Primero tendría que buscar una agencia de viajes. Podía elegir entre cuatro. Una estaba en el centro comercial y solo tenía un mostrador donde había que hojear los catálogos de pie. Sin embargo, Gunder quería hacerlo sentado. Se trataba de una decisión importante, no de algo que pudiera decidirse de pie y a toda prisa. Tenía que ir a la ciudad; allí había tres agencias. Consultó la guía telefónica. Luego se acordó de que, en una ocasión, Marie le había dejado un catálogo de vacaciones para tentarlo. Ay, esta Marie, pensó, y buscó la letra I en el índice: Ialyssos, Ibiza, Irlanda. ¿No tenían paquetes de vacaciones para la India? Encontró Bali en el archipiélago indonesio, pero descartó la idea. Tendría que ser la India o nada. Llamaría directamente al aeropuerto y reservaría un billete. Ya se las apañaría, siempre lo había hecho, y en las grandes ciudades la gente estaba acostumbrada a los turistas. Pero ahora era de noche y demasiado tarde para llamar. Volvió a abrir Todos los pueblos del mundo, y se quedó contemplando la belleza india un buen rato. ¿Cómo era posible que una mujer pudiera ser tan maravillosamente bella, tan tersa y delicada? Con una delgada mano se sujetaba el chal bajo la barbilla. Llevaba varias pulseras. Tenía el iris casi negro, con un destello de luz, tal vez del sol, y miraba fijamente los ojos de deseo de Gunder. Eran grandes y azules, y en ese momento él los cerró. Ella lo acompañó hasta el sueño. Gunder se durmió en el sillón y se fue volando con la belleza dorada. La mujer no pesaba nada. Su traje de color rojo sangre se agitaba suavemente, rozando la cara de Gunder.
Llamaría desde el trabajo a la hora de la comida. Se metería en ese despacho vacío que casi nunca se usaba y se había convertido en almacén. Amontonadas contra las paredes había cajas con carpetas y papeles. Un alegre cartel pegado en la pared mostraba a un hombre bronceado sentado en un tractor en medio de un campo cultivado. Era un campo tan grande que desaparecía como el mar en un horizonte azulado. «Sin el agricultor, Noruega se detiene», ponía en el cartel. Gunder marcó el número. «Si desea viajar al extranjero, pulse dos», dijo la voz de la cinta. Pulsó dos y esperó. Entonces se oyó otra voz: «Es usted el número diecinueve. Por favor, espere». El mensaje se repetía cada cierto tiempo. Mientras, Gunder hacía garabatos en el bloc que tenía al lado. Intentó dibujar un dragón de la India. Por la ventana vio llegar un coche. «Es usted el número dieciséis, el número diez, el número ocho.» Tenía la sensación de estar acercándose vertiginosamente hacia algo decisivo. El corazón le latía más deprisa y se esforzó aún más en el desgarbado dragón. Entonces vio al agricultor Svarstad salir del gran Ford. Era un cliente habitual y preguntaba siempre por Gunder; además, no le gustaba nada tener que esperar. La situación empezaba a ser apremiante. Comenzó a sonar un música a través del auricular y una voz le comunicó que enseguida sería atendido por uno de los agentes. En ese instante, Bjørnsson entró con gran estrépito en el despacho. Era uno de los vendedores jóvenes.
– Svarstad te está buscando -dijo – ¿Qué haces aquí? -añadió con un tono interrogativo en la voz.
– Iré enseguida. Dale conversación mientras tanto. Hace muy buen tiempo -. Y se puso a escuchar por el auricular. Oyó una voz de mujer.
– Me mandará a tomar por el culo, el muy cabrón -dijo Bjørnsson.
Gunder le hizo un gesto negativo con la mano. El otro entendió por fin la indirecta y desapareció. Desde la ventana podía apreciarse la cara de pocos amigos de Svarstad. Echó un rápido vistazo al reloj, lo que reveló que no tenía mucho tiempo, y no le gustaba en absoluto que no lo atendieran inmediatamente.
– El caso es -dijo Gunder- que quiero ir a Bombay. A la India. Dentro de dos semanas.
– ¿Desde el aeropuerto de Gardermoen? -preguntó la voz.
– Sí, el viernes, dentro de dos semanas.
La oía teclear a gran velocidad, asombrado de lo rápido que lo hacía.
– Entonces tendrá que coger un avión hasta Frankfurt a las diez y quince de la mañana -dijo la mujer -. Y desde Frankfurt, otro avión que sale a las trece y diez, y llega a las cero cuarenta, hora local.
– ¿Hora local? -preguntó Gunder. Anotaba como enloquecido.
– Hay una diferencia horaria de tres horas y treinta minutos -explicó la mujer.
– De acuerdo. Entonces lo reservo ahora mismo ¿Cuánto cuesta?
– ¿Ida y vuelta?
Gunder vaciló un instante. ¿Y si eran dos para la vuelta? Eso era lo que esperaba y con lo que soñaba.
– ¿Puedo cambiar el billete más adelante?
– Puede hacerlo.
– Entonces ida y vuelta.
– Son seis mil novecientas coronas. Puede recoger el billete en el aeropuerto, o podemos enviárselo por correo. ¿Qué prefiere?
– Por correo -se apresuró a contestar. Y dio su nombre y dirección.
– Solo un pequeño detalle -dijo de repente la mujer -: ya no se llama Bombay.
– ¿No? -preguntó Gunder extrañado.
– La ciudad se llama Mumbai desde mil novecientos noventa y cinco.
– Me acordaré -dijo Gunder serio.
– SAS le desea un buen viaje.
Gunder colgó el teléfono. Svarstad abrió la puerta del despacho de repente y lo miró malhumorado. Estaba buscando una trilladora, y era evidente que había decidido dar toda la lata posible a Gunder. La adquisición le dolía hasta la médula, pero estaba muy aferrado a la granja paterna. Nadie se atrevía a comprar una máquina a medias con él, pues colaborar con aquel hombre era imposible.
– Hola, Svarstad -dijo Gunder levantándose de un salto. Tenía las mejillas coloradas por la decisión que acababa de tomar -. ¡Ya estoy con usted!
Durante los días siguientes, Gunder estuvo intranquilo. Descentrado y muy despierto. Le costaba dormirse por las noches. Pensaba en el largo viaje y en esa persona a la que tal vez conocería. Entre los doce millones de habitantes de Bombay (Mumbai, se corregía a sí mismo), tendría que haber una para él. Una mujer que se movería por esa ciudad sin saber nada. Le compraría un pequeño regalo, algo de Noruega que ella nunca hubiera visto. Por ejemplo, un broche de plata para el vestido rojo. Al día siguiente iría a la ciudad a comprarlo. Nada grande ni ostentoso, sino algo pequeño y bonito. Para sujetar el chal, si es que usaba. Tal vez vistiera pantalones y jersey, ¿qué sabía él? Se imaginaba un montón de cosas y estaba cada vez más despierto. ¿Llevaría un lunar rojo en la frente? En su mente él le ponía un dedo justo ahí y en su imaginación ella le sonreía tímidamente. Very nice, decía Gunder en la oscuridad. Tendría que practicar un poco su inglés. Thank you very much. See you later. Algo sabía.
Svarstad estaba más o menos decidido. Tendría que ser una Claas Dominator, una 58 S. Gunder asintió.
– Se lleva usted lo mejor de lo mejor -dijo sonriente, entusiasmado por su secreto indio -. Un motor Perkins de seis cilindros con cien caballos. Caja de cambios mecánica de tres marchas con cambio de velocidad hidráulico. Corte de tres con sesenta.
– ¿Y el precio? -preguntó Svarstad con voz ronca, aunque sabía muy bien que aquella maravilla costaba quinientas setenta mil coronas. Gunder se cruzó de brazos.
– También le hace falta una nueva empacadora. Apueste usted fuerte por una vez, y cómprese una Quadrant. Tiene usted poco sitio para el almacenaje.
– Quiero balas redondas -dijo Svarstad-. Soy incapaz de trabajar con cubos de heno.
– Es por la fuerza de la costumbre -dijo Gunder con mucho aplomo -. Teniendo buenas herramientas se puede reducir la mano de obra. También cuestan esos polacos, ¿no? Con una nueva Dominator y una nueva empacadora se quitará el trabajo de encima rápidamente. Le haremos un buen precio. Se lo merece.
Svarstad mordisqueaba una paja. Tenía un profundo surco en la frente curtida, y una expresión de preocupación en los ojos hundidos que poco a poco iba siendo vencida por una resplandeciente ilusión. Ningún otro vendedor habría insistido en que se comprara otra máquina a un hombre que apenas quería invertir en una trilladora. Pero Gunder apostaba, y solía ganar.