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Sin desconectarlo del cargador, marcó el número del buzón de voz. El primer mensaje era de Pete, a las siete de la tarde: le preguntaba dónde estaba. El segundo era de Robbo, a las ocho menos cuarto: amablemente le informaba de que se iban a otro pub, al Lamb at Ripe. El tercero, era de las ocho y media de Luke y Josh, con voz de borrachos, y se oía a Robbo al fondo: se iban del Lamb a un pub llamado Dragon, en Uckfield Road.

Los dos siguientes mensajes eran del agente inmobiliario, en relación con el trato de Leeds, y del abogado de su empresa.

El sexto era a las once y cinco de Ashley, que sonaba afligida. Su tono le asustó. Normalmente, Ashley era tranquila, imperturbable: «Mark, por favor, por favor, llámame en cuanto oigas el mensaje, por favor», le rogaba con su acento suave, claramente norteamericano.

Dudó y, luego, escuchó el siguiente mensaje. También era de Ashley. Ahora estaba muy nerviosa. Y el siguiente y el siguiente, con diez minutos de separación. El décimo mensaje era de la madre de Michael. También sonaba angustiada: «Mark, también te he dejado un mensaje en el teléfono de casa. Por favor, llámame en cuanto lo escuches, no importa la hora».

Mark pulsó la tecla de pausa. ¿Qué diablos había pasado?

La siguiente llamada volvía a ser de Ashley. Parecía estar al borde de la histeria: «Mark, ha habido un accidente terrible. Pete, Robbo y Luke han muerto. Josh está en la UCI conectado a una máquina que mantiene sus constantes vitales. Nadie sabe dónde está Michael. Dios santo, Mark, por favor, llámame en cuánto escuches el mensaje».

Mark reprodujo el mensaje de nuevo, apenas podía creer lo que acababa de oír. Mientras lo escuchaba otra vez, se dejó caer en el brazo del sofá.

– Dios mío.

Luego escuchó el resto de los mensajes. Más de lo mismo de Ashley y de la madre de Michael. «Llama. Llama. Llama, por favor.»

Apuró el whisky, luego se sirvió otro trago, tres dedos, y se dirigió a la ventana. A través del espectro de su reflejo, volvió a mirar el paseo, contempló el tráfico, luego el mar. Al fondo, hacia el horizonte, vio dos puntitos de luz, de un buque de carga o un petrolero que subía por el canal de la Mancha.

Estaba pensando.

«Yo también habría sufrido ese accidente si el vuelo hubiera salido a su hora.»

Sin embargo, pensó en más que eso.

Bebió un trago de whisky, luego se sentó en el sofá. Al cabo de unos momentos, el teléfono volvió a sonar. Se acercó y se quedó mirando la pantalla de identificación de llamada. El número de Ashley. Cuatro tonos, luego paró. Unos momentos después, sonó el móvil. Otra vez Ashley. Dudó, luego le dio al botón de finalización de llamada y la envió directamente al buzón de voz. Apagó el teléfono, se sentó, se recostó, levantó el reposapiés y meció el vaso entre las manos.

Los cubitos de hielo repicaron en el vaso; se dio cuenta de que le temblaban las manos; le temblaba todo por dentro. Se acercó al Bang and Olufsen y puso un CD recopilatorio de Mozart. Mozart siempre le ayudaba a pensar. De repente, tenía mucho en que pensar.

Volvió a sentarse y se quedó mirando el whisky, centrándose intensamente en los cubitos de hielo como si fueran runas. Había pasado más de una hora cuando descolgó el teléfono y marcó.

Capítulo 7

Los espasmos eran ahora más frecuentes. Juntando los muslos, aguantando la respiración y cerrando los ojos, Michael logró evitar orinarse en los pantalones. No podía permitirlo, no podía soportar pensar en cómo se reirían de él esos cabrones cuando volvieran y vieran que se había meado encima.

La claustrofobia comenzaba a afectarle de verdad. El satén blanco parecía encogerse en torno a él, acercándose más y más a su cara.

A la luz de la linterna, el reloj de Michael marcaba las 2.47.

Mierda.

¿A qué coño estaban jugando? Eran las dos y cuarenta y siete. ¿Dónde coño estaban? ¿Como una cuba en alguna discoteca?

Se quedó mirando el satén blanco. Le estallaba la cabeza, tenía la boca seca, las piernas bien juntas, intentando aplacar el dolor que le subía por el cuerpo desde la bufeta. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar.

Frustrado, aporreó la tapa con los nudillos.

– ¡Eh! ¡Cabrones! -chilló.

Volvió a mirar el móviclass="underline" sin cobertura. No hizo caso, buscó el número de Luke y pulsó el botón de «Marcar». El aparato soltó un pitido agudo y en la pantalla apareció: «Sin conexión».

Luego buscó a tientas el walkie-talkie, lo encendió y volvió a decir los nombres de sus amigos. A continuación, llamó a esa otra voz que recordaba vagamente.

– ¿Davey? Hola, ¿Davey?

Sólo recibió el crujido de las interferencias.

Se moría por beber agua; tenía la boca árida y pastosa. ¿Le habían dejado agua? Levantó el cuello sólo los pocos centímetros que había disponibles antes de dar con la cabeza en la tapa, vio el destello de la botella y alargó la mano. Whisky Famous Grouse.

Desilusionado, rompió el precinto, desenroscó el tapón y bebió un trago. Por un momento, la sensación de saborear un líquido fue como un bálsamo; después, se volvió fuego y le quemó la boca y luego la garganta; pero casi al instante se sintió un poco mejor. Bebió otro trago, Aún se sintió un poco mejor y dio un tercer trago, largo, antes de volver a tapar la botella.

Cerró los ojos. Parecía que le pasaba un poquitín el dolor de cabeza. Las ganas de mear remitían.

– Cabrones… -murmuró.

Capítulo 8

Ashley parecía un fantasma. Su largo pelo castaño enmarcaba un rostro tan pálido como el de los pacientes que estaban tumbados en las camas de la sala que tenía detrás, entre un bosque de respiradores, goteros y monitores. Estaba apoyada en el mostrador de la recepción de la sala de enfermeras en la UCI del hospital del condado de Sussex. Su vulnerabilidad hacía que estuviera más guapa que nunca, a los ojos de Mark.

Embotado tras pasar la noche en vela, vestido con un traje fino y unos mocasines negros Gucci inmaculados, se acercó a ella, la rodeó con los brazos y la abrazó con fuerza. Miró una máquina expendedora, un dispensador de agua y un teléfono público con una pequeña cúpula de plástico. Los hospitales siempre le ponían los pelos de punta. Le sucedía desde que fue a visitar a su padre, que había sufrido un ataque al corazón casi mortal, y vio a aquel hombre tan fuerte en su día con un aspecto tan frágil, tan patético, inútil y asustado. Estrechó a Ashley tanto por sí mismo como por ella. Cerca de su cabeza, un cursor parpadeaba en una pantalla de ordenador verde.

Ella se agarró a él como si fuera un mástil solitario en un océano zarandeado por la tormenta.

– Oh, Mark, gracias a Dios que estás aquí.

Una enfermera estaba ocupada al teléfono; daba la impresión de que hablaba con un familiar de alguien de la unidad. La otra de detrás del mostrador, cerca de ellos, tecleaba algo en un ordenador.

– Es terrible -dijo Mark-. No me lo puedo creer.

Ashley asintió, tragando saliva con fuerza.

– Si no hubiera sido por la reunión, habrías estado…

– Lo sé. No dejo de pensarlo. ¿Cómo está Josh?

El pelo de Ashley olía a recién lavado y su aliento ligeramente a ajo, algo que apenas notó. Las chicas habían celebrado su despedida de soltera anoche, en algún restaurante italiano.

– No está bien. Zoe está con él.

Señaló y Mark siguió la línea de su dedo, a través de varias camas, de respiradores que silbaban y del parpadeo de las pantallas digitales, hasta el fondo de la sala, donde vio a la mujer de Josh sentada en una silla. Llevaba una sudadera blanca y pantalones anchos, tenía el cuerpo encorvado y los rizos rubios desgreñados le tapaban la cara.

– Michael aún no ha aparecido. ¿Dónde está, Mark? Seguro que lo sabes, ¿no?

Cuando la enfermera concluyó la llamada, sonó el teléfono y se puso a hablar de nuevo.