Estaba segura de que su padre volvería. Había esperado a medias ver su coche en el sendero por la mañana. A Ted le gustaba el papel de mártir, y le encantaría darle a Ruth la impresión de que se había pasado toda la noche en el Volvo
Pero por la mañana no había ni rastro del coche. El teléfono empezó a sonar a las siete de la mañana, y Ruth siguió sin responder. Buscó el contestador automático, pero no lo encontró en el cuarto de trabajo de su padre, donde solía estar. Tal vez estaba averiado y Ted lo había llevado a reparar
Ruth se arrepintió de haber entrado en el cuarto de trabajo de su padre. Por encima del escritorio, donde ahora Ted sólo escribía cartas, y clavada con una chincheta en la pared, estaba la lista de nombres y números telefónicos de sus actuales adversarios en el squash. Scott Saunders figuraba en lo alto de la lista. A Ruth le bastó ver ese dato para decirse: "Bueno, ya estoy liada otra vez". Junto al apellido Saunders había dos números telefónicos: el de su domicilio en Nueva York y otro de Bridgehampton. Ruth marcó este último, por supuesto. Aún no eran las siete y media, y, a juzgar por el tono de voz al otro lado de la línea, le había despertado
– ¿Aún te interesa jugar a squash conmigo? -le preguntó Ruth.
– Es temprano -respondió Scott-. ¿No has vencido ya a tu padre?
– Quiero vencerte a ti primero -le dijo Ruth
– Por intentarlo que no quede -comentó el abogado-. ¿Qué te parece si vamos a cenar después del partido?
– Veamos qué tal va el juego -replicó Ruth.
– ¿A qué hora?
– La habitual…, la misma hora a la que juegas con mi padre.
– Entonces nos veremos a las cinco
Ruth dispondría del día entero para prepararse. Había ciertos lanzamientos y servicios que quería practicar antes de jugar con un zurdo. Su padre era el más zurdo de todos, y en el pasado ella nunca había podido prepararse adecuadamente para enfrentarse a él. Ahora creía que jugar contra Scott Saunders sería el calentamiento perfecto para hacerlo con su padre
Primero telefoneó a Eduardo y Conchita, pues no quería que estuvieran en la casa. Le dijo a la mujer que lo sentía, pero que no podría verla durante aquella visita, y Conchita hizo lo que siempre hacía cuando hablaba con Ruth, se echó a llorar. Ruth le prometió que iría a verla cuando regresara de Europa, aunque dudaba que entonces visitara a su padre en Sagaponack
A Eduardo le dijo que iba a pasarse el día escribiendo, por lo que no quería que él segara el césped ni podara los setos ni hiciera ninguna de las cosas que solía hacer en la piscina. Aquel día necesitaba una tranquilidad absoluta. En el caso poco probable de que al día siguiente su padre no se presentara a tiempo para llevarla al aeropuerto, ella llamaría a Eduardo. El avión con destino a Munich despegaba a primera hora de la noche del jueves, por lo que tendría que salir de Sagaponack antes de las dos o las tres de la tarde del día siguiente
Tratar de organizarlo todo, de dar a su vida la estructura de sus novelas, era muy propio de Ruth Cole. ("Siempre crees que puedes resolver cualquier contingencia", le dijo Hannah cierta vez. Ruth pensaba que podía, o que debía hacerlo.)
Lo único que debió hacer, pero no hizo, fue llamar a Allan. Dejó que el teléfono siguiera sonando y no respondió
Las dos botellas de vino blanco no le habían provocado resaca, pero le dejaron un sabor agrio en la boca, y su estómago no se alegraba ante la idea de ingerir ningún alimento sólido para desayunar. Ruth tomó unas fresas, un melocotón y un plátano, metió la fruta en la batidora junto con zumo de naranja y tres cucharadas del polvo proteínico predilecto de su padre. La bebida resultante tenía el sabor de unas gachas de avena frías y líquidas, pero le hizo sentirse como si rebotara en las paredes, que era como ella deseaba sentirse
Ruth creía dogmáticamente que en el juego de squash sólo había cuatro buenas jugadas
Por la mañana practicaría el drive paralelo y cruzado, situándose a la distancia correcta, detrás del cuadro de saque. Además, en la pared frontal del granero había un punto muerto. Estaba más o menos a la altura del muslo, algo desplazado a la izquierda desde el centro, muy por debajo de la línea de saque. El padre de Ruth había marcado furtivamente el punto con un borrón de tiza de color. Ella practicaría la puntería tomando ese punto como blanco. Podía golpear la pelota con tanta fuerza como quisiera, pero si alcanzaba ese punto, la pelota quedaba muerta y se desprendía de la pared como un golpe caído. Por la mañana practicaría también el servicio fuerte. Quería dar todos los golpes duros por la mañana. Luego se pondría hielo en el hombro, tal vez sentada en el extremo poco profundo de la piscina, tanto antes como después de prepararse una comida ligera
Por la tarde practicaría las dejadas. También tenía dos buenos golpes de esquina, uno desde la mitad de la pista y el otro cuando estaba cerca de una de las paredes laterales. No solía jugar el golpe de devolución de esquina, un golpe que consideraba un bajo porcentaje o engañoso, y no le gustaban los golpes engañosos
Era todavía temprano cuando Ruth subió la escala que llevaba al altillo que había en el granero, donde su padre aparcaba el coche en los meses invernales, y abrió la trampilla por encima de su cabeza. (Normalmente la trampilla estaba cerrada para evitar que avispas y otros insectos volaran a lo alto del establo y acabaran en la pista de squash.) En el exterior de la pista, en el altillo del granero, que en el pasado fue un henil, había una colección de raquetas, pelotas, muñequeras y protectores de los ojos. En la puerta de acceso a la pista había una fotocopia, clavada con chinchetas, del equipo de Ruth en Exeter. Procedía de las páginas de su anuario escolar de 1973. Ruth aparecía en primera fila, en el extremo derecho, con el equipo masculino. Tras fotocopiar la página, su padre la había clavado orgullosamente en la puerta
Ruth arrancó el papel y lo redujo a una bola arrugada. Entró en la pista y dedicó unos momentos a estirarse, primero los tendones de las corvas, luego las pantorrillas y, por último, el hombro derecho. Siempre empezaba colocándose ante la pared lateral izquierda de la pista. Le gustaba empezar con los reveses. Practicó las voleas y los golpes cruzados antes de dedicarse a los servicios fuertes. No hizo más que lanzar servicios fuertes durante media hora, hasta que la pelota caía cada vez donde ella quería que lo hiciera
"¡Que te jodan, Hannah!", se decía. La pelota rebotaba en la pared como si estuviera viva. "¡Vete a hacer puñetas, papá!…" La pelota volaba como una avispa, o como una abeja, sólo que mucho más veloz. Su contrincante imaginario jamás podría haber devuelto aquella pelota. Ya habría tenido bastante con apartarse de su trayectoria
Sólo se detuvo porque pensó que se le iba a caer el brazo derecho. Entonces se desvistió por completo y se sentó en el escalón más bajo de la piscina, gozando de la agradable sensación que le producía la bolsa de hielo, que se le adaptaba perfectamente al hombro derecho. La temperatura en el veranillo de San Martín era deliciosa, y el sol incidía cálidamente en su rostro. El agua fría de la piscina le cubría el cuerpo con excepción de los hombros; notaba el derecho muy frío a causa del hielo, pero al cabo de unos minutos estaría entumecido y eso sería estupendo
Lo extraordinario de golpear la pelota con tanta fuerza y durante tanto tiempo era que, cuando terminaba, nada ocupaba su mente, no pensaba en Scott Saunders o lo que ella iba a hacer después de que hubieran jugado al squash, ni en su padre y lo que era o no era posible hacer con respecto a él. Ruth ni siquiera pensaba en Allan Albright, a quien debería haber llamado. Tampoco pensó en Hannah ni una sola vez
En la piscina, bajo el sol, al principio con la gélida sensación en el hombro que acababa por adormecerse, la vida de Ruth se desvanecía a su alrededor, a la manera en que anochece o en que la noche cede paso al amanecer. Cuando sonó el teléfono una y otra vez, tampoco se preguntó quién podría ser y no respondió
Si Scott Saunders hubiera visto el entrenamiento matinal de Ruth le habría propuesto jugar al tenis o, tal vez, que se limitaran a cenar juntos. Si el padre de Ruth hubiera visto sus últimos veinte servicios, habría decidido que era mejor no volver a casa. Si Allan Albright hubiera podido imaginar hasta qué punto Ruth había prescindido del pensamiento, se habría sentido muy preocupado. Y si Hannah Grant, que seguía siendo la mejor amiga de Ruth Cole y que, por lo menos, la conocía mejor que nadie, hubiera presenciado los preparativos físicos y mentales de su amiga, habría sabido que Scott Saunders, el abogado pelirrojo, se enfrentaba a un día (y una noche) en el que debería rendir mucho más de lo previsible en un partido de squash