– Veo una casa, aislada. Michael Harrison está en la casa -dijo Frame, la emoción elevaba aún más su voz.
Grace se detuvo enfrente. El péndulo oscilaba deprisa y formaba un círculo pequeño. Harry Frame, que aún tenía los ojos bien cerrados, sacudía el cuerpo como si hubiera metido los dedos en un enchufe.
– ¿Aquí?
Sin abrir los ojos, Harry Frame lo confirmó.
– Aquí.
Grace lo dejó en el coche, luego se detuvo en la verja de entrada y miró el césped abandonado y los parterres, que eran una maraña de enredaderas. La casa tenía algo raro que no pudo explicar de inmediato. Parecía ser una construcción de los años treinta, o quizá de principios de los cincuenta, y tenía un diseño extraño, asimétrico.
Subió por un sendero de losas de hormigón con hierbajos saliendo de las grietas y pulsó el timbre de plástico roto de la puerta. Se oyó un timbrazo estridente, pero nadie acudió a abrir. Volvió a llamar. Tampoco hubo respuesta.
Luego, dio una vuelta a la casa, mirando por todas las ventanas en su recorrido. Tenía un aire triste y abandonado, tanto por dentro como por fuera. Todos los muebles parecían tener veinte o treinta años, igual que el diseño y los electrodomésticos de la cocina. Luego se fijó, sorprendido, en que sobre la mesa de la cocina había un fajo de periódicos.
Miró el reloj. Eran las seis pasadas. Debería conseguir una orden de registro, lo sabía, pero tardaría un par de horas más en obtenerla; además, a cada minuto que pasaba, las opciones de encontrar a Michael Harrison con vida disminuían.
¿Cuánto confiaba en Harry Frame? El médium había acertado en varias ocasiones en el pasado, pero se había equivocado la misma cantidad de veces.
«Mierda.»
Le preocupaba qué le diría Alison Vosper si lo sorprendían entrando en una casa sin orden de registro.
No disponía de base suficiente con que apoyar su juicio, pero tendría que servir. A Michael Harrison se le estaba acabando el tiempo.
Con un ladrillo suelto del jardín, rompió una ventana de la cocina, retiró los fragmentos de cristal que quedaron enganchados en la masilla del marco, encontró el cierre, lo abrió y se coló dentro.
– ¡Hola! -gritó-. ¡Hola! ¿Hay alguien?
El sitio tenía un aire y un olor lúgubres. La cocina estaba limpia y, aparte de los periódicos, todos con fecha de ayer, no había rastro alguno de que alguien hubiera vivido allí últimamente. Comprobó todas las habitaciones de la planta baja. El gran salón era muy triste y tenía un par de grabados de marinas colgados en las paredes. Se fijó en que la alfombra tenía unas rayas marcadas, como si alguien hubiera movido el sofá hacía poco. Siguió caminando hasta un comedor oscuro, que tenía una mesa de roble y cuatro sillas y papel pintado con relieve de terciopelo en las paredes. Luego, fue hasta un pequeño aseo, donde había un cuadro de punto de cruz colgado en la pared que rezaba: «Dios bendiga esta casa».
En el piso de arriba, reinaba el mismo ambiente de abandono y fealdad. Había tres habitaciones, todas las camas con colchones sin sábanas y, encima, almohadas amarillentas sin fundas, y un pequeño baño, con un calentador de agua, un lavabo y una bañera de acero inoxidable.
Encima de la cama del cuarto más pequeño estaba la trampilla de un desván. Colocó una silla, inestablemente, sobre el colchón, y luego, tras subirse a ella, pudo abrir la trampilla y mirar dentro. Para su sorpresa, había un interruptor justo en el interior, y funcionaba. Al instante, vio que allí arriba no había nada. Tan sólo un pequeño depósito de agua, un cepillo mecánico y una alfombra enrollada.
Abrió todas las puertas de los aparadores y los armarios. Arriba, toda la ropa de cama y todas las toallas de baño estaban dobladas y guardadas en los armarios. Abajo, los aparadores de la cocina contenían lo básico: café, té, un par de latas, pero nada más. Podía hacer tranquilamente un año o dos que nadie vivía allí. Ni rastro de Michael Harrison. Nada.
Por ningún lado.
Comprobó el armario del vestíbulo, por si correspondía a la entrada de un sótano, aunque sabía que pocas casas posteriores a la época victoriana lo tenían. Debía averiguar de quién era aquel lugar y cuándo había vivido alguien allí por última vez. ¿Quizá los propietarios habían muerto y estaba en manos de albaceas? ¿Quizás iba de vez en cuando una señora de la limpieza?
¿Una señora de la limpieza que leía todos los periódicos nacionales?
Grace salió por la puerta trasera y se dirigió al lateral de la casa, donde había dos cubos de basura. Levantó la tapa del primero y, al instante, vio algo que le llamó la atención. Había cascaras de huevo, bolsas de té usadas, un cartón vacío de leche desnatada con fecha de caducidad de hoy y un paquete de lasaña marca Marks and Spencer que aún no había caducado.
Muy concentrado, volvió a la parte delantera de la casa, intentando comprender otra vez qué le parecía tan extraño de aquel diseño. Entonces, se dio cuenta. Donde ahora había una horrible ventana con marco de plástico, a la derecha de la puerta principal, tendría que haber un garaje adosado. Ahora lo veía, claramente: el tono de los ladrillos no encajaba con el resto de la casa. En algún momento, alguien lo había transformado en una sala de estar.
Y, de repente, recordó algo de su infancia: a su padre haciendo pequeñas reparaciones. Le gustaba poner a punto él mismo el coche; cambiaba el aceite, forraba los frenos: «no se ponía en manos de los comerciantes de estafas», como llamaba a los talleres.
Recordaba el foso de su garaje, donde había pasado muchas horas felices en su infancia ayudando a su padre a reparar los distintos Fords que siempre compraba, manchándose de aceite y grasa, por no mencionar la presencia de alguna que otra araña.
Pensó en las rayas marcadas en la alfombra del salón que acababa de ver, donde habían arrastrado el sofá.
Por pura corazonada, nada más, volvió a entrar en la casa y fue directo al salón. Apartó la mesa de café, luego retiró el sofá siguiendo las marcas antiguas en la alfombra verde de flores.
Luego, se fijó en que una esquina de la alfombra estaba ligeramente levantada. Se arrodilló, tiró de ella y se separó con facilidad. En lugar de polvo y pelusa, debajo había un refuerzo grueso que no se parecía a los refuerzos de alfombra convencionales. Sabía exactamente qué era. Espuma de insonorización.
Cada vez más emocionado, miró detrás de él, luego levantó el pesado material gris y vio que debajo había una gran lámina de madera contrachapada. Metió los dedos por debajo de los bordes, con cierta dificultad, ya que encajaba a la perfección en un agujero que había en el suelo. Entonces, la levantó y la retiró.
Al instante, le entraron arcadas al recibir el impacto del hedor. Una peste horrible a humanidad, orina y excrementos.
Aguantando la respiración y temiendo lo que iba a encontrar, miró el foso de dos metros del garaje y vio una figura imprecisa al fondo, atada de pies y manos y con la boca tapada con cinta adhesiva.
Al principio, pensó que la figura estaba muerta. Luego, los ojos parpadearon. Unos ojos aterrorizados.
¡Dios santo, estaba vivo! Grace sintió brotar en su interior una sensación casi incontenible de alegría.
– ¿Michael Harrison?
Un «Mnhhhhh» apagado lo saludó.
– Soy el comisario Grace, del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -dijo Grace, que bajó al foso.
Ya no prestó atención al olor, tan sólo deseaba desesperadamente comprobar en qué estado se encontraba el hombre.
Grace se arrodilló a su lado y arrancó con cuidado la cinta adhesiva de los labios.
– ¿Es usted Michael Harrison?
– Sí -contestó el hombre con la voz ronca-. Agua. Por favor.