– ¡Qué horror! -dijo muy serio -. ¿Puedo hacer algo?
– ¡Sí! -gritó Gunder-. Verás, estoy esperando una visita del extranjero. De la India -explicó.
Kalle se calló. Sabía del viaje de Gunder y empezó a entender que se trataba de algo realmente importante.
– Ella llega en un avión desde Frankfurt a las seis, y espera que yo la recoja. Pero no puedo abandonar a Marie. Está en coma -jadeó.
– Entiendo.
La voz de Kalle apenas era audible.
– ¿Podrías ir a buscarla en mi lugar?
– ¿Yo? -dijo Kalle.
– ¡Tendrás que ir al aeropuerto de Gardermoen y recogerla! Tienes un taxi, podrás aparcar justo delante de la entrada principal, ¿no? Cóbrame lo que sea. Pero tendrías que salir ahora mismo para que te dé tiempo. Cuando ella salga de la sala de llegadas y no me vea, seguramente irá a información. Es de la India -repitió -. Tiene el pelo largo y lo lleva recogido en una trenza. Es un poco más joven que yo. Si no la ves, tendrán que llamarla por los altavoces. Se llama Poona Bai.
– ¿Puedes repetir el nombre? -pidió Kalle, inseguro.
Gunder se lo repitió.
Kalle se había recuperado por fin.
– ¿Quieres que la lleve a tu casa?
– No, tráela aquí. Al Hospital Central.
– Necesito el número de vuelo -dijo Kalle -. En Gardermoen aterrizan muchos aviones.
– Me lo he dejado en casa. Pero llega a las seis en punto. Procedente de Frankfurt.
Gunder notó cómo la desesperación lo vencía. Pensó en el miedo que sentiría Poona cuando no lo viera.
– Kalle -susurró -. Es mi mujer. ¿Entiendes?
– No -contestó Kalle, asustado.
– Nos casamos el cuatro de agosto. Viene para quedarse en Elvestad.
Kalle miró con los ojos abiertos como platos por el parabrisas.
– ¡Salgo ahora mismo! -gritó -. Tú quédate con tu hermana, yo me encargo de esto.
– ¡Gracias! -dijo Gunder. El alivio le salió en forma de lágrimas -. Dile a Poona que lo siento.
Kalle puso el taxi en marcha, pero no el taxímetro. Unos minutos más tarde, el Mercedes blanco tomó la carretera E6.
Gunder regresó junto a Marie. Silencio absoluto. Y pensar que no respiraba por su cuenta… Se imaginó el pulmón de su hermana como un globo muy fino, atravesado por esquirlas cortantes, desinflado y completamente plano. Habían vuelto a estirarlo para que recuperara la forma. Los rasguños se curarían solos, había dicho el médico. Eso también era raro. Miró el reloj. Cada cierto tiempo, una enfermera entraba en la habitación. Miraba sonriente a Gunder. Le dijo que debería tomarse un respiro y comer algo.
– No puedo ni pensar en comer -dijo Gunder.
– Le traeré algo de beber.
Poco a poco el sopor le fue venciendo. El sonido del respirador le daba sueño, era preciso como un reloj. Le aspiraba el aire a Marie, volvía a metérselo a presión y se lo aspiraba otra vez. Ya eran las seis menos dos minutos. Pensó: El avión de Poona está aterrizando en este momento. Espero por Dios que Kalle esté ya allí. Que la encuentre entre el gentío. Miró fijamente a su hermana. De repente se dio cuenta de que no había hecho una sola pregunta sobre el accidente. ¿Qué había pasado con el otro coche? ¿Y con los que se encontraban en él? ¿Por qué nadie había dicho nada? Un terrible pensamiento se le vino encima: ¿habría muerto alguien? ¿Marie despertaría a una pesadilla? Pensó en Karsten, que no sabía nada. ¿Estaría sentado en algún lugar lleno de cerveza espumosa, en medio de un vocerío de canciones báquicas? Poona recogerá ya pronto su equipaje, pensó, y no sabe nada de lo sucedido. Kalle la estará buscando. Podía ver con claridad la cabeza canosa del taxista estirarse entre la gente. La enfermera volvió a entrar. Gunder se armó de valor.
– ¿Qué pasó realmente? -preguntó -. ¿Contra qué chocó? ¿Contra otro coche?
– Sí -contestó la enfermera.
– ¿Cómo están ellos?
– No muy bien -contestó, evasiva.
– Tengo que saber lo que pasó -rogó Gunder encarecidamente -. Tal vez se despierte y me lo pregunte. ¡Tengo que saber lo que debo contestarle!
La enfermera lo miró muy seria.
– Él se encuentra aquí. Pero no pudimos salvarlo.
Se inclinó sobre Marie y le levantó los párpados. Gunder vio la expresión ciega en los ojos de su hermana, y tragó saliva. Un hombre había muerto, y tal vez fuera por culpa de Marie.
Entró otra enfermera. Tenía un teléfono inalámbrico en la mano. El corazón le dio un vuelco. Era Kalle.
– No la encuentro -dijo este sin aliento -. Tiene que haberse ido en otro taxi.
Gunder sintió pánico.
– ¿No la has visto?
– La he buscado por todas partes y la han llamado por los altavoces. Ha debido de pasar muy rápido por la sala de recogida de equipajes y la aduana. He preguntado en información si alguien con su nombre se había presentado y la han llamado mientras yo estaba allí esperando. Pero no ha aparecido nadie.
– ¿A qué hora llegaste al aeropuerto? -tartamudeó Gunder.
– No lo sé exactamente. Conduje lo más rápido que pude -contestó Kalle, pesaroso.
Gunder sintió lástima por Kalle, que, sin motivo alguno, se sentía culpable.
– Supongo que habrá ido a tu casa -prosiguió Kalle -. Tal vez esté sentada en la escalera. Me daré una vuelta por allí.
– Gracias -dijo Gunder.
Devolvió el teléfono. Las enfermeras se quedaron mirándolo, pero él no dijo nada. No podía hablar más. De todos modos, Marie no lo oiría. Transcurrió una eternidad y recibió el mensaje de que Poona no lo estaba esperando en su casa. Puede que no haya llegado en ese avión, pensó aturdido. Podría llamar a Lufthansa. La compañía podría confirmar si ella había subido a bordo. Volvió a salir al teléfono público y llamó al aeropuerto. Le confirmaron que así era. Poona Bay había volado con Lufthansa desde Frankfurt. El avión había tomado tierra a las dieciocho horas. Gunder cogió de nuevo el ascensor y subió a la habitación. Miró a su hermana, que yacía en la cama. Se sentía pesado e infinitamente cansado. Se levantó de mala gana, salió del cuarto y se acercó a la sala de guardia. Explicó que tenía que marcharse porque había sucedido algo, pero prometió volver. Que por favor lo llamaran si se producía algún cambio.
Lo miraron extrañadas. Claro que lo avisarían. Y Gunder se fue a casa. Iba absorto en sus pensamientos mientras conducía, y estaba ya muy cerca de casa cuando un coche que iba a una velocidad excesiva estuvo a punto de rozarlo. El otro conductor había invadido su carril casi por completo. Dio un volantazo hacia la derecha y jadeó. Por un instante se le paró el corazón. Así de rápido podían ocurrir las desgracias. «¡Sal un poco antes si tienes tanta prisa!», gruñó hacia el retrovisor. La parte trasera de un Saab blanco desapareció en la curva.
Eran las nueve y media de la noche cuando abrió la puerta y entró en su casa. Se sentó en el sillón y miró la foto en la que salía junto a Poona. Se hizo de noche. Dentro de él todo estaba revuelto. ¿Lo habría ella entendido mal? ¿Debería llamar a la policía? No se pondrían a buscarla enseguida, ¿no? ¿Y dónde buscarían? Se quedó sentado y despierto toda la noche. Cada vez que oía el ruido de un coche en la lejanía, se levantaba de golpe del sillón y descorría la cortina violentamente. Todo tiene una explicación, pensó. En cualquier momento, un taxi llegaría a la casa. Por fin Poona estaría allí con él. Miraba de reojo el teléfono. No sonaba. Eso significaba que Marie seguía inconsciente, sin saber nada de su propio estado, ni del hombre del otro coche, que había fallecido. Ni de Poona, que no llegaba.
Se pasó toda la noche sentado con la foto en la mano. Miraba ese extraño bolso amarillo que ella llevaba atado a la cintura. Nunca había visto nada parecido. Se acordaba de cómo ella le besaba la nariz y le acariciaba la cara con manos cálidas, de cómo le levantaba la camisa y metía la cabeza dentro, como para esconderla junto a su pecho. Así se quedaba escuchando con el oído contra el corazón de Gunder. Él se acercó la foto a los ojos. La cara de Poona era muy pequeña. Quedaba oculta por completo tras la punta de su dedo.