– Yo no tengo secretos, Hannah -mintió Ruth
– Eres el mayor secreto que conozco -le dijo Hannah-. Me entero de lo que te ocurre de la misma manera que el resto del mundo. Tendré que esperar hasta que lea tu próximo libro
– Pero no escribo sobre mí, Hannah -le recordó Ruth.
– Eso es lo que tú dices
– Cuando esté embarazada, te lo diré, naturalmente -dijo Ruth, cambiando de tema-. Serás la primera en saberlo, después de Allan
Aquella noche, al acostarse, Ruth no se sintió del todo en paz consigo misma. Y, además, estaba rendida de cansancio.
– ¿Estás bien? -le preguntó Allan
– Muy bien.
– Pareces cansada.
– La verdad es que lo estoy -admitió ella
– No sé, de alguna manera pareces diferente -comentó Allan
– Bueno, me he casado contigo, Allan. Eso cambia un poco las cosas, ¿no?
A principios de 1991 Ruth quedaría embarazada, y eso también cambiaría un poco las cosas
– ¡Vaya, menuda rapidez! -observaría Hannah-. Dile a Allan, de mi parte, que no todos los hombres de su edad disparan todavía con munición real
Graham Cole Albright nació en Rutland, Vermont, el 3 de octubre de 1991, con un peso de tres kilos y medio. El nacimiento del niño coincidió con el primer aniversario de la reunificación alemana. Aunque no le gustaba nada conducir, Hannah llevó a Ruth al hospital. Había pasado con ella la última semana de su embarazo, porque Allan trabajaba en Nueva York y sólo regresaba a Vermont los fines de semana
Eran las dos de la madrugada cuando Hannah salió de la casa de Ruth en dirección al hospital de Rutland, un trayecto de unos cuarenta y cinco minutos. Hannah había telefoneado a Allan antes de salir. El bebé nació pasadas las diez de la mañana, y Allan llegó con tiempo más que suficiente para estar presente en el momento del parto
En cuanto al tocayo del bebé, Graham Greene, Allan comentó que confiaba en que su pequeño Graham nunca tuviera el conocido hábito del novelista de frecuentar burdeles. Ruth, que más de una vez se había quedado atascada cerca del final del primer volumen de La vida de Graham Greene, se sentía mucho más inquieta por otro de los hábitos de Greene, su inclinación a viajar a los lugares conflictivos del planeta en busca de experiencias de primera mano. Ruth no le deseaba semejante cosa a su pequeño Graham y ella, por su parte, tampoco volvería a buscar esa clase de experiencias. Al fin y al cabo, había sido testigo del asesinato de una prostituta a manos de su cliente, y al parecer el crimen había quedado impune
La novela que Ruth tenía entre manos se interrumpiría durante todo un año. Se trasladó con el niño a Sagaponack, lo cual significaba que Conchita Gómez sería la niñera de Graham. El traslado suponía también una mayor comodidad para Allan, quien ahora no tenía que hacer un viaje tan largo cada fin de semana. Podía tomar el autobús o el tren desde Nueva York a Bridgehampton y emplear la mitad del tiempo que requería ir en coche desde la ciudad a Vermont. Además, en el tren también podía trabajar
En Sagaponack, Allan usaba como despacho el que había sido cuarto de trabajo de Ted. Ruth decía que la habitación aún olía a tinta de calamar, o a topo de hocico estrellado en descomposición, o al revestimiento de positivos Polaroid. Aunque las fotografías habían desaparecido, Ruth afirmaba que también notaba su olor
Pero ¿qué podía oler, o percibir de cualquier otra manera, en su propio estudio, que estaba en el primer piso del granero, la pista de squash remodelada que Ruth había elegido como su lugar de trabajo? La escala y la trampilla habían sido sustituidas por un tramo de escaleras y una puerta normales. La calefacción de la pieza estaba instalada a lo largo del zócalo, y donde estuvo el punto muerto en la pared frontal de la pista de squash había ahora una ventana. Cuando la novelista tecleaba en su anticuada máquina de escribir o, como hacía más a menudo, escribía a mano en blocs de largas hojas amarillas y pautadas, nunca oía la reverberación que la pelota de squash solía producir al dar en la chapa reveladora. Y la T en la antigua pista, de la que aprendió a tomar posesión como si su vida dependiera de ello, estaba ahora cubierta por la moqueta y no podía verla
De vez en cuando le llegaba el olor de los gases de escape emitidos por los coches todavía aparcados en la planta del viejo granero, pero ese olor no la molestaba
– ¡Mira que llegas a ser rara! -le decía ¡A mí me daría miedo trabajar aquí!
Pero, por lo menos hasta que Graham fuese lo bastante mayor para acudir al jardín de infancia, la casa de Sagaponack sería adecuada tanto para Ruth como para Allan y Graham. Pasarían los veranos en Vermont, época en que los veraneantes invadían los Hamptons y en que a Allan no le importaba tanto el largo recorrido desde la ciudad y el regreso. (Había cuatro horas de viaje en coche desde Nueva York a la casa de Ruth en Vermont.) Entonces a Ruth le preocuparía que Allan recorriera una distancia tan larga de noche, pues había ciervos que cruzaban la calzada y conductores bebidos, pero estaba felizmente casada y, por primera vez, amaba el tipo de vida que llevaba
Como cualquier madre, sobre todo como cualquier madre de cierta edad, Ruth se preocupaba también por el bebé. La intensidad del amor que sentía hacia él la había tomado por sorpresa. Pero Graham era un niño sano y las inquietudes de Ruth no pasaban de ser un producto de su imaginación
De noche, por ejemplo, cuando creía que la respiración de Graham era extraña o diferente, o peor aún, cuando no le oía respirar, salía corriendo de su dormitorio e iba al cuarto del niño, el mismo que ella ocupó en su infancia. A menudo se acurrucaba en la alfombra al lado de la cuna. Guardaba en el armario de Graham una almohada y un edredón para tales ocasiones. Con frecuencia, por la mañana, Allan la encontraba tendida en el suelo de la habitación, profundamente dormida al lado del pequeño, que también dormía
Y cuando Graham dejó de dormir en la cuna y había crecido lo bastante para acostarse él solo, Ruth yacía en su dormitorio y oía las pisadas del niño que iba a su encuentro, exactamente igual que ella cruzaba el baño de niña, en dirección a la cama de su madre…, no, de su padre, con más frecuencia, excepto aquella noche memorable en que sorprendió a su madre con Eddie
La novelista pensaba que se había cerrado una etapa de su vida; todo un período había trazado un círculo completo, había un final y un comienzo. (Eddie O'Hare era el padrino de Graham, y Hannah la madrina…, una madrina más responsable y digna de confianza de lo que habría cabido esperar.)
Y aquellas noches en las que yacía acurrucada en el suelo del cuarto infantil, escuchando la respiración de su hijo, Ruth Cole se sentía agradecida por su buena suerte. El asesino de Rooie, quien oyó claramente el ruido de alguien que no quería hacer ruido, no la descubrió. Ruth pensaba a menudo en él y en la posibilidad de que tuviera el hábito de matar prostitutas. Se preguntaba si habría leído su novela, pues le vio coger el ejemplar de No apto para menores que ella había regalado a Rooie. Tal vez sólo había querido el libro para proteger entre sus páginas la foto Polaroid de Rooie
Durante aquellas noches, acurrucada en la alfombra junto a la cuna de Graham (más adelante al lado de su cama), Ruth examinaba el cuarto infantil débilmente iluminado por la luz piloto. Veía la familiar separación en la cortina de la ventana y, a través de la estrecha abertura, una franja de negrura nocturna, unas veces estrellada y otras veces, no
Normalmente, un impedimento en la respiración de Graham hacía que Ruth se levantara de la cama y examinara atentamente a su hijo dormido. Entonces miraba por la abertura de la cortina para ver si el hombre topo estaba donde en parte había esperado que estuviera: acurrucado en el saledizo, con varios de los téntaculos rosados del hocico en forma de estrella pegados al vidrio
El hombre topo nunca se encontraba allí, por supuesto, pero a veces Ruth se despertaba sobresaltada porque estaba segura de que le había oído jadear. (Sólo era Graham, que exhalaba un curioso suspiro al dormir.)