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– ¡Mierda de Vermont! -dijo de nuevo Hannah. Le castañeteaban los dientes

El ruido que hacía alguien al partir leña atrajo su atención. En el patio, junto a la entrada de la cocina, había un montón de troncos y, a su lado, otro montón más pequeño y pulcro de leña partida. Al principio Eddie pensó que el hombre que partía los troncos y amontonaba la leña era el vecino de Ruth, Kevin Merton, el que le cuidaba la casa. También Hannah había creído que era él, hasta que percibió en el leñador algo que invitaba a observarle con más detenimiento

El hombre estaba tan absorto en su tarea que no reparó en la llegada del coche de Eddie. Vestía tejanos y camiseta de media manga, pero trabajaba de una manera tan enérgica que no notaba el frío e incluso sudaba. Cortaba los troncos y amontonaba la leña de modo muy metódico. Si el diámetro del tronco no era muy grande, lo colocaba vertical en el tajón y lo partía a lo largo de un hachazo. Si era demasiado grande, cosa que calibraba de un simple vistazo, lo ponía horizontal en el tajón y lo partía con una cuña y un mazo. Aunque el manejo de los útiles parecía su segunda naturaleza, lo cierto era que Harry Hoekstra había empezado a partir leña hacía tan sólo una o dos semanas. Hasta entonces no lo había hecho nunca

Aquel trabajo le encantaba. Con cada potente hachazo o mazazo imaginaba los fuegos que encendería, y a los recién llegados les pareció que era lo bastante fuerte y estaba tan entregado a su tarea que podría haberse pasado el día entero partiendo leña. Hannah pensó que podría hacer cualquier cosa durante todo el día… o toda la noche. De repente deseó haberse depilado la zona sobre el labio superior, o por lo menos haberse lavado la cabeza y maquillado un poco, llevar sostén y vestir unas prendas mejores

– ¡Debe de ser el holandés, el policía de Ruth! -susurró Eddie a Hannah

– No me digas -respondió Hannah, sin acordarse de que Eddie desconocía su juego particular con Ruth-. ¿No has oído ese ruido?

– Eddie pareció desconcertado, como siempre-. El ruido de mis bragas cuando caen al suelo -le explicó ella-. Ese ruido.

– Ah ¡Qué vulgar era Hannah!, se dijo Eddie. ¡Gracias a Dios, no tendría que compartir una casa con ella!

Harry Hoekstra, que había oído sus voces, dejó caer el hacha y se acercó a ellos. Estaban allí como niños, temerosos de alejarse del coche, mientras el ex policía se acercaba y tomaba la maleta de Hannah, quien temblaba de frío

– Hola, Harry -logró decir Eddie

– Debéis de ser Eddie y Hannah -les dijo Harry

– No me digas -replicó Hannah, en un tono de chiquilla muy impropio de ella

– ¡Vaya, Ruth me dijo que dirías eso!

Hannah pensaba que ahora lo entendía. ¿Quién no lo habría entendido? Y se decía que ojalá le hubiera conocido ella primero. Pero cierta parte de su pensamiento, que siempre socavaba la confianza en sí misma, una confianza externa, tan sólo aparente, le decía que, aunque le hubiera conocido primero, él no se habría interesado por ella… o por lo menos su interés no se habría prolongado más allá de una noche

– Me alegro de conocerte, Harry -fue todo lo que pudo decirle Hannah

Eddie vio que Ruth salía a saludarles, rodeándose con los brazos porque hacía mucho frío. Se le había caído harina sobre los tejanos y también tenía un poco en la frente, por la que se pasó el dorso de la mano para apartar el cabello

– ¡Hola! -exclamó Ruth alegremente

Hannah nunca la había visto así, tan rebosante de felicidad. Eddie comprendió que estaba enamorada. Nunca se había sentido tan deprimido. Mientras la miraba, se preguntó por qué la había creído alguna vez parecida a Marion y cómo había llegado a imaginar que la quería

Hannah miraba a uno y otro; primero, codiciosamente, a Harry, y luego a Ruth, con envidia. "¡Están enamorados, los muy puñeteros!", se decía, detestándose a sí misma

– Tienes harina en la frente, cariño -le dijo a Ruth, después de besarla-. ¿Has oído ese ruido? -susurró a su vieja amiga-. ¡Mis bragas, que se deslizan al suelo, mejor dicho, que golpean el suelo!

– Las mías también -respondió Ruth, ruborizada

Hannah se dijo que su amiga lo había conseguido. La vida que siempre había deseado ya era suya

– Tengo que lavarme la cabeza -se limitó a decirle-, y maquillarme un poco

Había dejado de mirar a Harry, porque no podía seguir haciéndolo

Entonces Graham salió por la cocina y corrió hacia ellos. Rodeó con los brazos la cintura de Hannah y estuvo a punto de derribarla. Fue un grato momento de confusión

– ¡Soy yo, Graham! -gritó el pequeño

– No puedes ser Graham, ¡eres demasiado grande! -replicó Hannah, mientras lo alzaba en brazos y lo besaba

– ¡Sí, soy yo, soy Graham!

– Anda, acompáñame a mi cuarto, Graham -le pidió Hannah-, y ayúdame a poner en marcha la ducha o la bañera, tengo que lavarme la cabeza

– ¿Has llorado, Hannah? -le preguntó el niño

Ruth miró a Hannah, y ésta desvió la vista. Harry y Eddie estaban junto a la puerta de la cocina, admirando el montón de leña

– ¿Estás bien? -preguntó Ruth a su amiga

– Sí. Eddie acaba de pedirme que viva con él, sólo que no me lo decía en ese sentido. Sólo quería que compartiéramos casa -añadió Hannah

– Qué raro -observó Ruth

– Sí, no sabes de la misa la mitad -replicó Hannah, y besó de nuevo a Graham

El niño le pesaba en los brazos, pues no estaba acostumbrada a cargar con un pequeño de cuatro años. Se volvió hacia la casa para ir en busca de su cuarto, darse una ducha o un baño y entregarse a su recuerdo más reciente de cómo era el amor… por si algún día ella lo encontraba

Pero Hannah sabía que jamás iba a encontrarlo

Una pareja feliz y sus dos amigos desdichados

Ruth Cole y Harry Hoekstra se casaron el Día de Acción de Gracias por la mañana, en la sala de estar, apenas usada, de la casa de Ruth en Long Island. A Ruth no se le ocurría una manera mejor de despedirse de la casa que contraer matrimonio en ella. En los pasillos de ambas plantas se alineaban varias pilas de cajas de cartón, etiquetadas para el personal de mudanzas. Cada mueble tenía una etiqueta roja o verde: el rojo significaba que debían dejarlo donde estaba, y el verde, que habían de transportarlo a Vermont

Si cuando llegara el verano la casa de Sagaponack aún no se había vendido, Ruth la alquilaría. La mayor parte de los muebles estaban etiquetados para quedarse, y a Ruth ni siquiera le gustaban. Nunca había sido feliz en la casa de los Hamptons, excepto cuando vivió allí con Allan. (En cambio, no solía asociar a Allan con la casa de Vermont, lo cual sería ahora un alivio.)

Eddie vio que habían descolgado de las paredes todas las fotografías y supuso que debían de estar metidas en alguna de las cajas de cartón. Y, al contrario que la ocasión anterior en que vio las paredes despojadas de las fotos, esta vez habían extraído los ganchos para colgar los cuadros. Habían rellenado los agujeros y pintado o empapelado de nuevo las paredes. Un comprador potencial jamás sabría cuántas fotografías estuvieron expuestas allí en el pasado

Ruth les dijo a Eddie y Hannah que había "tomado en prétamo" al sacerdote de una de las iglesias de Bridgehampton para que oficiara en su boda. Era un hombre corpulento y parecía un tanto desconcertado, aunque saludó a los presentes con enérgicos apretones de manos. Su voz de barítono resonaba en toda la planta baja de la casa y hacía vibrar las copas que Conchita Gómez ya había colocado en la mesa del comedor, para la cena de Acción de Gracias