– Sólo hemos venido para hablar con ella -dijo Wim en un tono poco convincente
La robusta prostituta los acompañó a una habitación mal iluminada, con una cama doble en cuya colcha naranja y negra destacaba la figura de un tigre rugiente. El centro de la colcha, que era la boca del tigre, estaba parcialmente cubierto por una toalla verde con manchas de lejía en algunos lugares y un tanto arrugada, como si la pesada mujer hubiera estado tendida allí hacía un momento
Todas las habitaciones del sótano estaban divididas por tabiques que no llegaban al techo. La luz procedente de otras habitaciones mejor iluminadas se filtraba por encima de los delgados tabiques. Las paredes circundantes temblaron cuando la prostituta bajó una cortina de bambú que cubría el vano de la puerta. Ruth atisbó, por debajo de la cortina, los pies descalzos de otras prostitutas que deambulaban sin hacer ruido
– ¿Cuál de los dos mirará? -les preguntó la tailandesa
– No, no es eso lo que queremos -respondió Ruth-. Deseamos preguntarte por las experiencias que has tenido con parejas que te han pagado por verte con un cliente. -No había ningún lugar en la habitación donde alguien pudiera esconderse, por lo que Ruth añadió-: ¿Y cómo lo harías? ¿Dónde se ocultaría alguien que quisiera mirar?
La maciza tailandesa se desnudó. Llevaba un vestido sin mangas de una tela delgada y seductora, de color naranja. Se quitó los tirantes y el vestido se deslizó a lo largo de su cuerpo hasta quedar arrugado en el suelo. Estuvo desnuda antes de que Ruth pudiera decir otra palabra
– Te sientas en este lado de la cama -le dijo la prostituta a Ruth-, y yo me acuesto con él en el otro lado
– No… -repitió Ruth
– O puedes quedarte de pie donde quieras -concluyó la tailandesa
– ¿Y si los dos queremos mirar? -inquirió Wim, pero sólo logró confundir más a la puta
– ¿Queréis mirar los dos?
– No es exactamente eso -dijo Ruth-. En quisiéramos mirar, ¿cómo lo arreglarías?
La mujer desnuda suspiró. Se tendió boca arriba sobre la toalla, ocupándola en su totalidad
– ¿Quién quiere mirar primero? -les preguntó-. Creo que os costará un poco más…
Ruth ya le había pagado cincuenta guilders
La oronda tailandesa abrió los brazos, en actitud suplicante.
– ¿Los dos queréis hacerlo y mirar?
– ¡No, no! -exclamó Ruth, irritada-. Sólo quiero saber si alguien te ha mirado antes y cómo lo ha hecho
La perpleja prostituta señaló la parte superior de la pared. -Alguien nos está mirando ahora. ¿Es así como quieres hacerlo?
Ruth y Wim miraron el tabique que servía de pared en el lado más próximo a la cama y vieron, cerca del techo, el rostro de una tailandesa más delgada y mayor que les sonreía.
– ¡Dios mío! -exclamó Wim
– Esto no marcha -dijo Ruth-. Hay un problema de lenguaje. Le dijo a la prostituta que podía quedarse con el dinero. Ya habían visto todo lo que tenían que ver
– ¿Sin mirar ni hacer nada? -replicó la prostituta-. ¿Qué pasa?
Ruth y Wim avanzaban por el estrecho pasillo con la mujer desnuda a sus espaldas, preguntándoles si era demasiado gorda, si era eso lo malo, cuando la prostituta más delgada y mayor, la mujer que les había sonreído desde lo alto de la pared, les cerró el paso
– ¿Quieres algo diferente? -le preguntó a Wim. Le tocó los labios y el muchacho retrocedió. La mujer guiñó un ojo a Ruth-. Seguro que sabes lo que quiere este chico -le dijo mientras acariciaba la entrepierna de Wim-. ¡Vaya! -exclamó la menuda tailandesa-. ¡Qué grande la tiene! ¡Pues claro que quiere algo especial!
Wim, asustado y deseoso de protegerse, se llevó una mano a la entrepierna y la otra a la boca
– Nos vamos -dijo Ruth con firmeza-. Ya he pagado
La mano pequeña y como una garra de la puta estaba a punto de cerrarse sobre un pecho de Ruth, cuando la gruesa tailandesa desnuda que les seguía se interpuso entre ella y la agresiva y madura prostituta
– Es nuestra mejor sádica -le explicó a Ruth la mujer maciza-. No es eso lo que queréis, ¿verdad?
– No -respondió Ruth
Wim, a su lado, parecía un niño agarrado a las faldas de su madre
La prostituta robusta dijo algo en tailandés a la otra, la cual entró de espaldas en una habitación en penumbra. Ruth y Wim aún podían verla. La mujer les sacó la lengua mientras ellos avanzaban rápidamente por el pasillo hacia la tranquilizadora luz del día
– ¿La tenías empalmada? -le preguntó Ruth a Wim una vez estuvieron a salvo en la calle
– Sí -confesó el muchacho
Ruth se preguntó qué podía haber estimulado al chico para que tuviera una erección. ¡Y el pequeño sátiro se había corrido dos veces la noche anterior! ¿Acaso todos los hombres eran insaciables? Pero entonces pensó que a su madre debía de haberle gustado la atención amorosa de Eddie O'Hare. El concepto de "sesenta veces" cobraba un nuevo significado
– Mitad de precio por ti y por tu madre -le dijo a Wim una de las prostitutas sudamericanas que estaban en el Gordijnensteeg
Por lo menos hablaba bien el inglés, mejor que el holandés, por lo que fue Ruth quien le respondió
– No soy su madre, y sólo queremos hablar contigo, nada más que hablar
– No importa lo que hagáis, cuesta lo mismo -replicó la prostituta
Llevaba un sarong con un sujetador a juego, cuyo estampado de flores pretendía representar la vegetación del trópico. Era alta y esbelta, la piel de color café con leche, y aunque la alta frente y los pómulos muy marcados daban a su rostro un aspecto exótico, había algo demasiado prominente en su osamenta facial
Condujo a Wim y Ruth escaleras arriba, a una habitación que formaba ángulo. Las cortinas eran diáfanas y la luz del exterior prestaba a la estancia escasamente amueblada una atmósfera campesina. Incluso la cama, con cabecera de pino y un edredón, tenía todo el aire de la habitación para invitados en una casa de campo. No obstante, en el centro de la cama de matrimonio estaba la ya familiar toalla. No había bidé ni lavabo, ni tampoco lugar alguno donde uno pudiera ocultarse
A un lado de la cama había dos sillas de madera de respaldo recto, el único lugar donde dejar la ropa. La exótica prostituta se quitó el sujetador, dejándolo en el respaldo de una silla, y luego el sarong. Al sentarse en la toalla no llevaba más que unas bragas negras. Dio unas palmadas a la cama, invitándoles a sentarse a su lado
– No es necesario que te desnudes -le dijo Ruth-. Sólo queremos hablar contigo
– Lo que tú digas -replicó la mujer exótica
Ruth tomó asiento en el borde de la cama, a su lado. Wim, que era menos cauto, se dejó caer más cerca de la prostituta de lo que Ruth hubiera deseado. ¡Probablemente ya la tenía empalmada!, se dijo. En ese instante vio con claridad lo que debía ocurrir en su relato
¿Y si la escritora tuviera la sensación de que no atraía en grado suficiente al hombre, mucho más joven que ella? ¿Y si la perspectiva de hacer el amor con ella parecía dejarle casi indiferente? Lo hacía con ella, por supuesto. Y ella tenía claro que el chico sería capaz de pasarse el día y la noche haciéndolo. No obstante, siempre la dejaba con la sensación de que no se excitaba demasiado. ¿Y si esa actitud del joven le provocaba tal inseguridad acerca de su atractivo sexual que nunca se atrevía del todo a mostrar su propia excitación (a fin de no parecer una necia)? El joven personaje de la novela sería muy distinto a Wim en ese aspecto, un muchacho totalmente superior. No sería tanto un esclavo del sexo, como le habría gustado a la escritora madura…
Pero cuando contemplan juntos a la prostituta, el joven, de una manera muy lenta e intencionada, hace saber a su acompañante que está excitado de veras. Y consigue que ella, a su vez, se excite tanto que apenas pueda mantenerse quieta en el reducido espacio del ropero, donde se ocultan; ella apenas puede esperar a que el cliente de la prostituta se haya ido, y cuando éste por fin se marcha, la mujer tiene que acostarse con el joven allí mismo, sobre la cama de la puta, mientras ésta la contempla con una especie de desdén y de hastío. La prostituta podría tocar la cara de la escritora, o los pies…, o incluso los pechos. Y la escritora está tan absorta en la pasión del momento que ha de limitarse a dejar que todo suceda