Kalle Moe, propietario y conductor del taxi, no era un hombre dado al cotilleo. Pero ahora se sentía completamente abrumado. Estaba sentado en su Mercedes blanco, pensando, con un profundo surco en la frente. Unos minutos más tarde subía la escalera del bar de Einar. Dentro había más gente que de costumbre. Einar estaba dando la vuelta a dos hamburguesas para luego ponerles queso encima. Saludó a Kalle.
– Un café -le pidió.
El vapor de la taza le calentó la cara. De repente, se oyó la risa chillona de Linda, procedente de un rincón.
– Qué felicidad ser joven -dijo Kalle -. Ni siquiera la muerte les afecta. Son como el salmón gordo y liso de vivero.
Einar le acercó un plato con terrones de azúcar. Su cara alargada estaba tan hermética como siempre.
– Una historia muy fea -prosiguió Kalle, mirando de reojo a Einar.
– ¿Por qué íbamos a librarnos nosotros?
– ¿Qué quieres decir? -Kalle no lo entendió.
– Me refiero al hecho de que sucediera aquí. Esas cosas pasan ya en todas partes.
– No es lo que yo he oído. Dicen que fue realmente salvaje, inusual aquí.
– Eso dicen siempre -respondió Einar.
Kalle tomaba el café a pequeños sorbos.
– Me preocupé mucho al principio. Pensé en Tee, y en la familia Thuan.
– No es ninguno de ellos -se apresuró a decir Einar.
– Ya lo sé. Pero al principio pensé en ellos.
De nuevo la risa de Linda se oyó en todo el local.
– La Princesa Ojos Brillantes -dijo Einar lanzando una mirada resignada a la joven -. Así la llaman los chicos. Y no es precisamente un piropo.
– ¿No?
Otro silencio.
– ¿Así que no tienen ni idea de quién era?
Einar colocó las hamburguesas en sendos panecillos. Silbó al aire y un adolescente acudió corriendo.
– No he oído nada -contestó -. Pero hay periodistas por todas partes. Dicen que la línea que han abierto está que arde.
– Menos mal -dijo Kalle.
Pensó en contar lo de Gunder. Pero algo le retuvo. De todas formas, aunque no lo contara, Einar lo sabría por otros. Y quizá en una versión peor. Kalle era una persona sincera, no quería exagerar. Pero estaba deseando contarlo para que Einar dijera: «¿Estás loco? ¿Que Jomann se ha casado? ¿En la India?». Estaba a punto de hablar cuando la puerta se abrió y entraron dos hombres. Los dos llevaban una bolsa verde al hombro.
– Periodistas -dijo Einar -. ¡No hables con ellos!
Kalle se quedó algo perplejo ante la reacción de Einar. Sonó como una orden, y Kalle ni rechistó. Los dos hombres se acercaron a la barra, saludaron a Kalle y a Einar, y luego echaron un vistazo al local. Einar saludó muy comedido y tomó nota de un pedido de hamburguesas y Coca-Cola. Se puso a trabajar a toda prisa dando la espalda a Kalle, que seguía con su café. De repente, se sintió expuesto, ya sin la protección de Einar.
– Un asunto terrible -dijo uno de los hombres, mirándolo.
Kalle asintió con la cabeza, sin decir nada. Se acordó de que tenía su agenda de carreras en el bolsillo, la sacó y se puso a estudiar todos sus viajes fijos tratando de parecer muy concentrado.
– Una tragedia así tiene que ser como un terremoto en un pequeño lugar como este. ¿Cuánta gente vive aquí?
Era una pregunta sencilla. Las chicas del rincón se habían callado y observaban a los dos periodistas con curiosidad. Kalle se vio obligado a contestar.
– Unas dos mil personas -contestó, reservado y volvió a mirar su agenda.
– Pero ella no era de aquí, ¿verdad?
El otro asomó la cabeza. Einar se dio media vuelta y puso dos platos en la barra con un fuerte golpe.
– Si ni siquiera lo sabe la poli, ¿cómo quieres que lo sepamos nosotros? -dijo escuetamente.
El periodista esbozó una sonrisa forzada.
– Siempre hay alguien que sabe algo -dijo con pesar -. Y es nuestro trabajo enterarnos.
– Para eso tendrás que ir a otro sitio -dijo Einar. Aquí la gente viene a comer y a relajarse.
– Estupendos sándwiches -dijo el otro, con una inclinación de cabeza.
Los dos se miraron con las cejas fruncidas y se fueron con el rabo entre las piernas a una mesa junto a la ventana, sin apartar la vista de las dos chicas.
– Espero que no echen sus redes a Linda -dijo Einar en voz baja -. Esa chica no sabe lo que le conviene y lo que no.
Kalle no entendía ese tono malhumorado de Einar. Pero tal vez era más listo que otros y sabía cómo manejar a esas hienas de la ciudad. Cogió la cafetera para rellenar la taza.
– ¿Has oído lo de la hermana de Gunder?
Einar lo miró sin entender.
– Está en el hospital. En coma. Conectada a un respirador -explicó.
Einar frunció el ceño.
– ¿Por qué? ¿Has hablado con él?
– Sí, me llamó. Su hermana tuvo un accidente de coche.
– Ah, ¿sí? -dijo Einar vacilante -. ¿Te llamó para contártelo? Pero no sois muy amigos, ¿no?
– No -dijo Kalle lentamente -. Pero daba la casualidad de que Gunder esperaba una visita del extranjero. Y no podía ir al aeropuerto porque tenía que estar con su hermana en el hospital. Por eso me llamó. Me preguntó si podía ir a Gardermoen y recoger a… a la visita.
– Entiendo -dijo Einar.
Algo estaba sucediendo en su cabeza pelirroja. Kalle no sabía muy bien qué. Los dos periodistas los estaban vigilando. Kalle hablaba lo más bajo que podía.
– ¿Sabes que Gunder estuvo en la India?
Einar asintió con la cabeza.
– Me lo dijo su hermana. Vino a comprar tabaco.
– Pero ¿a que no sabes lo que hizo allí?
– Estaría de vacaciones, ¿no?
– En cierto modo, sí. Pero la verdad es que se casó mientras estaba allí. Con una mujer india.
Por fin Einar levantó la cabeza. Tenía los ojos abiertos como platos de asombro.
– ¿Jomann? ¿Con una mujer india?
– Sí. Por eso me llamó. Porque su mujer iba a llegar al aeropuerto. Y me envió a mí a buscarla porque él tenía que quedarse con su hermana.
Einar miraba estupefacto a Kalle, que no podía dejar de hablar.
– Me explicó en qué avión vendría y todo eso. Su nombre y el aspecto que tenía. Estaba completamente desolado por no poder ir él. Así que me fui al aeropuerto. -Kalle tragó saliva y miró a Einar -. Pero no la encontré.
– ¿No la encontraste? -preguntó Einar, confuso.
– La busqué por todas partes, pero no la encontré.
Einar lo miraba sin disimular. Un impulso hizo que Kalle se volviera. Los periodistas seguían vigilándolos. Bajó aún más la voz.
– Así que llamé a Gunder al hospital y le expliqué el problema. Pensábamos que ella habría cogido otro taxi y habría ido directamente a su casa, donde lo estaría esperando, pues tenía la dirección. Pero tampoco estaba allí.
Se hizo un largo silencio. Einar comprendió por dónde iba Kalle. Parecía atormentado.
– Luego oí en las noticias lo de la mujer asesinada en Hvitemoen. Me quedé perplejo. No hay muchas extranjeras por estos parajes. Así que lo llamé.
– ¿Qué dijo? -se apresuró a preguntar Einar.
– Estaba muy raro. Contestó con evasivas diciendo que seguro que ella llegaría. Tengo la sospecha de que es ella, ¿sabes? Que alguien la mató cuando iba a casa de Gunder. Hvitemoen no queda lejos de allí. A solo un kilómetro.
– Sí, un kilómetro más allá -dijo Einar -. Pero entonces tú sabes su nombre, ¿no?
Kalle hizo un gesto afirmativo, muy serio.
– Tienes que llamar a la policía -dijo Einar con tono decidido.
– Me da no sé qué -contestó Kalle -. Tendría que hacerlo Gunder. Pero creo que no se atreve. Hace como si nada.
– Tienes que hablar con él -dijo Einar.
– Está en el hospital -contestó Kalle.
– ¿Y su cuñado?
– En Hamburgo -respondió Kalle.
De repente, se sentía agotado.
– Puedes llamar a esa línea que han abierto sin dar tu nombre.