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– No tengo ni idea -dijo-. No tengo la menor idea.

Ashley lo miró ahora con dureza.

– Pero llevabais semanas planeándolo. Lucy dice que ibais a vengaros de Michael por todas las bromas que les gastó a los otros antes de que se casaran.

Mientras se separaba de él un paso, apartándose el pelo de la frente, Mark vio que se le había corrido el rímel. Ashley se secó los ojos con la manga.

– Quizá los chicos cambiaran de opinión en el último momento -dijo-. Se les ocurrieron toda clase de ideas, claro, como echarle algo en la bebida y meterlo en un avión a algún sitio, pero logré convencerles de que no lo hicieran; al menos eso creía yo.

Ashley esbozó una sonrisa tenue de agradecimiento. Él se encogió de hombros.

– Sabía lo preocupada que estabas, ya sabes, por si hacíamos alguna estupidez.

– Lo estaba, estaba preocupadísima. -Miró a la enfermera, luego se sorbió la nariz-. Entonces, ¿dónde está?

– ¿Seguro que no estaba en el coche?

– Segurísimo. He llamado a la policía. Me han dicho que…, me han dicho…, me han… -Se echó a llorar.

– ¿Qué te han dicho?

– Que no pueden hacer nada -le espetó en un estallido de rabia.

Sollozó un poco más, esforzándose por contenerse.

– Dicen que han inspeccionado a fondo la escena del accidente y que no hay rastro de él y que seguramente estará durmiendo la mona en algún lugar.

Mark esperó a que se calmara, pero Ashley siguió llorando.

– Quizá sea verdad.

Ashley negó con la cabeza.

– Me prometió que no se emborracharía. -Mark la miró. Al cabo de un momento, Ashley asintió-. Era su despedida de soltero, ¿verdad? Eso es lo que hacéis los tíos en las despedidas de soltero, ¿no? Cogeros un pedo.

Mark bajó la mirada a las losetas de moqueta gris.

– Vamos a ver a Zoe -le dijo.

Ashley le siguió por la sala, unos metros por detrás de él. Zoe era una belleza esbelta; a Mark aún se lo pareció más cuando le puso la mano en el hombro y notó el hueso duro debajo del tejido suave de su sudadera de diseño.

– Dios santo, Zoe, lo siento.

Ella le dio las gracias encogiéndose de hombros levemente.

– ¿Cómo está?

Mark esperaba que la preocupación en su voz sonara auténtica.

Zoe volvió la cabeza y lo miró, los ojos rojos, las mejillas casi translúcidas sin maquillaje, surcadas de lágrimas.

– No pueden hacer nada -dijo-. Le han operado y ahora sólo podemos esperar.

Tenía conectados dos bombas de infusión que le administraban antibióticos por vía intravenosa, tres goteros y un respirador, que emitía un silbido constante, suave y estremecedor. Una serie de datos y líneas onduladas cambiaban continuamente en el monitor de la máquina.

El tubo que salía de la boca de Josh acababa en una pequeña bolsa con una llave al final, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había un montón de tubos con etiquetas amarillas allí donde dejaban las bombas y los goteros y con etiquetas blancas escritas a mano en el otro extremo. De debajo de las sábanas y de la cabeza de Josh, salían cables que alimentaban las pantallas digitales y los gráficos con fluctuaciones. La piel que Mark podía ver era del color del alabastro. Su amigo parecía un experimento de laboratorio.

Mark apenas miró a Josh. Miraba las pantallas, intentando interpretarlas, averiguar qué decían. Intentaba recordar, de cuando estuvo en aquella misma sala junto a su padre moribundo, cuál era el electrocardiograma, cuál el oxígeno en sangre, cuál la tensión, y qué significaban. Y leía las etiquetas de los goteros. Manitol. Pentastarch. Morfina. Midazolam. Noradrenalina. Y pensaba. Josh siempre lo había tenido todo. Un buen físico, unos padres ricos. El perito tasador de seguros, siempre calculando, planificando su vida, hablando eternamente de planes a cinco años, a diez años, de objetivos vitales. Fue el primero de la pandilla en casarse, puesto que quería tener hijos pronto y ser aún joven para disfrutar de la vida cuando éstos fueran mayores. Casarse con la esposa perfecta, la querida niña rica Zoe, totalmente fértil, le permitió hacer realidad su plan. Le había dado dos niños igualmente perfectos, uno detrás del otro.

Mark repasó rápidamente la sala, fijándose en las enfermeras, los médicos, marcando sus posiciones. Luego, sus ojos se posaron en los goteros que entraban en el cuello de Josh y en el dorso de su mano, justo detrás de la etiqueta de plástico con su nombre. Después, pasaron al respirador. Luego, subieron hasta el electrocardiógrafo. Se oirían pitidos de aviso si bajaba demasiado el ritmo cardiaco o el nivel de oxígeno en sangre.

Que Josh sobreviviera sería un problema; se había pasado despierto la mayor parte de la noche pensando en eso y había llegado a la conclusión, a regañadientes, de que se trataba de una opción que no podía contemplar.

Capítulo 9

Roy Grace siempre tenía la sensación de que la sala número uno del juzgado de Lewes había sido diseñada para intimidar e impresionar. No tenía una categoría superior al resto de las salas del edificio, pero parecía como si la tuviera. De estilo georgiano, el techo era alto y abovedado, contaba con una tribuna para el público en las alturas, paredes con paneles de roble, bancos de roble oscuro y un estrado con balaustrada. En estos momentos, presidía el tribunal el juez Driscoll, con peluca, ya caduco, sentado, medio dormido, en una silla de respaldo rojo vivo, debajo del escudo de armas con la leyenda: «Dieu et mon droit». El lugar parecía un escenario de teatro y olía como una vieja aula de colegio.

Grace estaba en el estrado, vestido pulcramente, como siempre que comparecía ante un juez: con traje azul, camisa blanca, corbata sombría y zapatos con cordones negros brillantes; tenía buen aspecto por fuera, pero por dentro se sentía andrajoso. En parte, se debía a la falta de sueño por la cita de anoche -que había sido un desastre- y en parte a los nervios. Sujetando la Biblia con una mano, recitó el juramento intranquilo, mirando a su alrededor, captando la escena, y juró por enésima vez en su carrera, por Dios todopoderoso, decir la verdad, toda la verdad y nada más la verdad.

El jurado tenía el mismo aspecto que todos los jurados: una panda de turistas tirados en una estación de autobús. Un grupo desaliñado y heterogéneo, con jerséis de colores chillones, camisas con el cuello abierto y blusas arrugadas debajo de un mar de rostros inexpresivos, pálidos todos, ordenados en dos filas, detrás de jarras de aguas, vasos y un fajo desordenado de hojas sueltas con notas. Sin orden ni concierto, apilados al lado del juez, había un vídeo, un proyector de diapositivas y una enorme grabadora. Debajo, la taquígrafa observaba remilgadamente desde detrás de una serie de aparatos electrónicos. Un ventilador eléctrico sobre una silla giraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda, pero no ejercía un gran impacto sobre el ambiente bochornoso de última hora de la tarde. Nada como un juicio por asesinato para atraer a la clientela. Y aquél era el juicio del año en la ciudad.

El gran triunfo de Roy Grace.

Suresh Hossain, un hombre rollizo con la cara picada de viruela y pelo liso peinado hacia atrás, estaba sentado en el banquillo de los acusados, vestido con un traje marrón de raya diplomática y corbata de satén color púrpura. Observaba el procedimiento con mirada lacónica, como si aquel lugar fuera suyo y todo el juicio hubiera sido preparado para su entretenimiento personal. Canalla, cerdo, casero especulador. Había sido intocable durante una década, pero ahora Roy Grace por fin le había pillado con las manos en la masa: conspiración para asesinar. Su víctima, un competidor igualmente sucio, Raymond Cohen. Si este juicio iba como tenía que ir, a Hossain iban a caerle más años de los que viviría y varios cientos de ciudadanos honrados de Brighton y Hove podrían disfrutar de la vida en sus casas, libres de la sombra horrible de los secuaces de Hossain, que convertían cada una de sus horas en un infierno.