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Pero él sabía, por supuesto, que ni los desnudos ni tampoco los retratos de las madres con sus hijos le interesaban lo suficiente para conservarlos. No los vendía en privado ni los daba a su galería. Cuando la relación sentimental terminaba, cosa que solía suceder muy rápidamente, Ted Cole regalaba los dibujos acumulados a la joven madre en cuestión. Y Ruth solía preguntarse: si las jóvenes madres eran, en general, tan infelices en su matrimonio, o simplemente infelices, ¿acaso el regalo artístico las hacía, por lo menos momentáneamente, más felices? Pero su padre nunca llamaba "arte" a lo que hacía ni se refería a sí mismo como un artista. Tampoco se consideraba un escritor

– Divierto a los niños, Ruthie, eso es todo -solía decir.

– Y te conviertes en amante de sus madres -añadía Ruth.

Incluso en un restaurante, cuando el camarero o la camarera le miraban sin querer los dedos manchados de tinta, Ted nunca les decía "Soy un artista" o "Soy autor e ilustrador de libros infantiles", sino "Trabajo con tinta" o, si el camarero o la camarera le miraban los dedos con expresión reprobatoria, "Trabajo con calamares"

En su adolescencia, y sólo una o dos veces en sus años de universitaria excesivamente crítica, Ruth asistió a conferencias de escritores con su padre, que era el único autor de libros infantiles entre los narradores y poetas que pretendían ser más serios. A Ruth le divertía que estos últimos, quienes proyectaban un aura mucho más literaria que el aura -esa pinta descuidada y esos dedos manchados de tinta- que envolvía a su padre, no sólo envidiaran la popularidad de los libros de Ted. A aquellos tipos que rezumaban literatura también les irritaba observar lo modesto que era Ted Cole… ¡Y con qué testarudez parecía ser modesto!

– Empezaste tu carrera escribiendo novelas, ¿no es cierto? -le preguntaban los más maliciosos

– Sí, pero eran unas novelas horribles -respondía jovialmente el padre de Ruth-. Fue un milagro que a tantos críticos les gustara la primera. Y resulta asombroso que tuviera que escribir tres para darme cuenta de que no era escritor. Lo único que hago es divertir a los niños. Y me gusta dibujar

Mostraba los dedos como prueba, y siempre sonreía. ¡Qué sonrisa la suya!

Cierta vez Ruth le comentó a su compañera de habitación en la universidad (que también había sido su compañera en el internado):

– Te juro que podías oír las bragas de las mujeres deslizándose hasta caer al suelo

Durante una conferencia de escritores, Ruth se enfrentó por primera vez al hecho de que su padre se acostara con una chica que era incluso más joven que ella, también estudiante universitaria

– Pensé que me darías tu aprobación, Ruthie -le dijo Ted. Cuando Ruth le criticaba, su padre adoptaba a menudo un tono quejumbroso, como si ella fuese el padre y él el hijo, y así era en cierto sentido

– ¿Mi aprobación, papá? -replicó ella, enojada-. ¿Seduces a una chica más joven que yo y esperas que lo apruebe?

– Pero, Ruthie, no está casada -contestó su padre-. No es la madre de nadie. Pensé que no te parecería mal

Finalmente, la novelista Ruth Cole llegaría a describir la clase de trabajo de su padre como "madres infelices…, ése es su campo"

Pero ¿por qué razón Ted no habría de reconocer a una madre desdichada cuando la viera? Al fin y al cabo, por lo menos durante los cinco primeros años que siguieron a la muerte de sus hijos, Ted vivió con la madre más infeliz de todas

Marion espera

Orient Point, el extremo de la horquilla al norte de Long Island, parece lo que es: el final de una isla, el lugar donde la tierra termina. La vegetación, atrofiada por la sal y doblada por el viento, es muy escasa. La arena es gruesa y está salpicada de conchas y piedras. Aquel día de junio de 1958, cuando Marion Cole aguardaba el transbordador de New London que traería a Eddie O'Hare desde el otro lado del canal de Long Island, la marea estaba baja y Marion observó con indiferencia que los pilotes del muelle estaban mojados allí donde la marea baja los había dejado expuestos, mientras que por encima de la línea que señalaba la marea alta estaban secos. Una bandada de gaviotas, que se habían cernido sobre el muelle formando un ruidoso coro, cambiaron de dirección y sobrevolaron la superficie del agua, que estaba encrespada y que, bajo un sol anómalo, mudaba constantemente de color, pasando del gris pizarra a un verde azulado y de nuevo a gris. Aún no había señales del transbordador

Cerca del muelle había menos de una docena de coches aparcados. Debido a que el sol desaparecía a ratos tras las nubes, y al viento que soplaba del nordeste, la mayoría de los conductores esperaban dentro de sus coches. Al principio Marion se había quedado junto al suyo, apoyada en el guardabarros trasero, pero luego se sentó en él, con su ejemplar del anuario de Exeter correspondiente a 1958 abierto sobre el capó. Fue allí, en Orient Point, sobre el capó de su coche, donde Marion contempló largamente por primera vez las fotografías más recientes de Eddie O'Hare

Marion detestaba llegar tarde, e invariablemente tenía en poca estima a quienes se retrasaban. Había aparcado el coche en cabeza de la hilera donde la gente esperaba al transbordador. Había otra hilera de coches más larga en el aparcamiento, donde también se encontraban quienes esperaban el transbordador para regresar a New London, pero Marion no reparó en ellos. No solía mirar a la gente cuando estaba en público, algo que sucedía muy pocas veces

Todo el mundo la miraba. No podían evitarlo. Por entonces, Marion Cole tenía treinta y nueve años, aunque aparentaba veintinueve o incluso algunos menos. Cuando se sentó en el guardabarros del coche e intentó impedir que las turbulentas ráfagas del nordeste agitaran las páginas del anuario, vestía una falda holgada, de un color beige anodino, que le ocultaba casi por completo las piernas largas y bien torneadas, pero no podría decirse que le sentara de una manera anodina, no, le sentaba perfectamente. Llevaba una camiseta de media manga demasiado grande, metida por debajo de la falda, y, sobre la camiseta, una rebeca de ese color rosa desvaído que tiene el interior de ciertas conchas marinas, un rosa más corriente en una costa tropical que en la menos exótica ribera de Long Island

La brisa arreciaba, y Marion se ciñó la rebeca sin abrochársela. La camiseta era holgada, pero la había apretado contra el cuerpo rodeándose con un brazo por debajo de los senos. Era evidente que tenía la cintura alargada, que los pechos eran grandes y colgantes, pero bien formados y de aspecto natural. En cuanto a la ondulante cabellera que le llegaba a los hombros, el sol que aparecía y se ocultaba hacía que su color cambiara desde el ámbar al rubio como la miel, y su piel ligeramente bronceada era luminosa. Casi carecía de defectos

No obstante, al mirarla más de cerca, había algo en uno de sus ojos que llamaba la atención. Tenía el rostro en forma de almendra lo mismo que los ojos, que eran de un azul oscuro, pero en el iris del ojo derecho había una mancha hexagonal de color amarillo muy brillante. Era como si una lasca de diamante o un trocito de hielo le hubiera entrado en el ojo y ahora reflejara permanentemente el sol. Bajo cierta luz, o desde ángulos impredecibles, esa mancha amarilla hacía que el ojo derecho pasara del azul al verde. No menos desconcertante era su boca perfecta. Sin embargo su sonrisa, cuando sonreía, era triste. Durante los últimos cinco años, pocas personas la habían visto sonreír

Mientras buscaba en el anuario de Exeter las fotografías más recientes de Eddie O'Hare, Marion frunció el ceño. Un año atrás, Eddie había pertenecido al Club Excursionista, pero ahora no figuraba allí. Y si el año anterior le había gustado la Sociedad juvenil de Debates, este año no era miembro de ella, ni tampoco había progresado hasta pertenecer a aquel círculo de élite formado por seis muchachos que constituían el Equipo de Debate Académico. ¿Acaso había abandonado tanto las excursiones como los debates?, se preguntó Marion. (A sus hijos tampoco les habían interesado los clubes.)