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– ¿No es peligroso salir a estas horas de la noche? -les preguntó Ruth

– Hay tantos turistas que los rateros son el único peligro -dijo Sylvia con desagrado

– También te pueden robar el bolso durante el día -terció Maarten

De Walleties, o De Wallen, como lo llamaban los habitantes de Amsterdam, estaba mucho más concurrido de lo que Ruth suponía. Había drogadictos y jóvenes borrachos, pero por las callejuelas pululaba otra clase de gente, muchas parejas, en su mayoría turistas, algunas de las cuales entraban en los espectáculos sexuales, e incluso uno o dos grupos. De no ser tan tarde, Ruth se habría sentido segura a solas en aquellos parajes. El espectáculo, muy sórdido, atraía a una masa de personas que, como ella, lo contemplaban embobadas. En cuanto a los hombres que se dedicaban a la tarea, por lo general prolongada, de elegir a una prostituta, su búsqueda furtiva destacaba en medio de aquel turismo sexual sin inhibiciones

Ruth decidió que la escritora y el joven no encontrarían el tiempo y el lugar adecuados para abordar a una prostituta, aunque desde la habitación de Rooie le había parecido evidente que, cuando te hallabas en el aposento de una de aquellas mujeres, el mundo exterior se desvanecía rápidamente. O la pareja acudiría al distrito antes de que amaneciera, cuando todo el mundo excepto los drogadictos empedernidos (y los adictos al sexo) se había ido a dormir, o irían a primera hora de la noche, o durante el día

Lo que había cambiado en el barrio chino desde la visita anterior de Ruth a Amsterdam era la proporción de prostitutas de razas distintas a la blanca. En una de las calles, la mayoría de las mujeres eran asiáticas, probablemente tailandesas, debido al número de salones de masaje tailandeses que había en los alrededores. Maarten le dijo que, en efecto, eran tailandesas, y también que algunas de ellas habían sido hombres. Al parecer, se sometieron a operaciones de cambio de sexo en Camboya

En el Molensteeg y en los alrededores de la antigua iglesia en la Oudekerksplein, todas las chicas eran de piel morena, dominicanas y colombianas, según Maarten. Las procedentes de Surinam, que acudieron a Amsterdam a fines de los años sesenta, habían desaparecido por completo

Y en la Bloedstraat había chicas que parecían hombres, mujeres altas de manos grandes y con nuez de Adán. Maarten le comentó a Ruth que en su mayoría eran hombres, travestidos ecuatorianos, de los que se decía que azotaban a sus clientes

Por supuesto, había algunas mujeres blancas, no todas ellas holandesas, en la Sint Annenstraat y el Dollebegijnensteeg, así como en la calle a la que Ruth habría preferido que Maarten y Sylvia no la llevaran. El Trompetterssteeg era un callejón demasiado estrecho que no permitía la ventilación de las casas. En el salón al que subieron el aire estaba estancado y en aquella atmósfera quieta se libraba una constante batalla de olores: orina y perfume, tan densamente mezclados que el resultado final era un olor que recordaba el de la carne en mal estado. Flotaba también un olor seco, a quemado, debido a los secadores de pelo de las putas, un olor que parecía incongruente porque el callejón, incluso en una noche sin lluvia, estaba mojado. Nunca hacía el suficiente aire para que se secaran los charcos sobre el pavimento siempre húmedo

Las paredes, sucias y húmedas, dejaban marcas en las espaldas, pechos y hombros de las chaquetas masculinas, pues los hombres tenían que pegarse a las paredes para ceder el paso. Las prostitutas, en sus escaparates o en los vanos de sus puertas abiertas, estaban lo bastante cerca para poder olerlas y tocarlas, y no había ninguna parte donde mirar, salvo la cara de la siguiente o de la que estaba apostada más allá, o a los hombres que las examinaban y cuyas caras eran las peores de todas, atentos a los gestos de las prostitutas que los llamaban y con las que entraban en contacto una y otra vez. El Trompetterssteeg era un mercado. La mercancía estaba casi al alcance de la mano, y el comprador establecía con ella un contacto muy directo

Ruth se percató de que, en De Wallen, no hacía falta pagar a una prostituta para ver a alguien realizando el acto sexual. Por tanto, la motivación para hacer eso debía proceder del mismo joven y del carácter de la escritora madura, o sólo de ésta. En su relación debería haber un elemento especial o una carencia. Al fin y al cabo, en el Centro de Espectáculos Eróticos uno podía pagar por entrar en una cabina de video. SENCILLAMENTE Los MEJORES, decía el anuncio. El Show de Porno en Vivo prometía ACTOS SEXUALES AUTÉNTICOS, y el anuncio de otro local decía SEXO REAL SOBRE EL ESCENARIO. Allí no era necesario hacer ningún esfuerzo especial para practicar el voyeurismo

Una novela siempre es más complicada de lo que parece al principio. La verdad es que ha de ser más complicada de lo que parece al principio

Por lo menos Ruth se consoló un poco al comprobar que los artículos "especiales para SM" de la sex shop no habían cambiado. La vagina de goma que la vez anterior le pareció una tortilla seguía suspendida del techo de la tienda, aunque la liga de la que ahora pendía era negra, no roja. Y nadie había comprado el cómico consolador con un cencerro sujeto a aquél con una correa de cuero. Los látigos aún estaban expuestos, y las peras para enemas se presentaban en el mismo orden de tamaños (u otro similar). Incluso el puño de goma había resistido el paso del tiempo sin que nadie lo tocara, tan desafiante y tan rechazado como siempre, pensó Ruth…, es decir, confió en que así fuera

Pasada la medianoche, Maarten y Sylvia acompañaron a Ruth a su hotel. La escritora se había fijado atentamente en la ruta seguida. Una vez en el vestíbulo, se despidió de ellos al estilo holandés, besándolos tres veces, pero de una manera más rápida y prosaica que cuando Rooie la besó a ella. Entonces subió a su habitación y se cambió de ropa. Se puso unos tejanos más viejos y descoloridos y una sudadera azul marino que le iba demasiado grande. No le sentaba bien, pero casi le disimulaba los senos. También se puso los zapatos más cómodos que tenía, unos mocasines de ante negro

Aguardó durante quince minutos en su habitación antes de abandonar el hotel. Era la una menos cuarto de la madrugada, pero no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta la calle de las prostitutas más prósperas. No se había propuesto visitar a Rooie a aquellas horas, pero quería tener un atisbo de ella en su escaparate, y se decía que tal vez podría ver cómo atraía a un cliente a su habitación. Al día siguiente, o al otro, le haría una visita

La experiencia que hasta entonces había tenido Ruth con las prostitutas debería haberla aleccionado. Era evidente que su capacidad de prever lo que podía suceder en el mundo de la prostitución no estaba tan desarrollada como sus habilidades de novelista. Cabría esperar de ella cierta cautela, que fuese consciente de su poca preparación para relacionarse con esa clase de mujeres… pues allí, en la Bergstraat, en el que creía que era el escaparate de Rooie, estaba sentada una mujer mucho más vulgar y joven que Rooie. Ruth reconoció el top que había visto colgado en el estrecho ropero de la prostituta. Era negro y el escote se abrochaba con unos cierres a presión de plata, pero la muchacha tenía un pecho demasiado abundante para que pudiera abrocharse del todo la prenda. Por debajo de la profunda hendidura entre los senos, por debajo del top, el fofo vientre de la muchacha pendía sobre una braguita negra, que estaba rota y tenía la cintura desgarrada. La cinta elástica blanca contrastaba con la negrura de la braga y con el michelín de carne cetrina que formaba el amplio vientre de la gorda muchacha. Tal vez estuviera embarazada, pero de las bolsas grisáceas bajo los ojos de la joven prostituta se deducía que estaba tan dañada interiormente que su capacidad reproductiva era mínima

– ¿Dónde está Rooie? -le preguntó Ruth

La chica gorda bajó del taburete y entreabrió la puerta.

– Con su hija -respondió en un tono de fatiga

Ruth se había ya alejado unos pasos cuando oyó un ruido sordo contra el vidrio de la ventana. No era el familiar tamborileo con una uña, una llave o una moneda, que Ruth había oído en las ventanas de otras prostitutas. La chica gorda golpeaba la ventana con el grueso consolador rosado que Ruth vio la ocasión anterior en la bandeja de aspecto quirúrgico, sobre la mesa al lado de la cama. Cuando la joven prostituta captó la atención de Ruth, se metió el consolador en la boca y le dio un brusco tirón con los dientes. Entonces, mirando a Ruth, hizo un gesto con la cabeza, una desganada invitación, y finalmente se encogió de hombros, como si la energía que le quedaba sólo le permitiera esa promesa limitada: que trataría de satisfacerla tanto como Rooie