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– ¡Adiós, reloj! -exclamó el niño

Mientras el vehículo arrancaba, Ruth se despidió de Mel. -Adiós, señora Cole -dijo el botones

"¡De modo que eso es lo que soy!", pensó Ruth Cole. No se había cambiado el apellido, por supuesto, pues era demasiado famosa para ello y nunca se habría convertido en la señora Albright. Pero era una viuda que aún se sentía casada, era la señora Cole. Y se dijo que sería la señora Cole para siempre

– ¡Adiós, hotel de Mel! -gritó Graham

Se alejaron de las fuentes delante del Metropolitan, las banderas ondeantes y la marquesina verde oscuro del Stanhope, bajo la que un camarero se apresuraba a atender a la única pareja que no encontraba el día demasiado frío para sentarse a una de las mesas en la acera. Desde el punto de vista de Graham, hundido en el asiento trasero de la limusina oscura, el Stanhope se alzaba hacia el cielo, tal vez incluso llegaba al mismo cielo.

– ¡Adiós, papá! -gritó el chiquillo

Mejor que estar en París con una prostituta

Los viajes internacionales con un niño de cuatro años requieren una atención constante a nimiedades básicas que en casa se dan por sentadas. El sabor y hasta el color del zumo de naranja exigen una explicación. Un cruasán no siempre es un buen cruasán. Y el dispositivo para verter agua en el inodoro, por no mencionar exactamente cómo se limpia la taza o la clase de ruido que hace, llega a ser objeto de seria preocupación. Ruth tenía la suerte de que su hijo se había adiestrado para usar el lavabo, pero de todos modos le exasperaba la existencia de ciertas tazas en las que el niño no se atrevía a sentarse. Graham tampoco podía comprender el desfase debido al largo vuelo, pero lo sufría. Estaba estreñido y no entendía que eso era el resultado directo de su negativa a comer y beber

En Londres, como los coches estaban en el lado de la calle contrario al que era habitual para ellos, Ruth no permitía a Amanda y Graham cruzar la calle, excepto para ir al pequeño parque cercano. Aparte de esta expedición tan poco aventurera, el niño y la canguro se pasaban el día confinados en el hotel. Y Graham descubrió que las sábanas del Connaught estaban almidonadas. Quiso saber si el almidón estaba vivo, pues a él, a juzgar por el tacto, así se lo parecía

Cuando partieron de Londres rumbo a Amsterdam, Ruth deseó haber tenido en Londres la mitad de la valentía de Amanda Merton. El éxito de la enérgica muchacha había sido notable: Graham había superado el desfase horario, no estaba estreñido y ya no le asustaban los inodoros extraños, mientras que Ruth tenía motivos para dudar de que hubiera entrado de nuevo en el mundo siquiera con un vestigio de su autoridad de antaño

En el pasado había reprendido a sus entrevistadores por no molestarse en leer sus libros antes de hablar con ella, pero esta vez sufrió la indignidad en silencio. Pasarte tres o cuatro años escribiendo una novela para después perder una hora o más hablando con un periodista que no se ha molestado en leerla… ¿Había algo que revelara mayor falta de dignidad? Y Mi último novio granuja no era precisamente una novela larga

Con una docilidad totalmente impropia de ella, Ruth también había tolerado una pregunta repetida con frecuencia y muy predecible que no tenía nada que ver con su nueva novela, a saber, cómo se enfrentaba a su condición de viuda y si había algo en su experiencia real de la viudez que contradijera lo que había escrito sobre ese tema en su obra anterior

– No -respondía la señora Cole, pensando en sí misma-. Todo es tan malo como lo había imaginado

No le sorprendió a Ruth que, en Amsterdam, una pregunta "repetida con frecuencia y muy predecible" fuese la preferida entre los periodistas holandeses. Querían saber cómo había realizado la novelista su investigación en el barrio chino. ¿Se había escondido de veras en el ropero de la habitación de una prostituta y observado a ésta mientras hacía el amor con un cliente? ("No, nada de eso", respondió Ruth.) ¿Había sido holandés su "último novio granuja"? ("En absoluto", afirmó la autora. Pero incluso mientras hablaba, su mirada recorría la sala en busca de Wim, pues estaba segura de que acudiría.) ¿Y por qué, en primer lugar, una novelista considerada literaria se interesaba por las prostitutas? (Ruth respondió que personalmente no se interesaba por ellas.)

La mayoría de sus entrevistadores le dijeron que era una lástima que hubiera elegido De Wallen y no otros lugares de Amsterdam. ¿Acaso no le había llamado la atención ningún otro aspecto de la ciudad?

– No sean provincianos -respondía Ruth a quienes la interrogaban-. Mi último novio granuja no trata de Amsterdam. El personaje principal no es holandés. Tan sólo un episodio sucede aquí. Lo que le ocurre al personaje principal en Amsterdam le obliga a cambiar de vida. Lo que me interesa es la historia de su vida, sobre todo su deseo de cambiarla. Mucha gente tiene experiencias que les convencen de que deben cambiar

Como era de prever, los periodistas le preguntaban entonces: ¿qué experiencias de esa clase ha tenido usted? y ¿qué cambios ha efectuado en su vida?

– Soy novelista -les decía entonces la señora Cole-. No he escrito unas memorias, sino una novela. Por favor, háganme preguntas sobre la novela

Cuando Harry Hoekstra leía las entrevistas en los periódicos, se preguntaba por qué Ruth Cole soportaba aquella tediosa serie de trivialidades. ¿Por qué se sometía a las entrevistas? Sin duda sus libros no necesitaban tal publicidad. ¿Por qué no se quedaba en casa y empezaba otra novela? Pero Harry suponía que a la autora le gustaba viajar

Ya había asistido a una lectura de su nueva novela. También la había visto en un programa de televisión y la había observado durante una firma de libros, en la Athenaeum, donde se colocó hábilmente detrás de una estantería. Le bastó desplazar media docena de libros para observar atentamente cómo atendía Ruth Cole a sus admiradores. Sus lectores más ávidos habían formado cola y, mientras Ruth permanecía sentada ante la mesa, firmando sin cesar, Harry gozaba de una visión casi sin obstrucciones de su perfil. A través de la ventana recién creada en la estantería, Harry vio que Ruth tenía un defecto en el ojo derecho, como había supuesto al ver la foto de la contracubierta. Y, desde luego, el tamaño de sus pechos era considerable

Aunque Ruth firmó ejemplares durante más de una hora sin quejarse, tuvo lugar un solo incidente algo chocante, y Harry supuso que la novelista era mucho menos amistosa de lo que le había parecido al principio. Incluso, a cierto nivel, Ruth le pareció a Harry una de las personas más enojadizas que había visto jamás

Siempre le habían atraído las personas que contenían su ira. Como oficial de policía, había descubierto que la cólera incontenida había dejado de ser una amenaza para él. En cambio, la cólera contenida le atraía mucho, y creía que las personas que no se enojaban eran básicamente distraídas

La mujer que había causado el incidente en la cola era mayor y, al principio, no parecía haber hecho nada malo, lo cual sólo significa que no había hecho nada malo que Harry pudiera ver. Cuando le tocó el turno, puso sobre la mesa un ejemplar de la versión inglesa de Mi último novio granuja. La acompañaba un hombre tímido e igualmente entrado en años, y ambos sonreían a la autora. El problema parecía estribar en que Ruth no la reconocía

– ¿Quiere que se lo dedique a usted o a alguien de su familia? -preguntó Ruth a la anciana, cuya sonrisa se contrajo perceptiblemente

– A mí, por favor -respondió la anciana

Tenía un acento norteamericano inofensivo, pero la dulzura con que dijo "por favor" era falsa. Ruth aguardó cortésmente…, no, quizá con cierta impaciencia…, a que la mujer le dijera por fin su nombre. Siguieron mirándose, pero Ruth Cole no la reconocía

– Me llamo Muriel Reardon -dijo finalmente la anciana-. No me recuerda, ¿verdad?

– No, lo siento, no sé quién es usted