Una vez el transbordador atracó en el muelle, desde la atalaya de la cubierta Eddie examinó a las personas allí reunidas, un grupo en absoluto impresionante. No había ningún hombre identificable por las elegantes fotos de las sobrecubiertas. "¡Se ha olvidado de mí!", pensó Eddie, y por alguna razón la ausencia le hizo pensar con rencor en su padre: ¡para eso servía ser exoniense!
Sin embargo, desde cubierta, Eddie vio a una guapa mujer que saludaba agitando el brazo a alguno de los pasajeros que estaban a bordo, y supuso que el destinatario de su saludo debía de ser un hombre. La mujer era tan espléndida que a Eddie le costaba seguir buscando a Ted. Su mirada volvía constantemente a ella: con aquella agitación del brazo, era como si la mujer estuviera conjurando una tormenta. (Por el rabillo del ojo Eddie vio que un conductor se desviaba de la rampa al desembarcar y que el vehículo quedaba detenido en la arena pedregosa de la playa.)
Eddie fue uno de los últimos en desembarcar; llevaba la pesada bolsa de lona en una mano y la maleta más pequeña y ligera en la otra. Le asombraba ver que una mujer de belleza tan extraordinaria siguiera exactamente donde estaba cuando reparó en ella, y continuaba agitando el brazo. Se encontraba delante de él, y parecía saludarle. Eddie temió tropezar con ella. Estaba lo bastante cerca como para poder tocarla, percibía su olor, un olor exquisito, y de repente ella le tendió la mano y le tomó la maleta más pequeña y ligera
– Hola, Eddie -le dijo
Si él se moría un poco cada vez que su padre hablaba con desconocidos, ahora supo lo que significaba realmente morir: se había quedado sin aliento, no podía hablar
– Creía que no ibas a verme nunca -le dijo la hermosa mujer. Desde aquel instante, él no dejaría de verla jamás, la vería sin cesar en su mente, la vería cuando cerrase los ojos e intentara dormir. La mujer siempre estaría allí
– ¿La señora Cole? -logró susurrar.
– Llámame Marion-dijo ella
Eddie no pudo pronunciar su nombre. Cargado con la pesada bolsa, caminó tras ella en dirección al coche. ¿Qué más daba que llevara sujetador? De todos modos, él había reparado en sus pechos. Y el fino suéter de manga larga le impedía comprobar si se depilaba las axilas. ¿Qué importaba eso? El áspero vello de los sobacos de la señora Havelock, que tanto le había atraído, por no mencionar sus tetas caídas, habían retrocedido al pasado lejano. Sólo se sentía un tanto azorado porque una persona tan corriente como la señora Havelock hubiera estimulado su deseo
Cuando llegaron al coche, un Mercedes-Benz que tenía el color rojo polvoriento de un tomate sin lavar, Marion le ofreció las llaves
– Sabes conducir, ¿verdad? -le dijo. Eddie aún no podía hablar-. Conozco a los chicos de tu edad y sé que os gusta conducir siempre que tenéis oportunidad, ¿no es cierto?
– Sí, señora
– Marion -repitió ella
– Esperaba al señor Cole -le explicó Eddie.
– Llámale Ted
Ésas no eran las reglas de Exeter. En la escuela, y por extensión en su familia, puesto que la atmósfera de la escuela le había rodeado desde su infancia, era preciso tratar a todo el mundo de "señor" y "señora". Allí lo correcto era decir el señor Fulano y la señora Mengano. Aquí le pedían que dijera simplemente Ted y Marion. Era otro mundo, desde luego
Cuando se acomodó en el asiento del conductor, comprobó que el acelerador, el freno y el embrague se encontraban a la distancia perfecta, lo cual corroboraba que Marion y él tenían la misma estatura. Sin embargo, la emoción de este descubrimiento quedó moderada de inmediato por la conciencia de su gran erección: el pene, ostensiblemente enhiesto, rozaba la parte inferior del volante. Y entonces el conductor del camión de almejas pasó lentamente por su lado y, naturalmente, también se fijó en Marion
– ¡Buen trabajo si lo consigues, muchacho! -le gritó. Cuando Eddie hizo girar la llave de encendido, el Mercedes respondió con un ronroneo. Miró disimuladamente a Marion y vio que ella le estaba observando de una manera que le era tan desconocida como su coche
– No sé adónde vamos -le confesó
– Tú conduce -le dijo Marion-. Ya te daré todas las instrucciones que necesites
Una máquina masturbadora
Durante el primer mes de aquel verano, Ruth y el ayudante del escritor apenas se vieron. No se encontraban en la cocina de la casa, sobre todo porque Eddie nunca comía allí. Y aunque la niña de cuatro años y el ayudante de escritor dormían bajo el mismo techo, las horas en que uno y otra se retiraban eran muy distintas y sus dormitorios estaban a considerable distancia. Por la mañana, Ruth ya había tomado el desayuno, con su madre o con su padre, antes de que Eddie se levantara. Cuando el muchacho estaba despierto del todo, había llegado la primera de las tres niñeras de la pequeña, y Marion ya había llevado a la niñera y a Ruth a la playa. Si hacía mal tiempo, Ruth y la niñera jugaban en el cuarto de la niña, o en la sala de estar de la gran casa, que prácticamente no se usaba
Lo grande que era la casa asombró de inmediato a Eddie O'Hare. Éste había pasado parte de su infancia en un piso pequeño, en la residencia de Exeter, y luego había vivido en una de las casas destinadas a los profesores, que no era mucho mayor que el piso. Pero el hecho de que Ted y Marion estuvieran separados, que nunca durmieran en la misma casa, era una rareza de mucha mayor magnitud (y causa de especulación) para Eddie que el tamaño de la casa. También para Ruth la separación de sus padres había supuesto un cambio nuevo y misterioso. A la pequeña no le resultaba más fácil que a Eddie adaptarse a esa singularidad
Al margen de las implicaciones que tuviera la separación para Ruth y para Eddie de cara al futuro, el primer mes de aquel verano se caracterizó por la confusión. Cuando Ted se quedaba a dormir en la casa alquilada, a la mañana siguiente Eddie tenía que ir a buscarle con el coche. A Ted le gustaba estar en su cuarto de trabajo no más tarde de las diez de la mañana, por lo que a Eddie le daba tiempo de hacer un alto en el camino y pasar por la tienda de artículos generales de Sagaponack, donde había una estafeta de correos. Allí Eddie recogía el correo y compraba café y bollos para los dos. Cuando era Marion quien pasaba la noche en la casa alquilada, Eddie recogía el correo, pero desayunaba solo, pues Ted ya lo había hecho anteriormente con Ruth. Y Marion conducía su propio coche. Cuando no hacía recados, como sucedía a menudo, Eddie dedicaba gran parte de la jornada a trabajar en la casa alquilada
Este trabajo, que no era en absoluto exigente, abarcaba desde responder a algunas de las cartas que enviaban los admiradores de Ted hasta mecanografiar de nuevo versiones retocadas a mano del brevísimo relato Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. Por lo menos una vez a la semana, Ted añadía o borraba una frase. También añadía y borraba comas, sustituía puntos y comas por guiones para después volver a los puntos y comas. (Eddie opinaba que Ted estaba atravesando una crisis de puntuación.) En el mejor de los casos, escribía a máquina un nuevo y desordenado párrafo (Ted era un pésimo mecanógrafo) y al instante lo revisaba y lo dejaba lleno de confusos garabatos. En el peor de los casos, el mismo párrafo quedaba eliminado por completo a la noche siguiente
Eddie no abría ni leía el correo de Ted, y la mayor parte de las cartas que mecanografiaba eran las respuestas de Ted a los niños que le escribían. El autor respondía personalmente a las madres. Eddie nunca vio lo que las madres escribían a Ted, o lo que éste les contestaba. (Cuando Ruth oía el tecleo de su padre por la noche, sólo por la noche, lo que oía, con más frecuencia que la escritura de un nuevo libro para niños, era la de una carta dirigida a una joven madre.)