Aunque Ruth firmó ejemplares durante más de una hora sin quejarse, tuvo lugar un solo incidente algo chocante, y Harry supuso que la novelista era mucho menos amistosa de lo que le había parecido al principio. Incluso, a cierto nivel, Ruth le pareció a Harry una de las personas más enojadizas que había visto jamás
Siempre le habían atraído las personas que contenían su ira. Como oficial de policía, había descubierto que la cólera incontenida había dejado de ser una amenaza para él. En cambio, la cólera contenida le atraía mucho, y creía que las personas que no se enojaban eran básicamente distraídas
La mujer que había causado el incidente en la cola era mayor y, al principio, no parecía haber hecho nada malo, lo cual sólo significa que no había hecho nada malo que Harry pudiera ver. Cuando le tocó el turno, puso sobre la mesa un ejemplar de la versión inglesa de Mi último novio granuja. La acompañaba un hombre tímido e igualmente entrado en años, y ambos sonreían a la autora. El problema parecía estribar en que Ruth no la reconocía
– ¿Quiere que se lo dedique a usted o a alguien de su familia? -preguntó Ruth a la anciana, cuya sonrisa se contrajo perceptiblemente
– A mí, por favor -respondió la anciana
Tenía un acento norteamericano inofensivo, pero la dulzura con que dijo "por favor" era falsa. Ruth aguardó cortésmente…, no, quizá con cierta impaciencia…, a que la mujer le dijera por fin su nombre. Siguieron mirándose, pero Ruth Cole no la reconocía
– Me llamo Muriel Reardon -dijo finalmente la anciana-. No me recuerda, ¿verdad?
– No, lo siento, no sé quién es usted
– La última vez que hablamos fue el día de su boda -le reveló Muriel Reardon-. Lamento lo que le dije en aquella ocasión. Me temo que perdí los estribos
Ruth siguió mirando a la señora Reardon, y el color de su ojo derecho pasó del castaño al ámbar. No había reconocido a la vieja y terrible viuda que tan segura estaba de sí misma cuando la atacó, cinco años atrás, y eso por dos motivos comprensibles: no esperaba tropezarse con la arpía en Amsterdam y la vieja bruja había mejorado su aspecto. La airada viuda no estaba muerta, como Hannah dijo en su día, sino que se había recuperado de una manera notable
– Es una de esas coincidencias que no pueden ser simples coincidencias -siguió diciendo la señora Reardon, en un tono que parecía indicar una conversión religiosa
Y así era, en efecto. En los cinco años transcurridos desde que atacó a Ruth, Muriel había conocido al señor Reardon, quien seguía sonriendo a su lado, se habían casado y los dos se habían convertido en devotos cristianos
– Curiosamente, rogarle que me perdonara usted era lo que más ocupaba mi mente cuando mi marido y yo llegamos a Europa… ¡y precisamente la encuentro aquí! ¡Es un milagro!
El señor Reardon superó su timidez para decir:
– Era viudo cuando conocí a Muriel. Hemos viajado a Europa para ver las grandes iglesias y catedrales
Ruth seguía mirando a la señora Reardon, y a Harry Hoekstra le pareció que lo hacía de una manera crecientemente hostil. Que Harry supiera, los cristianos siempre querían algo. ¡Lo que quería la señora Reardon era dictar las condiciones de su propio perdón!
Ruth entrecerró tanto los ojos que nadie podría haberle visto el defecto hexagonal en el derecho
– Ha vuelto a casarse -dijo en un tono neutro. Era la voz con que leía en voz alta, curiosamente inexpresiva.
– Perdóneme, por favor -replicó la señora Reardon
– ¿Y qué ha pasado con su intención de ser viuda para toda su desgraciada vida? -le preguntó Ruth
– Por favor… -dijo la señora Reardon
El hombre, tras hurgar en un bolsillo de su chaqueta deportiva, sacó unas fichas que tenían algo escrito y pareció buscar una ficha determinada que no podía encontrar. Sin inmutarse, se puso a leer otra ficha:
– "Pues el fruto del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna…"
– ¡No es eso! -exclamó la señora Reardon-. ¡Léele lo del perdón!
– No la perdono -le dijo Ruth-. Lo que usted me hizo fue odioso, cruel y desleal
– "Pues el salario del pecado es la muerte, pero el don gratuito de Dios, la vida eterna…" -leyó el señor Reardon. Aunque tampoco no era la cita que buscaba, se sintió obligado a identificar la fuente-: Es una frase de la epístola de san Pablo a los romanos
– ¡Tú y tus romanos! -replicó ásperamente la señora Muriel Reardon
– ¡El siguiente! -dijo Ruth, pues la siguiente persona que estaba en la cola tenía todos los motivos para impacientarse por el retraso
– ¡No la perdono por no perdonarme! -gritó Muriel Reardon, con una malignidad nada cristiana en la voz
– ¡A la mierda usted y sus maridos! -replicó Ruth, mientras el nuevo marido de la mujer se esforzaba por llevársela de allí. Se guardó en el bolsillo las fichas con citas bíblicas, excepto una. Posiblemente era la cita que había estado buscando, pero nadie lo sabría jamás
Harry había supuesto que el hombre sentado al lado de Ruth Cole, y que se había quedado un tanto pasmado por el incidente, era su editor holandés. Cuando Ruth sonrió a Maarten, no lo hizo con una sonrisa que Harry hubiera visto antes en su rostro, pero el policía interpretó correctamente que aquella sonrisa indicaba una renovada confianza en sí misma. En efecto, era una señal de que Ruth había entrado de nuevo en el mundo con una parte por lo menos de su agresividad intacta.
– ¿Quién era esa gilipollas? -le preguntó Maarten
– Nadie a quien merezca la pena conocer -replicó Ruth.
Entonces se detuvo en medio de una firma y miró a su alrededor, como si de repente sintiera curiosidad por ver quién podría haber acertado a oír una observación tan poco caritativa y que englobaba todas sus observaciones poco caritativas. (Se preguntó si era Brecht quien dijo que tarde o temprano empezamos a parecernos a nuestros enemigos.)
Cuando Harry se percató de que Ruth miraba en su direción, apartó la cara de la ventana que había creado entre ambos, pero no pudo evitar que Ruth le viera
"¡Diablos! ¡Me estoy enamorando de ella!", pensó Harry. Nunca se había enamorado hasta entonces, y al principio creyó que sufría un ataque cardíaco. Se apresuró a salir de la Athenaeum, pues prefería morir en la calle
Cuando la cola de admiradores de Ruth Cole que deseaban su autógrafo disminuyó hasta el punto que sólo quedaban dos o tres incondicionales, uno de los empleados de la librería preguntó:
– ¿Dónde está Harry? Le he visto aquí. ¿No quería que le firmara sus libros?
– ¿Quién es Harry? -inquirió Ruth
– El mayor de sus admiradores -respondió el librero-. Y además es policía. Pero supongo que se ha ido. Es la primera vez que le veo acudir a una firma de ejemplares, y detesta las lecturas públicas y esas cosas