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En ese momento, el teléfono sonó.

– ¡Teléfono!-gritó Zach.

– ¡Yo!-gritó Andy.

Y Sam arrancó otro trozo de papel y se lo puso a Jillian en la mano con una sonrisa inocente.

Ella corrió a responder a la llamada antes de que ninguno de los pequeños tuviera ocasión de hacerlo.

– ¿Jillian? ¿Eres tú?

Jillian se sobresaltó al oír la voz de su hermana. ¿Por qué tenía que llamar cuando estaba en mitad de un absoluto desastre?

Tratando de recobrar la calma, respondió pausadamente.

– Hola, Roxy. ¿Qué tal estás? ¿Ya habéis llegado?

– Sí-le gritó su hermana como si tuviera que escucharla directamente desde Hawai-. Esto es increíble. Es precioso. No me puedo creer que esté aquí.

– Roxy, puedo oírte perfectamente, no hace falta que grites.

– ¿Cómo están los niños?-le preguntó-. ¿Va todo bien?

– Sí, muy bien-mintió Jillian-. Nos vamos organizando. No hay problema alguno.

– Déjame hablar con ellos.

Uno a uno, los pequeños fueron pasando por el teléfono y saludando a su madre.

Mientras, Jillian no dejaba de pensar en su estúpida y pretenciosa actitud de días atrás. Con que era todo cuestión de organización, ¿no? ¿Cómo se iba a organizar si apenas distinguía a los niños entre sí? Eso le dificultaba enormemente algo tan simple como poder reprenderlos.

De vuelta en el teléfono su hermana volvió a preguntarle si todo iba bien.

– No te preocupes.

– No estoy preocupada… bueno, quizás un poquito. Además, tengo la sensación de que se me ha olvidado comentarte algo.

– Tengo todo un cuaderno con tus instrucciones, me sé de memoria los números de urgencias y tengo suficientes pañales como para varios años.

– De acuerdo. Pero llámame si tienes alguna duda. Si no lo haces, yo llamaré mañana o pasado.

– Estás ahí para disfrutar en compañía de tu esposo, así que hazlo. No quiero que llames hasta dentro de tres o cuatro días.

– De acuerdo, lo intentaré.

Nada más colgar miró a los pequeños.

– Bueno, esta llamada no me ha salido tan mal.

Miró a los pequeños con espíritu resignado. Sólo era el comienzo. Todo iría mejorando según pasaran los días.

Trató de ponerles nombre a aquellos rostros idénticos. Imposible. En el instante en que les quitara la ropa de colores distintos que tan diligentemente su madre les había puesto, sería incapaz de diferenciarlos. ¡Eso sería una catástrofe! Según Roxy, confundir sus nombres podría crearles serios problemas de identidad.

Agarró un rotulador con decisión y le escribió a Zach una Z en la pierna. Luego hizo lo mismo con las respectivas iniciales de los otros dos.

Bien. Ya tenía un problema menos. Así podría identificarlos.

– ¿Quién necesita a vuestra abuela ahora? Organización. Esa es la clave.

Jillian se despertó repentinamente con la sensación de que algo no andaba bien.

Se había quedado dormida en el sofá del salón justo después de que los pequeños se acostaran. Estaba rendida.

Se incorporó y se quedó escuchando, en espera de oír a alguno de los pequeños.

Pero no fue eso lo que resonó en el silencio de la sala, sino unos pasos. Y no eran pies de niño enfundados en un pijama, sino alguien más pesado y con zapatos.

Se levantó del sofá con intención de llamar a la policía, pero sólo podía recordar el número del servicio toxicológico.

De camino hacia el teléfono se tropezó con un pequeño xilófono. Contuvo un gemido de dolor y se quedó unos segundos inmóvil, hasta que reparó en que aquello era justamente lo que necesitaba. Le serviría de arma. Agarró el juguete y volvió a encaminarse hacia el teléfono. Pero, en ese instante, los pasos se hicieron más cercanos.

Acurrucada entre las sombras, vio una negra silueta pasar. Sin pensárselo dos veces, saltó sobre el desconocido y lo golpeó con el xilófono.

Duke, el perro, miró desde su alfombra, junto a la chimenea y bostezó.

El intruso pareció tropezarse y cayó sonoramente al suelo.

Jillian aprovechó la confusión para encender la luz.

En ese instante reparó en que acababa de golpear al hombre más guapo que había visto en su vida. Tenía un rostro anguloso y bien definido, y unos brazos musculosos. La miraba completamente perplejo.

El respiró profundamente y trató de levantarse, pero ella lo amenazó con el juguete de nuevo.

– ¡Quédese inmóvil o le echo a mi perro!

El gruñó, pero no pudo contener una sonrisa.

– ¿Se refiere a Duke? Dudo que ni tan siquiera se levante-se tocó la cabeza-. ¿Con qué demonios me ha golpeado?

– Con un xilófono de juguete-dijo ella-. ¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa?

– Esta no es su casa. Conozco a los dueños. Jillian se removió inquieta.

– Pues usted tampoco lo es. Así que estaba en mi derecho de golpearlo por allanamiento.-Su nombre…

– Soy Jillian Marshall, la hermana de Roxy Hunter.

Él se tocó la cabeza.

– ¡Vaya, la famosa Jillian, la genial matemática! Sabía que odiaba a los hombres, pero no me imaginaba que se dedicara a torturarlos.

Jillian jadeó levemente. ¿Cómo se atrevía a ser tan impertinente?

– ¡No odio a los hombres! No puedo creerme que Greg le haya dicho eso. ¿Quién es usted para que se tome esas confianzas?

El extraño se sentó.

– ¿No le advirtieron que vendría?-volvió a frotarse la cabeza-. Soy Nick Callahan y le estoy haciendo una librería a los Hunter. Ellos me dejan dormir en la cabaña del jardín y, mientras, les hago de carpintero.

– ¿Cómo sé yo que no está mintiendo?

– ¿Qué quiere, que le enseñe el martillo?

– Con el carné de conducir me bastará.

Nick Callahan se sacó el carné del bolsillo del pantalón y ella lo miró con excesivo empeño, hasta que reparó en que su interés estaba más centrado en su trasero que en otra cosa. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos de mirada irónica. Sabía exactamente lo que había llamado su atención.

Él le tendió el carné y ella lo agarró con mano indecisa.

Finalmente, comprobó que se trataba de Nick Callahan, de Providence, Rhode Island. También era la única persona del mundo que estaba guapo en la foto de su carné de conducir.

– ¿Satisfecha?-preguntó él.

Ella cerró su cartera y se la lanzó sobre el pecho.

– Espere en el porche mientras llamo a mi hermana y no intente hacer nada raro.

– No se preocupe-dijo él y tras levantarse, se estiró sinuosamente, dejando que su camisa marcara los músculos de su torso.

Quince minutos después, ya había despertado a su hermana de la siesta y le había confirmado que Nick era ese «algo» que se le había olvidado decirle.

Lo buscó hasta dar con él en el estudio, donde se había puesto manos a la obra con su trabajo.

– Le había dicho que esperara fuera-refunfuñó Jillian.

– Me cansé de esperar. He entrado con «mi» llave. ¿Ya le ha confirmado Roxy que soy quien digo ser y no un maniaco asesino?

Jillian levantó la barbilla con orgullo.

– Sólo estaba protegiendo a mis sobrinos. Roxy me ha dicho que es usted amigo de Greg y que está aquí exactamente para lo que afirma estar.

– Bien-respondió él, y se quedaron un rato mirándose fijamente-. En tal caso, ¿me da su permiso para ponerme a trabajar?

Ella apartó los ojos.

– Sólo le pido que no haga mucho ruido. He tardado dos horas en lograr que los pequeños se durmieran.

– Haré lo que pueda-respondió él, regalándole una de aquellas devastadoras sonrisas momentos antes de volver a su labor.

Jillian le lanzó una heladora mirada y salió del estudio.

Aquello era lo que le faltaba. ¿Cómo se suponía que podría organizarse cuando, además de tres niños imparables, tenía que enfrentarse a la enervante presencia de Nick Callahan?