempre me voy cuando acaba la jornada. ¿Algún problema? Creía que debíamos guardar las apariencias.

– Supongo que sí. Quiero decir que…

Ashley se quedó mirándolo un par de segundos.

– Cálmate, por el amor de Dios. ¿Entendido?

Mark asintió sin convicción. Luego, ella se marchó.

Se quedó una hora más, trabajando en los mensajes de correo electrónico. Luego, como el ruido de los limpiadores lo distraía, decidió terminar y llevarse el resto del trabajo a casa.

De camino a la puerta, cogió el paquete que había firmado antes y lo abrió rasgando el sobre. Había algo dentro, un objeto pequeño, envuelto muy fuerte con celofán y, luego, enrollado con cinta adhesiva.

Con el ceño fruncido, se preguntó qué sería. ¿Una tarjeta SIM de repuesto para un móvil? ¿Una pieza de ordenador?

Cogió unas tijeras del cajón de la mesa y cortó un extremo, lo ahuecó y miró dentro.

Al principio, pensó que era una broma, uno de esos dedos de plástico de mentira que pueden comprarse en las tiendas de regalos. Luego vio la sangre.

– No -dijo, mareándose de repente-. No, no.

El trozo de dedo cortado cayó del paquete y aterrizó en la moqueta sin hacer ruido.

Mark retrocedió horrorizado y vio que dentro del paquete había un sobre.

Capítulo 69

Grace salió de la carretera principal y cogió un camino rural, justo a las afueras de Lewes. Pasó por delante del cartel de la tienda de una granja, una cabina de teléfono y luego vio, delante de él a la izquierda, una valla alta de tela metálica rematada con alambre de púas, en parte erguida, en parte caída. Había dos puertas, abiertas del todo, que parecían no haberse cerrado desde hacía una década. Clavado a una de ellas había un cartel pintado descolorido y agrietado en el que se podía leer: «Grúas Wheeler». Al lado había otro cartel mucho más pequeño de advertencia, que decía: «¡Cuidado con el perro!».

El aspecto del lugar era lo más parecido que Grace había visto en su vida a una casa rústica. Estaba más que destartalada. Era, de lejos, el lugar más desordenado que hubiera visto nunca.

El patio estaba dominado por una gran grúa azul, aparcada entre una docena más o menos de armazones de vehículos parcial o totalmente desarmados, algunos destrozados, otros muy oxidados; había uno, un pequeño Toyota, que parecía que estuviera aparcado y que alguien hubiera robado todo lo que fuera posible robar.

Había montones de troncos serrados y por serrar, un caballete de madera, una sierra de cinta, una caseta prefabricada deteriorada, en la que había apoyado un cartel descolorido escrito con tiza que decía: «Se venden árboles de Navidad», y una casita de madera que parecía que podía derrumbarse en cualquier momento.

Mientras entraba y apagaba el motor del coche, oyó los ladridos fieros y graves de un perro guardián, que rompieron la tranquilidad silenciosa de la tarde cálida, y Grace se quedó por prudencia en el coche unos momentos, esperando a que apareciera el sabueso. En lugar de eso, la puerta de la casita se abrió y apareció un hombre corpulento. De unos cincuenta años, tenía el pelo ralo y grasiento, barba crecida y una barriga cervecera enorme que apenas podía contener debajo de la camiseta de malla y que sobresalía por encima de la hebilla del pantalón del peto marrón, como una alud a punto de precipitarse montaña abajo.

– ¿Señor Wheeler? -dijo Grace mientras se acercaba, recelando aún de los ladridos del perro, que cada vez eran más fuertes y graves.

– ¿Sí?

El hombre tenía un rostro amable, ojos grandes y tristes y manos enormes y sucias. Olía a cuerda y a aceite de motor.

Grace sacó su placa y la levantó para que el hombre la viera.

– Soy el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. Siento mucho lo de su hijo.

El hombre se quedó quieto, impasible, luego Grace vio que comenzaba a temblar. Cerró las manos con fuerza y le cayó una lágrima de cada ojo.

– ¿Quiere entrar? -dijo Phil Wheeler, con voz más que titubeante.

– Si tiene unos minutos, se lo agradecería.

Por dentro, la casa estaba casi como por fuera y el hedor que desprendía el lugar revelaba a un gran fumador. Grace siguió al hombre a un salón lúgubre con un sofá, dos sillones y un televisor grande y viejo. Casi cada centímetro del suelo y de los muebles estaba cubierto de revistas de motos, revistas de música country y carátulas de discos de vinilo. Sobre el aparador, había una fotografía de una mujer rubia con las manos en los hombros de un niño pequeño montado en una escúter y algunos adornos de porcelana barata, pero absolutamente nada en las paredes. Un reloj en la repisa de la chimenea, incrustado en el vientre de un caballo de carreras de porcelana desportillada, marcaba las siete y diez. A Grace le sorprendió, al consultar su propio reloj, que fuera, más o menos, preciso.

Retirando varias carátulas de discos de un sillón, Phil Wheeler dijo, a modo de explicación:

– A Davey le gustaba esta música, solía ponerla todo el tiempo, le gustaba coleccionar… -Calló y salió de la habitación-. ¿Un té? -le preguntó.