– No, si llamo quiero dar mi nombre. No hay nada malo en eso. Pero entonces irán corriendo a su casa.
– No lo encontrarán mientras esté en el hospital.
– Antes o después lo encontrarán. Imagínate que me equivoco.
– Ojalá te equivoques -dijo Einar.
– No sé. No lo conozco mucho. Gunder es muy reservado. No dice gran cosa. ¿No podrías llamar tú?
Einar puso los ojos en blanco.
– ¿Yo? No puedo. Tú eres quien lo ha vivido.
Kalle dejó la taza en la barra.
– No tienes más que llamar -dijo Einar -. No se va a acabar el mundo por eso.
De nuevo oyeron la estridente risa de Linda. Uno de los periodistas se había inclinado sobre la mesa de las chicas.
– Lo pensaré -dijo Kalle.
Einar encendió un cigarrillo. Miró a los periodistas, que estaban conversando acaloradamente con Linda y Karen. Luego abrió la puerta de su oficina, un pequeño cuarto en el que descansaba o se ponía con la contabilidad. Detrás de la oficina había una cámara frigorífica en la que guardaba la comida. Abrió también esa puerta. Permaneció un buen rato perplejo, mirando fijamente el interior del estrecho cuarto. Sus ojos atormentados se posaron en una gran maleta marrón.
7
Los periodistas revoloteaban como moscas con tanto entusiasmo que parecían los dueños del pueblo. Todos estaban de caza, con la boca como arma. Cada uno tenía su enfoque particular y unos titulares que no se le habían ocurrido a nadie más que a ellos. Tomaron unas fotos espectaculares en las que no se veía absolutamente nada, porque no les permitían acercarse al lugar del crimen. Y, sin embargo, se tumbaban en la hierba con la lente enterrada entre juncos y pajas, de modo que la crueldad humana apareciera en toda su incomprensibilidad en forma de lona blanca, con unas cuantas flores marchitas en primer plano. Tenían un gran talento para los gestos de sufrimiento y conocían el ansia de la gente por un momento de celebridad.
Las jóvenes estaban encantadas. «Así al menos tenemos algo que mirar», decía Karen. Linda prefería a los de uniforme, se quejaba de que los periodistas fueran tan poco aseados. Las dos habían dejado la risa floja y habían adquirido una madura expresión de espanto. Hablaban en voz baja del terrible asesinato, negando enérgicamente que el criminal pudiera ser alguien del pueblo. Al fin y al cabo, habían vivido allí toda su vida y conocían a todo el mundo.
– ¿Dónde estabais vosotras ayer sobre las nueve de la noche? -preguntó uno de los periodistas
– Yo estaba en su casa -respondió Linda, señalando a Karen.
Karen asintió con la cabeza.
– Sí, te marchaste a las nueve menos cuarto. ¿Qué pasó a las nueve? -preguntó.
– El asesinato pudo llevarse a cabo sobre las nueve -respondió el periodista.
– Un tendero que vive muy cerca del lugar del crimen ha declarado que oyó unos gritos débiles y el ruido de un coche. Justo durante las noticias de la televisión.
Linda se calló. Era obvio que estaba buscando algo entre el tropel de pensamientos que bullía en su cabeza. Se acordó de aquello de lo que acababan de reírse. Cuando se marchó en su bicicleta de casa de Karen pasó por delante del prado de Hvitemoen. Volvió allí con el pensamiento. Iba en su bici deprisa, en silencio. Vio un coche aparcado en el arcén y tuvo que esquivarlo. Luego miró un instante hacia el prado y descubrió a dos personas. Una iba corriendo detrás de la otra, como en un juego mareante. Eran un hombre y una mujer. Él la alcanzó y la tumbó en la hierba. Vio brazos y piernas agitarse violentamente y de repente se quedó perpleja porque cayó en la cuenta de lo que estaba viendo. Dos personas que sencillamente iban a echar un polvo. A la luz del día, en la naturaleza del Señor, mientras ella pasaba por allí en bici, pudiendo contemplarlo todo. Sintió vergüenza y excitación por lo que estaba viendo, y a la vez se puso furiosa por ser virgen. Un temor a morirse virgen y solterona la preocupaba desde hacía tiempo, motivo por el cual se esforzaba por mostrarse voluntariosa y dispuesta a lo que fuera. ¡Pero aquellas dos personas…! Linda pensaba. Los periodistas esperaban. De repente se le ocurrió algo inquietante. ¿Y si aquellas dos personas no estaban jugando? ¿Y si él la perseguía realmente y lo que vio no era un juego, sino el mismo crimen? Pero no tenía pinta de ser un crimen. El hombre corría tras la mujer. La mujer se cayó. Brazos y piernas. Linda sintió de repente náuseas y se bebió de un trago el refresco.
– ¿Pasaste por Hvitemoen en bicicleta? -preguntó el periodista -. ¿Sobre las nueve de la noche?
– Sí -contestó Linda.
Karen descubrió un cambio en la actitud de su amiga y pudo apreciar la gravedad del asunto, pues la conocía muy bien.
– Es horrible pensarlo. Tal vez ocurrió justo después.
– ¿Y no viste nada? ¿Ni en la carretera ni en los alrededores?
Linda pensó en el coche rojo. Negó con la cabeza, firmemente.
– Ni un alma -dijo.
– Si luego te acuerdas de algo, deberías llamar a la policía -dijo el periodista.
Linda se encogió de hombros; se le habían quitado las ganas de hablar. Los dos hombres se levantaron y se colgaron las cámaras al hombro. Miraron de reojo a Einar, que seguía en la barra. Karen se inclinó sobre la mesa.
– ¿Y si eran ellos? -dijo con voz temblorosa.
– Pero los que yo vi estaban haciendo una cosa bien distinta -objetó Linda.
– Sí, pero quizá tuvieron relaciones sexuales primero y luego él la mató. Es algo bastante corriente, ¿no?
Linda tenía algo trascendental en qué pensar.
– Creo que deberías llamar -dijo Karen decidida.
– ¡Apenas vi nada!
– ¿Y si vuelves a pensar en ello? Quizá vayas acordándote de cosas poco a poco.
– Había un coche en la carretera.
– ¡Ah! -exclamó Karen -. Están muy interesados en los coches. En cualquier tipo de vehículo que se encontrara en las proximidades. Van a estudiar todos los movimientos en el lugar. ¿Qué clase de coche era?
– Uno rojo.
– ¿No recuerdas nada más?
– Estaba concentrada en no chocar con él -contestó Linda.
– ¿Qué viste entonces? ¿Qué pinta tenían?
– No lo recuerdo. Un hombre y una mujer.
– ¿Eran rubios o morenos? ¿Gordos o flacos? Cosas de ese tipo.
– No lo sé -contestó Linda.
Permanecieron calladas unos instantes. Einar trajinaba en la barra.
– ¿Y el coche? Piensa. ¿Viejo o nuevo? ¿Pequeño o grande?
– No muy grande. Bastante bien de pintura. Rojo.
– ¿Eso es todo lo que puedes decir?
– Sí. Pero si veo uno igual, seguro que lo reconoceré.
– Creo que debes llamar -insistió Karen -. Habla con tu madre, ella te ayudará.
Linda puso mala cara solo con pensarlo.
– Podríamos llamar juntas. Imagínate que digo alguna tontería. ¿Tendré que dar mi nombre?
– No lo sé. Pero no vas a decir ninguna tontería. Se limitarán a tomar nota de lo que digas y lo cotejarán con los datos que tengan. Si otras personas han visto un coche rojo, se pondrán a buscar un coche rojo, ¿sabes? O algo así.
A Linda seguía atormentándole la duda, se sentía dividida entre el deseo de haber visto realmente algo y el temor a estar engañándose a sí misma. Y sin embargo… Resultaba tentador. «La policía tiene una importante testigo en el caso de Hvitemoen que asegura haber visto un coche y ha ofrecido una descripción aproximada de dos personas que se encontraban en el lugar de los hechos.»
¿Qué aspecto tenían realmente? Se acordaba de algo azul, tal vez azul oscuro, y de algo blanco. El hombre llevaba una camisa blanca. La mujer iba vestida de oscuro. Linda quería ir a su casa y escuchar las noticias.
– Tengo que pensármelo -dijo.
Karen asintió con la cabeza.
– Antes de llamar, debes anotarlo todo, así sabrás lo que vas a decir. Te harán muchas preguntas. De dónde venías, adónde ibas y qué fue lo que viste. Qué hora era.