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Cuando regresaba por el camino marcado con tiras de plástico, echó un vistazo a los tres agentes que estaban remontando el prado. Parecían niños jugando en fila india. Cada vez que Skarre se detenía y se agachaba, los otros dos también se detenían. Vislumbró la bolsa de plástico transparente de Skarre, ya tenía objetos dentro. Luego se dirigió hacia el coche patrulla. La mujer que había encontrado el cadáver lo estaba esperando. Sejer la saludó, se metió en el coche y se alejó en él unos cien metros. Abrió la ventanilla para que entrara aire fresco.

– Cuénteme cómo fue -dijo con voz firme.

La firmeza de su voz ayudó a la mujer, que asintió con la cabeza y se puso una mano sobre la boca. El temor a esas palabras que tendría que encontrar y pronunciar en alto brillaba en sus ojos.

– ¿Cuento todo desde el principio? -preguntó.

– Sí, por favor, eso estaría bien -contestó Sejer.

– Vine a buscar setas. Hay mucha rúsula por aquí, alrededor de la casa de Gunwald. A él no le importa que las coja. No tiene ganas de hacerlo él mismo. Está enfermo a menudo -explicó -. Yo llevaba una cesta en el brazo. Salí de casa un poco después de las nueve. -Se calló un instante y prosiguió -: Vine por allí -dijo señalando la carretera -. Luego seguí por la orilla del bosque hacia arriba. Todo estaba muy silencioso. Entonces vi algo negro a lo lejos, en el prado. Me inquietó un poco, pero seguí bosque adentro y empecé a coger setas. El perro de Gunwald ladró, lo hace siempre que oye a alguien. Pensé en esa cosa negra que había visto. Me incomodaba y le daba la espalda. Resulta raro ahora. Como si hubiera comprendido todo enseguida, pero me negara a creerlo. Cogí muchas setas. Por cierto, ¿dónde está mi cesta? -Perdió el hilo y miró confusa a Sejer, hasta que recapacitó y prosiguió -: No es que me importen las setas. No he querido decir eso. Es solo que me he acordado de la cesta…

– Encontraremos la cesta -dijo él en voz baja.

– También cogí bastantes níscalos. Y vi que había muchos arándanos. Pensé que vendría otro día a cogerlos. Estuve alrededor de media hora y ya iba a marcharme, pero por alguna razón no quería acercarme a aquella cosa negra que había visto en la hierba. De modo que me mantuve en la orilla.

– ¿Sí? -preguntó Sejer.

– Pero a pesar de todo fui a mirar. Parecía un gran saco de basura, de esos de plástico negro. Quería seguir, pero volví a pararme. Parecía como si parte de la basura se hubiese salido. O se me ocurrió que tal vez fuera un animal grande muerto. Retrocedí unos pasos. No sé a qué distancia me encontraba cuando vi una larga trenza. Y también el elástico del pelo. En ese instante supe de qué se trataba. -Se calló y sacudió la cabeza, como incrédula. Sejer no quiso interrumpirla -. Una goma para el pelo. Entonces eché a correr -dijo -, y no paré hasta llegar a casa de Gunwald. Empecé a dar golpes en su puerta, gritando que teníamos que llamar a la policía. Que había un cadáver en el prado. Gunwald se asustó muchísimo. Ya no es joven. Y esperé sentada en su sofá. Él sigue dentro, solo. No estamos lejos de su casa. La mujer tuvo que haber gritado, ¿no?

– Solo oyó unos gritos débiles.

– Tendría el televisor a todo volumen -dijo ella asustada.

– Tal vez. ¿Dónde vive usted?

– Cerca del centro de Elvestad.

Sejer asintió y le alcanzó el móvil.

– Tal vez quiera llamar a alguien.

– No.

– Tendrá que acompañarme a la comisaría. Puede que tardemos un rato. Pero luego la llevaremos a su casa.

– Tengo tiempo de sobra.

La miró y carraspeó discretamente.

– ¿Ha mirado en la suela de sus zapatos?

Ella clavó la mirada en él, aturdida, sin comprender. Se inclinó y se los quitó. Eran zapatillas finas de verano con suela de goma blanca.

– Están manchadas de sangre -exclamó asustada -. No lo entiendo, me mantuve a bastante distancia.

– ¿Vive gente de origen extranjero en Elvestad? -quiso saber Sejer.

– Dos familias. Una de Vietnam y otra de Corea. La familia Thuan y la familia Tee. Llevan viviendo aquí muchos años. Todo el mundo los conoce. Pero no puede ser ninguno de ellos.

– ¿No? -preguntó Sejer.

– No -contestó ella con firmeza, sacudiendo la cabeza -. No puede ser ninguno de ellos.

Volvió a mirar el prado.

– Y yo que pensaba que era un saco de basura -dijo.

Al amanecer, Gunder seguía sentado en el sillón. Se había dormido en una postura del todo incómoda. Cuando sonó el teléfono, dio un tremendo respingo, se lanzó sobre el aparato y cogió el auricular. Era Bjørnsson, su compañero de trabajo.

– ¿Te quedas a trabajar en casa hoy también?

– No -contestó con la respiración entrecortada. Tuvo que apoyarse en el escritorio. Se había levantado demasiado deprisa.

– ¿Estás enfermo? -preguntó Bjørnsson.

Gunder clavó la mirada en el reloj, aterrado al ver lo tarde que era. La cabeza le daba vueltas.

– No. Es mi hermana -dijo -. Está en el hospital. Me pasaré por allí ahora -prosiguió, aunque realmente no pensara hacerlo. Todo era caos en su cabeza, y no tenía ni idea de cómo afrontar el día -. Os mantendré informados -dijo.

Fue tambaleándose hasta el baño. Se quitó la ropa y se duchó, dejando la puerta abierta de par en par, con la esperanza de oír el teléfono si volvía a sonar. Pero no sonó. Luego llamó al hospital. No se había producido ningún cambio. Marie seguía en coma, aunque la situación era estable, dijeron. Ya nada es estable, pensó Gunder desesperado. No tenía ningunas ganas de comer, pero se hizo un café. Volvió a sentarse en el sillón a esperar. ¿Dónde habría pasado la noche Poona? ¿Por qué no llamaba? Y allí estaba él, esperando como un perro junto al teléfono. Permaneció sentado un buen rato, más adormilado que despierto. Marie podía despertar en cualquier momento, y no habría nadie sentado junto a su cama. Poona podría llamar en cualquier momento y decir: «Creo que me he perdido. ¿Puedes venir a buscarme?». Y luego su risa, tal vez un poco avergonzada, al otro lado del teléfono. Pero el tiempo transcurría y nadie llamaba. Tengo que llamar a la policía, pensó Gunder desesperado. Pero eso significaría reconocer que algo había sucedido. Encendió la radio, pero volvió al escritorio y se quedó allí, desde donde oía las miserias del mundo resumidas en la radio. Tenía el volumen bajo, pero captaba palabras sueltas, aunque reparaba en ellas. Y sin embargo, levantó la cabeza de golpe al oír el nombre de Elvestad alto y claro. Se levantó y fue a la cocina a subir el volumen del aparato: «Mujer de origen extranjero. Completamente desfigurada».

¿Aquí en Elvestad?, pensó Gunder, escandalizado. Y luego el inspector jefe. «Desconocemos la identidad de la mujer. Nadie ha comunicado su desaparición.» Gunder escuchó atentamente. ¿Qué era lo que acababan de decir?

«De origen extranjero. Completamente desfigurada.»

Se desplomó sobre la mesa y permaneció temblando hasta que sonó el teléfono. No se atrevió a cogerlo. Se quedó agarrado al borde de la mesa mientras el teléfono seguía sonando. Todo daba vueltas a su alrededor. Por fin se hizo el silencio. Intentó enderezarse. Se sentía entumecido y extraño. Volvió la cabeza y miró el teléfono. Pensó que debía llamar a Marie, como hacía siempre que pasaba algo. Pero ahora no podía. Fue a la entrada y cogió las llaves del coche. Lo más probable era que Poona se encontrara en algún hotel de la ciudad. Aparecería antes o después. Esa otra mujer, la que mencionaban en la radio, no tenía nada que ver con él. Últimamente no se hablaba sino de asesinatos y miserias. Debería escribir una nota y dejarla en la puerta, por si ella aparecía mientras él estaba fuera. Mi mujer Poona. Vio su propio rostro en el espejo y se sobresaltó. Los ojos le devolvían su propia mirada, que revelaban un profundo miedo. En ese instante el teléfono volvió a sonar. Sería ella, claro. No, pensó, llamarían del hospital. Tal vez Marie haya muerto. O quizá sea Karsten desde Hamburgo preguntando por ella, camino del aeropuerto para coger el primer avión. Era Kalle Moe. Gunder permaneció inclinado sobre el escritorio con el auricular en la mano.