– Fumo cuando me aburro -le dijo, haciendo un gesto con la mano que sostenía el cigarrillo
– Te he traído un libro… -le dijo Ruth-. Leer es algo más que puedes hacer si te aburres
Le había llevado la edición inglesa de No apto para menores. El inglés de Rooie era tan bueno que una traducción holandesa habría sido insultante. Tenía la intención de dedicarle la novela, pero aún no había escrito nada en el ejemplar, ni siquiera lo había firmado, porque ignoraba cómo se escribía el nombre de Rooie
Rooie tomó la novela, le dio la vuelta y miró atentamente la foto de Ruth que había en la contracubierta. Entonces la dejó sobre la mesa al lado de la puerta, donde estaban las llaves
– Gracias -le dijo la prostituta-. Pero aun así, tendrás que pagarme
Ruth abrió el bolso y echó un vistazo al billetero. Tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la penumbra, porque no podía leer el valor de los billetes
Rooie se había sentado ya en la toalla, en el centro de la cama. Se había olvidado de correr la cortina del escaparate, posiblemente porque suponía que no iba a acostarse con Ruth. Aquel día, su actitud práctica y flemática parecía indicar que había renunciado al juego de la seducción con respecto a Ruth, resignada a que su visitante no quisiera más que hablar con ella
– Qué guapo era ese chico que te acompañaba -comentó Rooie-. ¿Es tu novio, o tu hijo?
– Ninguna de las dos cosas -replicó Ruth-. Es demasiado mayor para ser mi hijo. Vamos, si fuese mi hijo, lo habría tenido a los catorce o los quince
– No serías la primera que tiene un bebé a esa edad -dijo Rooie. Reparó en que la cortina estaba descorrida y se levantó de la cama-. Es lo bastante joven para ser mi hijo -añadió
Estaba corriendo la cortina cuando algo o alguien que se encontraba en la Bergstraat atrajo su mirada. Sólo corrió la cortina las tres cuartas partes de la longitud de la barra
– Espera un momento… -le dijo a Ruth, antes de acercarse a la puerta y entreabrirla
Ruth aún no se había sentado en la butaca de las felaciones. Estaba de pie, en la habitación a oscuras, con una mano en el brazo de la butaca, cuando le llegó desde la calle la voz de un hombre que hablaba en inglés
– ¿Vuelvo más tarde? ¿Me espero? -preguntó el hombre a Rooie
Hablaba inglés con un acento que Ruth no lograba identificar.
– Enseguida estoy contigo -le dijo Rooie. Cerró la puerta y corrió la cortina hasta el final
– ¿Quieres que me marche? -susurró luego…
Pero Rooie, a su lado, se cubría la boca con la mano
– Es la situación perfecta, ¿no? -susurró a su vez-. Ayúdame a colocar los zapatos
Rooie se arrodilló junto al ropero y dio la vuelta a los zapatos, de modo que asomaran las puntas por debajo de la cortina. Ruth permaneció inmóvil al lado de la silla. Su vista no se había adaptado todavía a la penumbra, aún no podía ver para contar el dinero con que pagar a Rooie
– Me pagarás luego -dijo la prostituta-. Date prisa y ayúdame. Ese hombre parece nervioso, quizá sea la primera vez que hace una cosa así. No se pasará todo el día esperando
Ruth se arrodilló al lado de la prostituta. Le temblaban las manos, y dejó caer el primer zapato que cogió
– Lo haré yo -dijo Rooie, malhumorada-. Métete en el ropero. ¡Y no te muevas! Los ojos sí que puedes moverlos, pero nada más que los ojos
Rooie dispuso los zapatos a ambos lados de los pies de Ruth. Ésta podría haberla detenido, podría haber alzado la voz, pero ni siquiera movió los labios. Luego, y durante cuatro o cinco años, estuvo convencida de que no habló porque temía decepcionar a Rooie. Era como reaccionar a un desafío infantil. Un día Ruth comprendería que el temor a dar la impresión de que eres un cobarde es el peor motivo para hacer algo
Enseguida lamentó no haberse bajado la cremallera de la chaqueta, pues el reducido espacio del ropero era sofocante, pero
Rooie ya había franqueado la entrada al cliente en la pequeña habitación roja
El hombre parecía desconcertado por todos aquellos espejos. Ruth sólo tuvo un breve atisbo de su cara antes de desviar la vista a propósito. No quería ver aquel semblante, de una inexpresividad que, por alguna razón, parecía inapropiada, y prefirió concentrarse en Rooie
La prostituta se quitó el sostén, que era negro. Cuando estaba a punto de quitarse las medias, también negras, el hombre la detuvo
– No es necesario -le dijo, y Rooie pareció decepcionada, probablemente, se dijo Ruth, porque pensaba en la espectadora oculta
– Toques o mires, cuesta lo mismo -le dijo Rooie al hombre de semblante inexpresivo-. Setenta y cinco guilders
Pero el cliente parecía saber lo que costaba, pues tenía el dinero en la mano. Había llevado los billetes en el bolsillo del abrigo, y debía de haberlos sacado de la cartera antes de entrar en la habitación
– No voy a tocarte, sólo quiero mirar -le dijo
Por primera vez Ruth pensó que hablaba inglés con acento alemán. Rooie intentó palparle la entrepierna, pero el hombre le apartó la mano y no permitió que le tocara
Era calvo, de facciones suaves, con la cabeza ovoide, y en el resto de su cuerpo, más bien poco pesado, no había nada destacable, como tampoco lo había en sus ropas. Los pantalones del traje gris carbón le iban grandes, incluso tenían forma abolsada, aunque estaban bien planchados. El sobretodo negro tenía un aspecto voluminoso, como si fuese de una talla más grande que la que le correspondía. Llevaba desabrochado el botón superior de la camisa blanca y se había aflojado el nudo de la corbata.
– ¿A qué te dedicas? -le preguntó Rooie
– Sistemas de seguridad -musitó el hombre, y Ruth creyó oírle añadir "SAS", pero no estaba segura. ¿Se refería a las líneas aéreas?-. Es un buen negocio -le oyó decir Ruth-. Tiéndete de lado, por favor -pidió a Rooie
Rooie se acurrucó sobre la cama como una chiquilla, de cara al hombre. Alzó las rodillas hasta los senos y se las rodeó con los brazos, como si tuviera frío, mirando al cliente con una sonrisa coqueta
El hombre permanecía en pie, contemplándola. Había dejado un maletín que parecía pesado sobre la butaca de las felaciones, donde Ruth no podía verlo. Era un maletín de cuero algo deteriorado, el que podría usar un profesor o un maestro de escuela
Como si hiciera una reverencia a la figura acurrucada de Rooie, el hombre se arrodilló al lado de la cama, arrastrando el abrigo por la ancha alfombra. Exhaló un hondo suspiro, y fue entonces cuando Ruth percibió su jadeo. La respiración de aquel hombre se caracterizaba por un silbido, un sonido bronquial
– Endereza las piernas, por favor -le pidió a la prostituta-, y pon las manos por encima de la cabeza, como si te estirases. Imagina que te despiertas por la mañana -añadió, casi sin aliento
Rooie se enderezó, de una manera atractiva, a juicio de Ruth, pero el asmático no estaba satisfecho
– Intenta bostezar -le sugirió. Rooie fingió un bostezo-. No, un bostezo auténtico, con los ojos cerrados
– Lo siento, pero no voy a cerrar los ojos -replicó Rooie. Ruth percibió que la mujer tenía miedo, lo supo de una manera repentina, como cuando te das cuenta de que han abierto una ventana o una puerta debido a un cambio en el aire. -¿Podrías arrodillarte? -preguntó el hombre, todavía jadeante
La nueva posición pareció aliviar a Rooie. Se arrodilló sobre la toalla, en la cama, apoyando los codos y la cabeza en la almohada. Miró de reojo al hombre. El cabello se había deslizado un poco hacia delante y le cubría parcialmente el rostro, pero aún podía verle. No le quitaba los ojos de encima en ningún momento
– ¡Así! -exclamó el hombre, entusiasmado. Palmoteó dos veces y osciló de un lado a otro sobre las rodillas-. ¡Ahora sacude la cabeza! -le ordenó a Rooie-. ¡Mueve la cabellera!
En un espejo situado en el lado más alejado de la cama, Ruth tuvo, a su pesar, un segundo atisbo del rostro enrojecido del hombre. Tenía parcialmente cerrados los ojos estrábicos, como si los párpados le crecieran encima de los globos; eran como los ojos ciegos de un topo