– Sí -respondió Linda -. Lo apuntaré.
Apuraron los vasos y dijeron adiós a Einar. La mirada del hombre estaba ausente.
Gunder soltó la mano de Marie. Se quedó dormido con la barbilla apoyada en el pecho. Soñó con Poona. Con su sonrisa y sus grandes dientes blancos. Soñó con Marie cuando era pequeña, bastante más regordeta que ahora. Mientras dormía, se abrió la puerta, y dos enfermeras entraron empujando una cama. Gunder se despertó y parpadeó desconcertado.
– Creo que debería acostarse -dijo la enfermera Ragnhild con una sonrisa -. Tenga, un par de sándwiches. Y café, si quiere.
Gunder se levantó de un salto. Miró la cama y la bandeja. La enfermera malhumorada, la morena, ni lo miraba. Echaron un vistazo al gotero y limpiaron el tubo. ¿Acostarse? Se pasó una mano por la frente y notó el cansancio como una pesa de plomo en la cabeza. ¿Y si Karsten llegaba mientras él dormía? Incluso podría roncar. Se imaginó a su cuñado, con el rostro pálido de preocupación tras el largo viaje desde Hamburgo. Se imaginó a sí mismo roncando en la cama o con la boca llena de sándwich. Miró de nuevo la comida que le habían llevado. Pan con foie-gras, jamón york, pepinillos en vinagre y un vaso de leche. Un poco de café no le vendría mal.
– Creo que debería acostarse -repitió Ragnhild.
– No -respondió Gunder escandalizado -. Tengo que mantenerme despierto por si ocurre algo.
– Su cuñado aún tardará en llegar. Podemos despertarlo dentro de una hora, si quiere. Y tiene que comer algo.
Gunder miró fijamente la cama limpia.
– No ayudará a su hermana si se agota por completo -dijo la enfermera con dulzura.
La morena no dijo nada. Abrió la ventana haciendo ruido con los ganchos. Sus movimientos eran rudos y decididos. Gunder pensó en la posibilidad de quedarse dormido y de que luego lo despertara esa bruja.
– Haga usted lo que quiera, pero sepa que nosotras también estamos aquí.
– Está bien -dijo Gunder.
Y se marcharon. Gunder miró la comida. Era pan integral. Se levantó, cogió la bandeja y se la puso sobre las rodillas. Comió despacio. Todo le sabía muy bien, y eso le sorprendió. Luego le entró sueño. Se bebió dos tazas de café muy deprisa y notó cómo la garganta le quemaba por dentro. El café era bueno. El respirador seguía trabajando. Las manos de Marie se veían amarillentas sobre la sábana blanca. Colocó la bandeja en una mesa que había junto a la ventana, y se sentó un instante en el borde de la cama. Tal vez Poona hubiera llegado ya. Tal vez estuviera en casa, esperándolo. La puerta no está cerrada con llave, pensó. Le resultaba curioso que hubiera hecho algo tan insólito como dejar la casa abierta. Se frotó enérgicamente los ojos. Se quitó los zapatos y vio el edredón con su funda blanca y bien planchada. Voy a estirar el cuerpo un momento, pensó. Se sentía entumecido y dolorido después de tantas horas sentado en la silla. Se tumbó y cerró los ojos. Al instante estaba en otro lugar.
Se despertó sobresaltado. Karsten estaba en la habitación, mirándolo. Gunder se levantó de la cama tan deprisa que se mareó y tuvo que recostarse de nuevo.
– No ha sido mi intención asustarte. -Su cuñado parecía cansado -. Llevo un rato aquí sentado. Me lo han contado todo. Estarás agotado.
Gunder se levantó por segunda vez, ahora con mucho cuidado.
– No, ayer pasé la noche en casa -dijo -. Dormí en un sillón. Ahora debo de haberme quedado dormido un rato -añadió desconcertado.
– Llevas mucho tiempo durmiendo. -Karsten movía las manos sin saber qué hacer con ellas -. Vete a casa, Gunder. Yo me quedaré esta noche.
Se miraron. Karsten parecía mayor que de costumbre cuando se sentó en el sillón junto a la cama.
– No sé cómo va a acabar todo esto -murmuró -. Imagínate, tiene la cabeza destrozada. ¿Qué será de nosotros?
– Todavía no saben nada -contestó Gunder.
– Pero imagínate que se queda en cama para siempre.
Se tapó la cara con las manos.
– Creen que se despertará -señaló Gunder.
– ¿Eso han dicho?
– Sí.
Karsten contempló al hermano de su mujer sin decir nada. En el suelo estaban su maleta y una cartera.
– Estábamos de excursión en un barco -murmuró -. Tenía el móvil apagado.
– Comprendo -dijo Gunder-. No te atormentes por eso.
Se sentía mejor ahora que había dormido y su cuñado había llegado. Al despejarse, volvió el recuerdo de Poona y de la mujer muerta en Hvitemoen.
– ¿Y tú? Has estado en la India, ¿no? -preguntó Karsten-. Y hasta tienes mujer. Habrá llegado ya, ¿no?
Su voz sonaba algo incómoda.
– ¿Has oído las noticias? -preguntó Gunder.
Su cuñado negó con la cabeza.
– Ha habido un asesinato en Hvitemoen. Una mujer extranjera. No saben quién es.
El cuñado se quedó desconcertado ante la extraña digresión de Gunder. En ese mismo instante, Gunder se desplomó y apoyó la cabeza en las manos.
– Tengo que contarte algo.
– ¿Sí? -dijo Karsten.
Justo en ese momento se abrió la puerta y entró, decidida, la enfermera malhumorada.
– Puede esperar.
Se levantó bruscamente y se abrochó la chaqueta.
– Vete a casa y descansa -dijo Karsten.
Detuvo el coche en la entrada del jardín y permaneció sentado al volante, mirando a través del parabrisas. Sin entender por qué lo hacía, siguió hacia Hvitemoen. Quería pasar despacio por allí y ver el sitio del que todo el mundo hablaba. Sabía muy bien dónde estaba. Enfrente del prado había un camino de carruajes que conducía a un pequeño lago. Lo llamaban Norevann. De niño se había bañado en él con Marie. Mejor dicho, ella se había bañado. Él se quedaba en la orilla chapoteando. Nunca había aprendido a nadar. Eso no lo sabe Poona, pensó de repente, algo avergonzado. Ya cerca del lugar, empezó a mirar hacia la izquierda con el fin de no pasarse de largo. Al salir de la curva vio dos coches de policía. Se detuvo y se quedó observándolos. Dos agentes estaban en la linde del bosque sin hacer nada. Había tiras de plástico rojo y blanco por todas partes. Perplejo, dio marcha atrás rápidamente, de tal manera que el coche quedó oculto entre los árboles. No sabía que su Volvo rojo ya había sido observado. Permaneció sentado, sin moverse, pensando. Si lo que había pasado en ese prado hubiera tenido algo que ver con Poona, él lo habría notado, ¿no? Se metió la mano en el bolsillo interior y sacó el certificado de matrimonio que siempre llevaba junto al corazón. Leyó las escuetas frases y los nombres una y otra vez. «Miss Poona Bai, born on the 1st of June 1962, and Mr. Gunder Jomann, born on the 10th of October 1949.» Era un papel bonito. Color champán, con una orla. Arriba llevaba el emblema de la oficina del juzgado. La misma prueba, y a pesar de ella nadie lo creería. Suspiró hondamente y sintió como si se encogiera un poco. Un ruido repentino lo asustó y dio un respingo. Un policía estaba dando golpes en la ventanilla del coche. La cara de Gunder reflejó espanto. Dobló el papel.
– Policía -dijo el hombre.
No hacía falta que se presentara, pensó Gunder, en un repentino ataque de irritación, pues el hombre llevaba uniforme.
– ¿Todo bien?
Gunder lo miró desconcertado. Nada iba bien.
Pero comprendió que no era tan extraño que aquel hombre le preguntara. Se sentía sucio y con la ropa arrugada tras haber pasado varias horas en la cama del hospital. Estaba agotado y sin afeitar. Había parado el coche en el arcén y estaba allí sentado sin moverse, como un tonto.
– Quería descansar un poco. Vivo muy cerca de aquí -se apresuró a decir.
– Por favor, enséñeme su carnet de conducir y el permiso de circulación -dijo el agente.
Gunder lo miró, confuso. ¿Por qué? ¿Acaso pensaba que había bebido? A lo mejor lo parecía. Pero podía soplar todo lo que quisieran, no había bebido alcohol desde que estuvo en Mumbai. Encontró el permiso de circulación en la guantera y sacó la cartera. El agente no le quitaba ojo. El sonido de un walkie-talkie lo interrumpió. Se volvió y murmuró algo que Gunder no captó. Luego hizo una anotación en su libreta. Se colocó el aparato en el cinturón y estudió el carnet de conducir de Gunder.