Se trataba de un ejecutivo jubilado que respondía al nombre de Paul de Vries y se había dedicado al proxenetismo con aquellas inmigrantes ilegales de Europa oriental como una especie de deporte y pasatiempo: tirarse a mujeres jóvenes, primero pagando pero luego gratis. Y al final, claro, ellas le pagarían… ¡y él se las seguiría tirando!
Un día de Navidad por la mañana (una de las escasas y recientes Navidades que Harry no se había tomado libres), el policía recorrió en bicicleta las calles cubiertas de nieve de De Wallen. Quería ver si alguna de las prostitutas estaba trabajando. Tenía la idea, similar a la de Ruth Cole, de que con la nieve recién caída en una mañana navideña incluso el barrio chino parecería inmaculado. Pero Harry había hecho algo impropio de él y todavía más sentimentaclass="underline" había comprado unos sencillos regalos para las chicas que estuvieran trabajando en sus escaparates el día de Navidad. No era nada lujoso ni caro, sólo unos bombones, un pastel de frutas y no más de media docena de adornos para el árbol navideño
Harry sabía que Vratna era religiosa, o por lo menos la chica rusa le había dicho que lo era, y para ella, por si estaba trabajando, le había comprado un regalo algo más valioso. De todos modos sólo había pagado diez guilders por él en una joyería que vendía artículos de segunda mano. Se trataba de una cruz de Lorena que, según le había dicho la vendedora, tenía mucho éxito, sobre todo entre los jóvenes de gustos poco convencionales. (La cruz tenía dos travesaños, el superior más corto que el inferior.)
Había nevado con intensidad y en De Wallen apenas se veían huellas de pisadas. Algunas huellas rodeaban el urinario -que sólo podía ser usado por un hombre a la vez-, junto a la vieja iglesia, pero en la nieve del corto callejón donde trabajaba Vratna, el Oudekennissteeg, no había ninguna huella. Harry se sintió aliviado al ver que Vratna no estaba trabajando. Su escaparate estaba a oscuras, la cortina corrida, la luz roja apagada. Se disponía a seguir adelante, con la mochila de humildes regalos navideños a la espalda, cuando observó que la puerta de acceso a la habitación de Vratna no estaba bien cerrada. Algo de nieve había penetrado en el interior y le dificultaba a Harry el cierre de la puerta
No se había propuesto mirar dentro de la habitación, pero tenía que abrir más la puerta antes de poder cerrarla. Estaba apartando con el pie la nieve acumulada en el umbral (no era el mejor tiempo para llevar zapatillas deportivas), cuando vio que la joven pendía del cable de la lámpara fijada al techo. Como la puerta de la calle estaba abierta, el viento penetraba y hacía oscilar el cadáver. Harry entró y cerró la puerta para impedir que siguiera entrando el viento cargado de nieve
Se había ahorcado aquella mañana, probablemente poco después del amanecer. Tenía veintitrés años. Llevaba puestas sus viejas ropas, las que había llevado a Occidente para su nuevo trabajo de camarera. Puesto que no estaba vestida (es decir, casi desnuda) de prostituta, al principio Harry no la reconoció. Vratna también se había puesto todas sus joyas. Habría sido superfluo que Harry le hubiera regalado otra cruz, porque llevaba media docena de cruces y casi otros tantos crucifijos colgados del cuello
Harry no tocó a la joven, ni tampoco nada de lo que había en la habitación. Se limitó a observar que, a juzgar por las marcas en la piel de la garganta, por no mencionar los desperfectos causados en el yeso del techo, no debía de haberse asfixiado enseguida, sino que se había debatido durante un rato. En el piso de encima de la habitación de Vratna vivía un músico. En otras fechas, habría oído a la chica colgada (por lo menos la caída del yeso y el supuesto chirrido de la lámpara del techo), pero el músico se marchaba cada Navidad, al igual que solía hacer Harry
Camino de la comisaría para informar del suicidio, pues ya sabía que no se trataba de un asesinato, miró atrás una sola vez. En la nieve recién caída que cubría el Oudekennissteeg, las marcas de los neumáticos de su bicicleta era la única prueba de vida en la callejuela
Frente a la vieja iglesia sólo había una mujer en activo detrás de su escaparate, una de las negras gordas de Ghana, y Harry hizo un alto y le dio todos los regalos. La mujer se puso muy contenta al recibir los bombones y el pastel de frutas, pero le dijo que los adornos navideños no le servían para nada
Durante cierto tiempo Harry conservó la cruz de Lorena. Incluso compró una cadena para colgarla, aunque la cadena le costó más que la cruz. Entonces se la dio a una mujer con la que salía por entonces, pero cometió el error de contarle toda la historia. En ese aspecto de su trato con las mujeres, siempre metía la pata. Harry había creído que la mujer aceptaría la cruz y la historia como un cumplido. Al fin y al cabo, había estado realmente encariñado de la joven rusa. Aquella cruz de Lorena tenía cierto valor sentimental para él, pero a ninguna mujer le gusta llevar un adorno de bisutería barata o que ha sido comprado para otra, y no digamos para una inmigrante ilegal, una puta rusa que se había ahorcado en su lugar de trabajo
Aquella amiga de Harry le devolvió aquel regalo que carecía por completo de valor sentimental para ella. Harry no salía con ella ni con nadie, y no imaginaba que alguna vez se sentiría inclinado a regalar su cruz de Lorena a otra mujer, si es que llegaba a haberla
Harry Hoekstra nunca había tenido escasez de novias. El problema, si así podía considerarse, era que siempre tenía una u otra novia provisional. No era un libertinonunca engañaba a las chicas y siempre se relacionaba con una a la vez. Pero tanto si le dejaban como si era él quien lo hacía, lo cierto era que no le duraban
Ahora, remoloneando ante la mesa que debía limpiar, el sargento Hoekstra, de cincuenta y siete años y decidido a retirarse en otoño (tendría entonces cincuenta y ocho), se preguntó si siempre estaría "sin compromiso". Sin duda su actitud hacia las mujeres, y de éstas hacia él, se relacionaba, por lo menos en parte, con su trabajo. Y la razón, también por lo menos parcialmente, de que hubiera optado por adelantar la jubilación estribaba en su deseo de comprobar si esa suposición era cierta
Cuando empezó a trabajar como policía callejero tenía dieciocho años. A los cincuenta y ocho tendría a sus espaldas cuarenta años de servicio. Por supuesto, al sargento Hoekstra le correspondería una pensión algo menor que si esperaba hasta los sesenta y uno, la edad normal de jubilación, pero como era un hombre soltero y sin hijos no necesitaba una pensión más sustanciosa. Además, en la familia de Harry todos los hombres habían muerto bastante jóvenes
Aunque Harry gozaba de excelente salud, le preocupaba su predisposición genética. Quería viajar, quería intentar vivir en el campo. Había leído muchos libros de viajes, pero sus viajes habían sido escasos. Y si a Harry le gustaban los libros de viajes, las novelas le gustaban todavía más
Mientras miraba su escritorio, sin el menor deseo de abrir los cajones, el sargento Hoekstra pensaba que ya era hora de leer una novela de Ruth Cole. Debían de haber transcurrido cinco años desde que leyó No apto para menores. ¿Cuánto tiempo tardaba la autora en escribir una novela?
Harry había leído todas las novelas de Ruth en inglés, una lengua que conocía muy bien. En las calles de De Walletjes, "los pequeños muros", el inglés se estaba convirtiendo cada vez más en la lengua de las prostitutas y sus clientes, un inglés incorrecto era el nuevo lenguaje de De Wallen. (Un inglés incorrecto, pensaba Harry, sería la lengua del próximo mundo.) Y como un hombre cuya próxima vida comenzaría a los cincuenta y ocho años, el sargento Hoekstra, funcionario al que le faltaba poco para jubilarse, quería que su inglés fuese correcto
Las mujeres del sargento Hoekstra solían quejarse de la inconstancia con que se afeitaba. Al principio, el que no fuera en absoluto presumido podría resultarles atractivo a las mujeres, pero éstas, al final, tomaban el descuido de sus mejillas como un signo de su indiferencia hacia ellas. Cuando el pelo que le cubría la cara empezaba a tener aspecto de barba, se afeitaba. A Harry no le gustaban las barbas. Había temporadas en que se afeitaba en días alternos, mientras que en otras sólo lo hacía una vez a la semana. En otras ocasiones se levantaba en plena noche para afeitarse, de manera que la mujer con la que estaba viera a un hombre de aspecto diferente cuando se despertara por la mañana