– Un viaje, ¿adónde? -preguntó Graham
Conchita Gómez estaba desolada. Ruth se hallaba en un estado de aturdimiento. Eddie se ofreció para conducirles a todos a Sagaponack, pero no en balde Ted Cole había enseñado a conducir a su hija. Ruth sabía que era capaz de conducir dentro o fuera de Manhattan, adondequiera que hubiese que ir. Bastaba con que Eddie y Hannah se ocuparan del cadáver de Allan
– Puedo conducir -les dijo Ruth-. Pase lo que pase, puedo conducir
Pero no se sintió capaz de registrar la americana de Allan en busca de las llaves del coche. Eddie las encontró, mientras Hannah hacía un paquete con las prendas del difunto
Hannah se acomodó en el asiento trasero del coche con Graham y Conchita. Se encargó de charlar con el pequeño…, ése era su papel. Eddie tomó asiento al lado de Ruth. No estaba claro para nadie, ni siquiera para sí mismo, cuál era su papel, pero se dedicó a mirar el perfil de Ruth. Ésta no apartó en ningún momento la vista de la carretera, excepto para mirar por los espejos laterales o el retrovisor
Pobre Allan, pensaba Eddie. Debía de haber sufrido un paro cardíaco. Así era, había acertado. Pero lo que Eddie no acertó era más interesante. No acertó al creer que se había enamorado de Ruth, tan sólo contemplando el perfil de su rostro lleno de tristeza: no acertó a comprender hasta qué punto, en aquel momento, Ruth le recordaba intensamente a su desdichada madre
¡Pobre Eddie O'Hare! Le había acontecido algo muy ingrato: ¡la sorprendente ilusión de que ahora estaba enamorado de la hija de la única mujer a la que había amado! Pero ¿quién puede distinguir entre enamorarse e imaginar que se enamora? Incluso enamorarse de veras es un acto de la imaginación
– ¿Dónde está papá ahora? -preguntó Graham-. ¿Todavía está en la oficina?
– Creo que tiene una cita con el médico -respondió Hannah-. Me parece que ha ido al médico porque no se encontraba muy bien
– ¿Aún está frío? -inquirió el niño
– Tal vez -replicó Hannah-. El médico sabrá lo que le pasa. Ruth no se había cepillado el cabello, estaba desgreñada y no se había maquillado el pálido semblante. Tenía los labios resecos, y las patas de gallo en las comisuras de los ojos destacaban de una manera que Eddie no había visto hasta entonces. Marion también tenía patas de gallo, pero Eddie la había perdido momentáneamente de vista. Estaba paralizado por el semblante de Ruth, por la tristeza que emanaba de él
A sus cuarenta años, Ruth estaba sumida en el primer aturdimiento del duelo. Marion, a los treinta y nueve, cuando Eddie la vio por última vez, lloraba a sus hijos desde hacía cinco años. Su cara, a la que ahora la cara de su hija se parecía tanto, reflejaba por entonces una pesadumbre casi eterna
Cuando tenía dieciséis años, Eddie se había enamorado de la tristeza de Marion, una tristeza que parecía más duradera que su belleza. No obstante, la belleza se recuerda después de que desaparezca. Lo que Eddie veía reflejado en el de Ruth era una belleza desaparecida, que era otro amor que realmente sentía por Marion
Pero Eddie no sabía que aún amaba a Marion.
"¿Qué diablos le pasa a Eddie? -pensaba Ruth-. ¡Si no deja de mirarme así, voy a salirme de la carretera!"
También Hannah observó que Eddie miraba fijamente a Ruth, y se preguntó, como su amiga, qué diablos le ocurría. ¿Desde cuándo aquel gilipollas se interesaba por una mujer más joven que él?
"Llevaba un solo año de viuda", había escrito Ruth Cole en su novela. (¡Y lo había escrito tan poco tiempo antes, apenas cuatro años, de que ella misma se quedase viuda!) Un año después de la muerte de Allan, tal como ella había escrito acerca de su viuda de ficción, Ruth seguía debatiéndose "por dominar los recuerdos del pasado, como debe hacer toda viuda"
Ahora se preguntaba cómo lo había sabido casi todo sobre la viudez; aunque siempre había afirmado que un buen escritor puede imaginar cualquier cosa, e imaginarlo fielmente, y aunque con frecuencia había argumentado que tendía a valorarse en exceso la experiencia de la vida real, incluso a ella le sorprendía la precisión con que había imaginado la viudez
Un año después de la muerte de Allan, exactamente como le ocurría a su personaje de novela, Ruth aún "tendía a sumirse en el flujo de los recuerdos, como le sucedió aquella mañana en que se despertó con su marido muerto a su lado"
¿Y dónde estaba la anciana y airada viuda que había atacado a Ruth por haber escrito sobre la viudez sin ceñirse a la verdad? ¿Dónde estaba la arpía que se había llamado a sí misma viuda durante el resto de su vida? Al rememorar lo sucedido, a Ruth la decepcionaba que la vieja bruja no se hubiera presentado en el funeral de Allan. Ahora que era viuda, quería ver a la mezquina mujer, aunque sólo fuera para gritarle a la cara que cuanto había escrito sobre el hecho de quedarse viuda era fiel a la verdad
¿Dónde estaba ahora la maldita vieja que había tratado de estropearle la boda con sus amenazas llenas de odio? ¿Dónde estaba el diabólico vejestorio que tan descaradamente se había permitido insultarla? Probablemente había muerto, como suponía Hannah. De ser así, Ruth se sentiría engañada. Ahora que el juicio convencional del mundo le concedía autoridad para hablar, a Ruth le habría gustado decirle cuatro cosas a aquella zorra
¿No se había jactado ante ella la muy puñetera de que el amor que sintió por su marido fue superior? La mera idea de que alguien te diga: "No sabes qué es la aflicción", o "No sabes qué es el amor", le parecía a Ruth atroz
Esa cólera imprevista hacia la anciana viuda sin nombre había proporcionado a Ruth un combustible inagotable durante el primer año de viudez. En el mismo año, y de un modo también imprevisto, había notado que los sentimientos hacia su madre se habían suavizado. Había perdido a Allan, pero tenía a Graham. Era más consciente que antes de lo mucho que amaba a su único hijo, y por ello comprendía los esfuerzos que hiciera Marion para no amar a otro hijo, puesto que ya había perdido dos
Que su madre no hubiera optado por suicidarse sorprendía a Ruth, tanto como el hecho de que hubiera podido tener otro hijo. De repente comprendía el motivo que tuvo su madre para abandonarla. Marion no había querido amar a Ruth porque no soportaba la idea de perder a un tercer hijo. (Eddie le había dicho todo esto, cinco años atrás, pero hasta que ella tuvo un hijo y perdió a su marido, careció de la experiencia o la imaginación necesarias para darle crédito.)
No obstante, la dirección de Marion en Toronto había ocupado durante un año un lugar preeminente de su mesa de trabajo. El orgullo y la cobardía (¡ése sí que era un título digno de una novela larga!) le habían impedido escribirle. Ruth aún creía que era Marion quien debía presentarse ante su hija, puesto que era ella quien la había abandonado. Como madre relativamente reciente y viuda más reciente todavía, Ruth acababa de experimentar la pesadumbre y el temor de una pérdida incluso mayor. Hannah le sugirió que le diese a Eddie la dirección de su madre en Toronto
– Deja que Eddie se encargue del problema -le dijo Hannah-. Que se atormente preguntándose si debe escribirle o no. Por supuesto, ese dilema atormentaría a Eddie. Peor aún, en varias ocasiones había tratado de escribirle, pero nunca había echado sus cartas al correo
"Querida Alice Somerset -empezaba una carta-. Tengo razones para creer que es usted Marion Cole, la mujer más importante de mi vida." Pero ese tono le parecía demasiado desenvuelto, sobre todo al cabo de cuarenta años, por lo que lo intentaba de nuevo, abordándola de una manera más directa. "Querida Marion, pues Alice Somerset sólo podrías ser tú: He leído tus novelas de Margaret McDermid con.,." ¿Con qué? ¿Fascinación? ¿Frustración? ¿Admiración? ¿Desesperación? ¿Con la amalgama de todo ello? No lo sabía con exactitud