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Al día siguiente, el 21 de agosto, un coche de policía se dirigía lentamente a Elvestad por la carretera nacional. El capó blanco brillaba bajo el sol. Dos hombres miraban a través del parabrisas. A lo lejos distinguieron una aglomeración de gente.

– Allí -dijo Skarre.

Vieron un claro a la izquierda. Un prado florido rodeado de un tupido bosque. El inspector jefe, Sejer, miró de nuevo y vio que había un nutrido grupo de personas trabajando. Toda la zona había sido acordonada, y además habían hecho un camino para poder acceder al lugar. Los hombres bajaron rápidamente del coche y se internaron en la alta hierba, ya muy pisoteada. Durante mucho tiempo, pensó Sejer, ese surco permanecería abierto como una herida. Se había congregado bastante gente en la carretera. Unos niños en bicicleta, un par de coches. Y la prensa, claro. Por ahora relegada a la carretera, aunque los flashes de las cámaras lanzaban airados destellos. Sejer era de esas personas a las que se reconoce por su modo de andar. Su largo cuerpo se movía con paso lento por la hierba. Nunca había en él nada precipitado. También pensaba siempre antes de hablar. La gente que no lo conocía creía que era lento de reflejos. Otros veían su talante sereno e intuían a un hombre que rara vez hacía algo de lo que luego pudiera arrepentirse, y que aún más raramente cometía errores. Tenía el pelo cano y rapado al cero. Llevaba un jersey negro de cuello alto y una chaqueta abierta de cuero marrón. El grupo le hizo un hueco para que pudiera llegar sin problemas hasta el lugar de los hechos. Jacob Skarre iba dos pasos detrás de él. Sejer le tapaba la vista. Pero, de repente, la mujer yacía ante sus pies. Skarre tomó una cantidad insólita de aire. ¿Qué le había dicho Holthemann por teléfono?

«De una brutalidad inusual.»

Sejer creía que estaba preparado. Separó los pies y clavó la mirada en la mujer tendida sobre la hierba. Lo que vio lo dejó aturdido. Una trenza serpenteante como una culebra negra en la amarillenta hierba. Los restos de una cara destrozada hasta los huesos. No quedaba nada en su sitio. La boca era un agujero entre negro y rojizo. La nariz había sido golpeada con tanta fuerza que se había quedado pegada a la mejilla. No era capaz de descubrir los ojos en toda esa carne roja. Tuvo que desviar la mirada y vio un puño cerrado. Una sandalia dorada. Sangre abundante. Sangre que había empapado la ropa y se había extendido sobre la hierba. Se fijó en la bonita tela de seda en las partes del vestido color turquesa que se habían manchado. Y en el brillo de algunas alhajas. Iba muy arreglada. Cuando levantó la mirada, vio manchas de sangre sobre la hierba que se alejaban de la mujer, como si alguien la hubiera arrastrado hasta allí desde otra parte. Sin quererlo él, todos sus sentidos se pusieron en marcha. Notó el olor, oyó las voces, sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Miró un instante el cielo azul y bajó despacio la cabeza.

Era una mujer muy delgada. Sejer vio un pequeño pie. Tobillos finos y morenos. Pies pequeños, lisos y bonitos, desnudos dentro de las sandalias. Era imposible adivinar su edad. Cualquiera entre veinte y cuarenta, pensó. La ropa seguía en su sitio. No tenía ninguna herida en las manos.

– ¿Snorrason? -dijo por fin.

– Snorrason está en camino -contestó Karlsen.

Sejer miró a Skarre. Estaba quieto, en una extraña postura, como si se hubiera quedado rígido. Solo los rizos se le movían con el viento.

– ¿Qué tenemos por ahora?

Karlsen se acercó. Su bigote, siempre tan elegante, tenía mal aspecto. Se le había secado la boca, horrorizado.

– Encontraron el cadáver de una mujer. Nos llamaron desde esa casa de allí -dijo señalando hacia el bosque que había al otro lado de la carretera, donde Sejer vislumbró una pequeña casa. La luz de las ventanas se veía a través del follaje.

– La han golpeado con algo muy pesado y seguramente obtuso, pero no sabemos de qué se trata. No se ha encontrado nada. Hay manchas de sangre en una gran extensión, de hecho hasta aquel rincón -dijo señalando hacia el bosque – y casi hasta la carretera. Como si la hubieran arrastrado. También hay mucha sangre en esa cuesta de la izquierda. Tal vez la atacara allí, y ella pudo escapar unos instantes hasta que él de nuevo la alcanzó. Pero creemos que murió en el lugar donde se encuentra ahora.

Karlsen se tomó un respiro.

– Snorrason está en camino -volvió a decir.

– ¿Quién vive en esa casa de allí? -preguntó Sejer.

– Ole Gunwald. El tendero de Elvestad. Tiene una tienda en el centro. Hoy ha cerrado por migraña. Ya hemos hablado con él. Estuvo en casa ayer por la tarde y esta noche. Sobre las nueve oyó unos gritos débiles y más tarde un coche que aceleraba. Cuando se levantó a mirar, ya había desaparecido. Un poco más tarde volvió a oír lo mismo. Gritos débiles y la puerta de un coche que se cerraba. Además, recuerda que el perro ladró. Está atado en el patio.

Sejer miró de nuevo a la mujer tendida sobre la hierba. Esta vez la impresión fue menor, y en la masa de huesos y músculos destrozados intuyó un rostro gritando. La piel del cuello estaba casi intacta, y vio que era de color dorado. La trenza negra era tan gruesa como las muñecas y también estaba intacta. Entera y bonita. Recogida con un elástico rojo.

– ¿Y la mujer que llamó? -Sejer miró a Karlsen.

– Está esperando en uno de nuestros coches.

– ¿Cómo se encuentra?

– Relativamente bien.

Se llevó la mano a la boca, su bigote tenía ya un aspecto lamentable. Por un momento se hizo el silencio, mientras todos esperaban.

– Tenemos que abrir una línea de teléfono para recibir información -dijo Sejer con firmeza -. Ahora mismo. Y hay que poner en marcha inmediatamente una investigación puerta a puerta. También hay que hablar con toda esa gente que está en la carretera mirando, incluidos los niños. Skarre, ponte protectores en los zapatos y revisa todo el prado. Camina en círculos concéntricos. Empieza abajo, en la carretera. Que Philip y Siw vayan contigo y te sigan. Lo que a ti se te escape, lo verán ellos. Ante la duda de si debes meter algo en la bolsa o no, hazlo. No te olvides de los guantes. Colocad señales en todas partes donde veáis huellas de sangre o hierba pisada. Habrá dos hombres de guardia el resto del día y también mañana. Por ahora. Karlsen, llama a la comisaría y di que se hagan con un mapa de la zona. Grande y detallado. Si es posible, busca a lugareños que conozcan los senderos no marcados. ¡Soot! Hay un camino de carruajes que se adentra en el bosque al otro lado. Entérate de adónde conduce. ¡Abrid bien los ojos!

Todos los policías del grupo asintieron con la cabeza. Sejer se volvió de nuevo hacia el cuerpo. Luego se puso en cuclillas y lo observó detenidamente, dejando que su mirada se deslizara por lo que quedaba del rostro. Intentó guardar todo en la memoria. Procuró no respirar. La mujer vestía una prenda exótica, de color verdoso azulado. Un fino vestido de manga larga sobre un ancho pantalón de tela fina. Parecía seda. Pero lo que más le llamaba la atención era una hermosa alhaja. Un broche de plata. Le extrañó. Un broche de plata para un traje regional noruego. Un objeto tan conocido y visto, y sin embargo tan extraño en aquel exótico traje. Como la cara de la mujer estaba tan destrozada que no se podían distinguir las facciones, resultaba difícil adivinar su procedencia. Podría haber nacido y vivido en Noruega, o encontrarse allí por primera vez. Una sandalia dorada se le había salido del pie. Sejer encontró un palo en la hierba y la levantó. Había sangre bajo la suela, pero pudo leer tres letras: NDI. La ropa le hizo pensar en la India y en Pakistán. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a la comisaría. No habían recibido ninguna notificación de una mujer desaparecida. Aún no. A unos metros del cadáver había un bolso amarillo muy curioso, como de terciopelo, con forma de plátano. Tenía el cierre de cremallera y era de los que se atan a la cintura. Como por arte de magia, estaba completamente limpio. Lo atravesó con el palo, y con dos dedos abrió la cremallera. Lápiz de labios. Espejo. Pañuelos de papel. Monedas. Nada más. Ni cartera, ni papeles. Nada que pudiera decirle quién era. En una oreja llevaba un grueso aro con una bola. El otro había desaparecido, si es que llevaba dos. Las uñas de las manos estaban pintadas de rojo sangre. Llevaba dos sortijas de plata no muy valiosas. El vestido no tenía bolsillos, pero puede que encontrara alguna etiqueta. No podía tocar nada. Es simplemente la mujer muerta, pensó. Hasta que alguien llame preguntando por ella. En la radio, en la televisión y en toda la prensa solo se llama la mujer muerta.