– Gunder Jomann, nacido en el cuarenta y nueve.
– Así es -contestó Gunder.
– ¿Vive usted por aquí cerca?
– A un kilómetro en dirección al centro.
– ¿Adónde se dirige?
– Bueno, voy a mi casa.
– Pues va en dirección contraria -observó el agente sin quitarle ojo.
– Lo sé -dijo Gunder tartamudeando -. Sentía curiosidad -añadió -. Por lo que ha ocurrido.
– ¿A qué se refiere? -preguntó el agente.
Gunder se sintió abatido por completo. ¿Estaba haciéndose el tonto aquel policía?
– A lo de la mujer extranjera. Lo oí en las noticias.
– Toda la zona está acordonada -le informó el agente.
– Ya lo sé. Me voy ya para casa.
El policía le devolvió los papeles y Gunder se dispuso a arrancar. El agente se inclinó sobre la ventanilla, como queriendo husmear dentro del coche. Gunder se puso rígido.
– Sé que tengo aspecto de cansado -se apresuró a decir -. Es que mi hermana está en coma en el hospital. He estado con ella. Tuvo un accidente de coche -dijo en voz baja.
– Entiendo -respondió el agente -. Debería usted irse a casa a descansar.
Gunder permaneció allí unos instantes, viendo cómo la negra espalda del policía desaparecía. Luego avanzó unos diez metros con el coche, dio marcha atrás y se encaminó a su casa. El agente lo siguió con la mirada mientras hablaba por el walkie-talkie.
– Se comportaba de un modo extraño. Parecía asustado. He apuntado sus datos personales, por si acaso.
La casa estaba vacía. Ninguna maleta en la entrada, ni rastro de Poona en el salón. Las habitaciones estaban a oscuras; Gunder se había marchado de día, sin dejar ninguna luz encendida. Permaneció un buen rato en el sillón con la mirada perdida. El episodio de Hvitemoen le preocupaba. Tenía la sensación de haber hecho una estupidez. El agente se había comportado de un modo extraño. A nadie le importaba si él daba una vuelta en coche, ni tampoco si se paraba a descansar un poco. Gunder se sentía aturdido. Quizá lo de Poona y todo lo que había vivido en la India había sido un sueño, algo que él se había inventado mientras estaba sentado en el Tandels Tandoori. ¿Quién va a un país lejano a coger una mujer, como quien coge fruta en otoño? Tiene que ser ese libro, pensó, Todos los pueblos del mundo, que me ha metido ideas raras en la cabeza. Vio el lomo rojo en la estantería. Se obligó a sí mismo a levantarse y encender las luces. Puso la tele. Al cabo de media hora empezarían las noticias. Pero al mismo tiempo tenía miedo, no quería saber nada más. ¡De todas formas tendría que saberlo! No, no, de repente podrían decir algo que dejaría a Poona fuera de todo aquello. La mujer muerta, que resulta ser china… O… del norte de África. La mujer muerta, de unos veinte años… la mujer muerta, aún sin identificar, tenía un extraño tatuaje que le cubría toda la espalda. Su imaginación se desbordó. Fuera, todo estaba en silencio.
8
El rostro bien perfilado de Konrad Sejer estaba siempre serio. Muy poca gente lo había visto reírse abiertamente, y aún menos lo había visto furioso. Sin embargo, su expresión era tensa, sus ojos grises permanecían alertas, lo que denotaba seriedad, interés y ardor. Mantenía a sus colegas a distancia, con la excepción de Jacob Skarre. Sejer le llevaba veinte años, y sin embargo a menudo se les veía a los dos inmersos en profundas conversaciones. Skarre con una gominola en la boca; Sejer chupando una pastilla Fisherman’s Friend. Además, Skarre era el único en la comisaría que lograba llevarse al inspector jefe a tomar una cerveza después del trabajo. Algunos opinaban que Sejer era huraño y arrogante. Skarre sabía que era tímido. En presencia de otros, Sejer llamaba siempre a su colega por su apellido, Skarre. Únicamente cuando estaban solos lo llamaba Jacob.
Sejer se detuvo junto a una fuente. Se agachó sobre el chorro y sorbió el agua fría. Sentía cierta inquietud. Podría ser que el hombre que estaba buscando fuera un tipo agradable. Con los mismos deseos y sueños que él mismo tenía. Había sido niño. Alguien lo había querido mucho. Estaba atado a alguna otra persona con obligaciones y responsabilidad, y a un lugar en la sociedad que pronto perdería. Sejer prosiguió su camino. No pensaba mucho en él mismo ni en sus propios asuntos. Pero muy dentro de su correcta figura se escondía una gran curiosidad por los seres humanos, por saber quiénes eran y por qué actuaban del modo en que lo hacían. Si alguna vez capturaba al culpable y entendía que realmente se había visto presionado a hacer lo que había hecho, era capaz de cerrar el caso y archivarlo. Esta vez no lo sabía. La mujer no solo había sido asesinada, la habían destrozado a golpes. Robarle a alguien la vida era en sí muy dramático. Destrozar luego el cuerpo era una salvajada. Sejer albergaba pensamientos contradictorios sobre el concepto de criminalidad. En especial, le interesaba todo lo que aún no se sabía.
Había una mujer en su vida: la psiquiatra Sara Struel. Ella entraba y salía de la casa de Sejer cuando le apetecía, puesto que tenía su propia llave. Él siempre notaba una pequeña emoción cuando alcanzaba el último escalón después de haber subido los trece pisos del edificio. Por la estrecha rendija entre la puerta y el marco podía saber si ella estaba dentro. Además, tenía a su perro Kollberg. Era su único capricho. Por las noches, de vez en cuando, el enorme animal se metía en su cama. Entonces, Sejer se hacía el dormido, fingiendo no darse cuenta. Pero Kollberg pesaba setenta kilos y el colchón cedía ruidosamente cuando se acomodaba a los pies de la cama.
Atravesó el pasillo que conducía a la sala de guardia. Entró y saludó brevemente a Skarre y a Soot, que estaban sentados junto al teléfono de la línea abierta al público.
– ¿Sabemos ya quién es ella?
– No.
Miró el reloj.
– ¿Quién está llamando?
– En su mayoría gente ávida de notoriedad.
– Siempre es así. ¿Algo de interés?
– Observaciones de coches. Dos personas vieron un coche rojo en dirección a Hvitemoen. Una persona vio un taxi negro que se dirigía a gran velocidad a la ciudad. No hay apenas tráfico en ese trayecto, excepto entre las cuatro y las seis. Algunas quejas sobre los periodistas. Y por lo demás, ¿hay alguna novedad?
– Se están escribiendo los informes de la investigación puerta a puerta. Se han enviado todas las pruebas al laboratorio -contestó Sejer -. Han prometido darnos prioridad. Cuarenta personas están trabajando en el caso. El culpable no escapará.
Estudió la lista de las llamadas recibidas. Casi todos los números empezaban por las mismas cuatro cifras, lo que significaba que la mayoría procedía de Elvestad o sus alrededores. Justo en ese momento, el teléfono sonó. Skarre pulsó el botón de los altavoces y se oyó una voz:
– Llamo de Elvestad. Mi nombre es Kalle Moe. ¿Estoy hablando con la policía?
– Así es.
– Es por el caso de Hvitemoen.
– Lo escucho.
– Se trata de un amigo mío. O mejor dicho, de un conocido mío. Es una persona excelente, y por eso he estado dudando mucho de si llamar o no. No quiero crearle problemas.
– Sin embargo, nos ha llamado. ¿Puede ayudarnos?
Sejer estudió la voz del hombre. Pertenecía a una persona entrada en años, y sonaba muy nerviosa.
– Tal vez. Bueno, ese conocido mío vive solo, y así ha sido siempre. Hace algún tiempo se fue de vacaciones. A la India.
La palabra «India» despertó la atención de Sejer.
– Ah, ¿sí?