Marion detestaba llegar tarde, e invariablemente tenía en poca estima a quienes se retrasaban. Había aparcado el coche en cabeza de la hilera donde la gente esperaba al transbordador. Había otra hilera de coches más larga en el aparcamiento, donde también se encontraban quienes esperaban el transbordador para regresar a New London, pero Marion no reparó en ellos. No solía mirar a la gente cuando estaba en público, algo que sucedía muy pocas veces
Todo el mundo la miraba. No podían evitarlo. Por entonces, Marion Cole tenía treinta y nueve años, aunque aparentaba veintinueve o incluso algunos menos. Cuando se sentó en el guardabarros del coche e intentó impedir que las turbulentas ráfagas del nordeste agitaran las páginas del anuario, vestía una falda holgada, de un color beige anodino, que le ocultaba casi por completo las piernas largas y bien torneadas, pero no podría decirse que le sentara de una manera anodina, no, le sentaba perfectamente. Llevaba una camiseta de media manga demasiado grande, metida por debajo de la falda, y, sobre la camiseta, una rebeca de ese color rosa desvaído que tiene el interior de ciertas conchas marinas, un rosa más corriente en una costa tropical que en la menos exótica ribera de Long Island
La brisa arreciaba, y Marion se ciñó la rebeca sin abrochársela. La camiseta era holgada, pero la había apretado contra el cuerpo rodeándose con un brazo por debajo de los senos. Era evidente que tenía la cintura alargada, que los pechos eran grandes y colgantes, pero bien formados y de aspecto natural. En cuanto a la ondulante cabellera que le llegaba a los hombros, el sol que aparecía y se ocultaba hacía que su color cambiara desde el ámbar al rubio como la miel, y su piel ligeramente bronceada era luminosa. Casi carecía de defectos
No obstante, al mirarla más de cerca, había algo en uno de sus ojos que llamaba la atención. Tenía el rostro en forma de almendra lo mismo que los ojos, que eran de un azul oscuro, pero en el iris del ojo derecho había una mancha hexagonal de color amarillo muy brillante. Era como si una lasca de diamante o un trocito de hielo le hubiera entrado en el ojo y ahora reflejara permanentemente el sol. Bajo cierta luz, o desde ángulos impredecibles, esa mancha amarilla hacía que el ojo derecho pasara del azul al verde. No menos desconcertante era su boca perfecta. Sin embargo su sonrisa, cuando sonreía, era triste. Durante los últimos cinco años, pocas personas la habían visto sonreír
Mientras buscaba en el anuario de Exeter las fotografías más recientes de Eddie O'Hare, Marion frunció el ceño. Un año atrás, Eddie había pertenecido al Club Excursionista, pero ahora no figuraba allí. Y si el año anterior le había gustado la Sociedad juvenil de Debates, este año no era miembro de ella, ni tampoco había progresado hasta pertenecer a aquel círculo de élite formado por seis muchachos que constituían el Equipo de Debate Académico. ¿Acaso había abandonado tanto las excursiones como los debates?, se preguntó Marion. (A sus hijos tampoco les habían interesado los clubes.)
Pero entonces encontró al muchacho entre un grupo de chicos que parecían petulantes y pagados de sí mismos, mientras que él tenía un aire reservado. Eran los redactores titulares y principales colaboradores de El Péndulo, la revista literaria de Exeter. Eddie estaba en un extremo de la hilera central, como si hubiera llegado tarde para la foto y, fingiendo una elegante falta de interés, se hubiera colocado ante la cámara en el último instante. Mientras algunos de sus compañeros posaban, mostrando ex profeso sus perfiles a la cámara, Eddie miraba de frente y con fijeza. Al igual que en las fotos del anuario de 1957, su alarmante seriedad y su hermosa cara le hacían parecer mayor de lo que era
En cuanto al aspecto "literario", la camisa oscura y la corbata más oscura todavía eran los únicos elementos visibles. La camisa era de las que normalmente se llevan con corbata. (Marion recordaba que Thomas había tenido ese aspecto, al contrario que Timothy, más joven o más convencional.) Pensar en cuál sería el contenido de El Péndulo deprimía a Marion: poemas indescifrables y relatos centrados en la llegada a la mayoría de edad, penosamente autobiográficos, versiones pseudoartísticas de la socorrida redacción titulada "Lo que he hecho en mis vacaciones de verano". Marion opinaba que los chicos de esa edad deberían dedicarse exclusivamente a los deportes. (Thomas y Timothy no habían hecho otra cosa.)
De repente, el tiempo desabrido, con nubes y viento, le hizo estremecer, o tal vez sintió frío por otras razones. Cerró el anuario escolar de 1958, subió al coche y volvió a abrirlo, apoyándolo en el volante. Los hombres que repararon en Marion mientras subía al coche no pudieron evitar fijarse en sus caderas
Con respecto a los deportes, Eddie O'Hare seguía corriendo y nada más. Allí estaba, más musculoso al cabo de un año, en las fotografías de los equipos escolares de cross y marcha atlética. Marion se preguntó por qué corría. (A sus hijos les gustaba el fútbol y el hockey, y en primavera Thomas jugaba a la crosse y Timothy al tenis. Ninguno de los dos quiso practicar el deporte favorito de su padre: el único deporte de Ted era el squash.)
Si Eddie O'Hare no había pasado de la categoría cadete a la juvenil, tanto en cross como en marcha atlética, debía de ser porque no era ni muy rápido ni muy resistente. Pero al margen de la rapidez o la resistencia con que Eddie corriera, una vez más, y sin que Marion fuese siquiera consciente de ello, los hombros desnudos del muchacho llamaron su atención, y los contorneó con el dedo índice. El esmalte de uñas era de un rosa mate, a juego con el color de los labios, un rosa entreverado de plata. En el verano de 1958, tal vez Marion Cole fuese una de las mujeres más hermosas que existían
Y lo cierto era que, al recorrer la línea de los hombros desnudos de Eddie, no la movía ningún interés sexual consciente. Por aquel entonces, que su escrutinio compulsivo de jóvenes de la edad de Eddie pudiera llegar a ser sexual era tan sólo una premonición de su marido. Si Ted confiaba en su instinto sexual, Marion estaba muy insegura del suyo
Muchas esposas fieles toleran e incluso aceptan las dolorosas traiciones de un marido muy dado a galanteos. Marion, por su parte, aguantaba a Ted porque se daba cuenta de la nula importancia que sus muchas amantes tenían para él. Si hubiera tenido solamente una amante, alguien que ejerciera sobre él un hechizo perpetuo, Marion podría haber llegado al convencimiento de que debía abandonarle. Pero Ted nunca era ofensivo y, sobre todo después de la muerte de Thomas y Timothy, mostraba una constante ternura hacia ella. Al fin y al cabo, nadie salvo Ted podría haber comprendido y respetado su eterna aflicción
Pero ahora había una desigualdad horrible entre ella y Ted. Como había observado incluso Ruth, la pequeña de cuatro años, su madre estaba más triste que su padre. Marion tampoco podía confiar en que compensaría otra desigualdad, la de que, como padre, Ted era mejor para Ruth que ella como madre. ¡Y, en cambio, para sus hijos desaparecidos ella siempre había sido superior! Últimamente casi detestaba a Ted porque encajaba su dolor mejor de lo que ella podía encajar el suyo. Lo que Marion sólo podía conjeturar era que Ted quizá la detestaba por la superioridad de su tristeza
Marion creía que había sido un error tener a Ruth. En cada fase de su crecimiento, la niña era un doloroso recordatorio de las fases correspondientes de Thomas y Timothy. Los Cole nunca habían necesitado niñeras para sus hijos, y Marion les había prodigado unos cuidados maternales absolutos. En cambio, las niñeras de Ruth se habían sucedido sin cesar, pues aunque Ted demostraba una mayor disposición que Marion para cuidar de la criatura, era bastante torpe en la realización de las necesarias tareas cotidianas. Por incapaz que fuese Marion de realizarlas, por lo menos sabía en qué consistían y que alguien responsable debía encargarse de ellas
Hacia el verano de 1958, Marion se había convertido en la principal desdicha de su marido. Cinco años después de que fallecieran Thomas y Timothy, Marion creía que ella causaba a Ted más aflicción que la muerte de sus hijos. También albergaba el temor de que no siempre fuese capaz de reprimir el amor hacia su hija, y pensaba que, si se permitía amar a Ruth, no sabía qué haría si algún día le sucedía algo a la niña. Estaba segura de que no podría soportar la pérdida de otro hijo