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– No. No tengo ninguna.

«Está mintiendo. No nos la quiere enseñar.»

– Pero estoy seguro de que usted puede describírnosla. A lo mejor no hace falta nada más.

Gunder cerró los ojos.

– Es guapa -dijo, y en su boca se dibujó una amplia sonrisa -. Bastante delgada y ligera. No es en absoluto grande. Las mujeres indias no son muy grandes. No tan grandes como las noruegas, quiero decir.

– Es verdad -dijo Sejer, sonriendo. Le resultaba simpático ese hombre tímido y la manera tan sencilla en la que se expresaba.

– Tiene los ojos y el pelo negros. Tan largo que le llega hasta la cintura. Lo lleva siempre recogido en una larga trenza.

Los dos hombres asintieron con la cabeza. La cara de Sejer expresaba preocupación.

– ¿Cómo suele ir vestida?

– Normal. Como las mujeres noruegas. Excepto en ocasiones especiales. Lleva sandalias. Allí en la India las lleva todo el mundo. Sandalias de tacón bajo, marrones. Trabajaba en un restaurante Tandoori y necesitaba un calzado cómodo. Pero cuando quería ir bien vestida llevaba otro tipo de ropa y otro calzado. Cuando nos casamos llevaba un sari y sandalias doradas.

Se hizo un silencio absoluto en el salón de Gunder.

– Por otro lado -se apresuró a decir, porque ese silencio le infundía miedo -, muchas mujeres indias llevan trenzas largas y sandalias.

– Así es -dijo Sejer en voz alta -. ¿Y por lo demás? -preguntó -. ¿Quiere contarnos algo de su estancia en la India?

Gunder lo miró confuso. Pero le hacía bien hablar de Poona a alguien que quería escucharlo.

– ¿Cómo celebraron ustedes la boda? -preguntó Sejer.

– Con una gran sencillez. Solo nosotros dos. Estuvimos en un restaurante muy bueno que Poona conocía. Cenamos con postre, café y todo. Luego paseamos por un parque e hicimos planes sobre lo que íbamos a hacer aquí en la casa y el jardín. Poona prefiere trabajar. Habla bien el inglés y es muy trabajadora. No hay muchas chicas noruegas con tanto ímpetu, se lo aseguro. -Gunder se sonrojó -. Y me había comprado un regalo. Una tarta del amor, tuve que comérmela entera. Era horrible, dulzona y empalagosa, pero conseguí tragármela. Bueno, tratándose de Poona, habría devorado un elefante indio si ella me lo hubiera pedido.

Se sonrojó ante su propia confidencia. Sejer sintió una gran tristeza.

– Y ¿usted qué le regaló a ella? -preguntó Skarre con una sonrisa.

– Tengo que admitir que iba bien preparado -contestó Gunder-. Pensé que tal vez conocería a alguien. Sabía lo que me esperaba, sabía lo bonitas que son las mujeres indias. No en vano he leído unos cuantos libros. Me llevé una alhaja. Un broche noruego -añadió.

El silencio en el pequeño salón era absoluto.

– Jomann -dijo Sejer en voz baja -. Con el fin de no pasar por alto ningún detalle en este caso tan complicado, le ruego que nos acompañe.

Gunder se puso pálido.

– Es muy tarde -murmuró -. ¿No podría ser mañana?

Le pidieron que se pusiera la chaqueta. Lo esperaron fuera mientras avisaban a la comisaría. Gunder Jomann iría a examinar las alhajas de la víctima, los pendientes, los anillos y el broche. Los dos hombres estaban esperando delante de la casa cuando vieron pasar un coche a escasa velocidad. Se detuvo frente al buzón de Gunder y vieron cómo el conductor leía el nombre de la placa.

– Periodistas -dijo Sejer frunciendo el ceño -. Están en todas partes.

– Duermen en su coche -dijo Skarre preocupado.

Se volvió hacia Sejer.

– Está muy orgulloso de su mujer india.

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no nos llamó?

– Porque se niega a creerlo.

Gunder salió. Se había puesto una americana de tweed marrón y se paró un momento a tocarse los botones, como un niño desganado que no quiere marcharse. Así que iba a ver unas alhajas. Suponía que no podía negarse. Y sin embargo, estaba irritado. Además, estaba cansado y tenía muchas cosas en que pensar. Pero claro, era horrible que nadie supiera quién era esa mujer.

No hablaron mucho durante la media hora que tardaron en llegar al juzgado. Sejer salió y le abrió la puerta a Gunder, que pensó que en toda su vida no había hablado ni una sola vez con un policía. Bueno, un rato antes con aquel tipo malhumorado en Hvitemoen. Pero estos dos eran amables. El joven era abierto y sonriente; el mayor, educado y correcto. Tampoco había estado jamás en el juzgado. Subieron en el ascensor. Gunder pensó en Karsten; esperaba que su cuñado consiguiera dormir un poco. Tengo que volver al trabajo, pensó. No puedo seguir así.

Estaban en el despacho de Sejer. Este encendió una lámpara y marcó un número de teléfono.

– Ya estamos aquí. Puede acercarse.

Señaló una silla a Gunder. Este notó la gravedad en la estancia y miró a la puerta, hacia aquello que se acercaba. Solo eran unas alhajas. Se olvidó de respirar. No entendía muy bien tanta tensión solo porque iba a ver unas joyas y a decir que nunca las había visto. Nunca. Skarre se ofreció a cogerle la americana, pero Gunder prefirió dejársela puesta. Entró una agente. Gunder se fijó en sus hombros, que parecían anchos por las hombreras de la camisa del uniforme. La mujer llevaba zapatos gruesos con cordones. En la mano tenía una bolsa de papel marrón y un estrecho sobre amarillo. La bolsa marrón era lo suficientemente grande como para contener un pan, pensó Gunder. ¿Qué era aquello? La agente puso los objetos sobre el escritorio de Sejer y abandonó la estancia. ¿Qué habría en ese estrecho sobre? ¿Y en la bolsa marrón? ¿Qué pensaban ellos de él? ¿Cuál era la verdadera razón por la que habían ido a buscarlo? Se sintió mareado. La única lámpara encendida era la del escritorio, que proyectaba una intensa luz sobre el tablero de la mesa, e iluminaba el cartapacio de Sejer, con un mapamundi. Ahora el inspector apartó el cartapacio hacia un lado; se había pegado al tablero y se oyó un desagradable sonido cuando lo arrancó. Luego cogió el sobre, que estaba cerrado con un clip. El corazón de Gunder latía con fuerza. Todos los sonidos de la habitación desaparecieron, solo se oían los latidos de su corazón. Sejer dio la vuelta al sobre y se oyó un suave tintineo cuando las alhajas cayeron. Brillaban a la luz de la lámpara. Un pendiente con una bolita que le recordaba a unos que Poona llevaba un día que salieron juntos. Dos pequeños anillos completamente anónimos y un elástico rojo, seguramente para el pelo. Pero lo otro, lo grande, en parte tapado por los anillos, iba apareciendo lentamente en toda su belleza. Un hermoso broche. Gunder jadeó. Sejer levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Le resulta conocido?

Gunder cerró los ojos. Y, sin embargo, seguía viendo el broche. Lo veía con todo detalle, porque lo había visto un montón de veces. Pero se recordó a sí mismo que se habían confeccionado muchos broches idénticos a ese. ¿Por qué iba a ser precisamente el de Poona?

– Es imposible afirmar algo con seguridad -dijo Gunder con voz ronca -. Esos broches son todos muy parecidos.

Sejer asintió con la cabeza.

– Entiendo. Pero ¿puede usted descartarlo? ¿Puede decir con toda seguridad que este no es el broche que usted regaló a su mujer?

– No. -Gunder tosió tapándose la boca con la mano -. Algo se parece. Tal vez -añadió.

Skarre asintió sin pronunciar palabra y miró a su jefe.

– La mujer en cuestión -dijo Sejer – puede venir de la India.

– Entiendo que crean ustedes que es ella -dijo Gunder con una voz algo más potente -. No habrá más remedio. Tendré que ver a la mujer muerta. Así acabaremos con esto de una vez. Su voz estaba ya tan afectada por su respiración irregular que le salía entrecortada.

– Por desgracia, no es posible.

– ¿Por qué no?

– La mujer no puede ser identificada.

– No entiendo lo que quiere decirme -dijo Gunder nervioso -. Si es mi mujer, me daré cuenta enseguida. Y si no es ella, también.

– No -insistió Sejer mirando de reojo a Skarre, como pidiendo ayuda.