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Gunder no quería volver a su casa vacía. Si por él hubiera sido, habría preferido quedarse toda la noche en la comisaría, en el despacho de Sejer. Cerca de las alhajas. Accesible, por si alguien se presentaba de repente con información decisiva sobre la mujer muerta. ¡No podía ser Poona! Aún no le habían permitido verla. Soy un cobarde, pensó. Debería haber insistido más. Dio las gracias al agente y entró en su casa. No se molestó en cerrar con llave. Fue al salón. Cogió la foto de Poona y él del cajón donde la había escondido. Miró el bolso amarillo. ¿Y si se estaban equivocando? No se habría fabricado un solo bolso con forma de plátano, sino cien o mil. Marie, pensó. Mi trabajo. Todo se está derrumbando. ¿Qué había dicho aquel hombre en el avión? El alma se quedó en el aeropuerto de Gardermoen. De repente, Gunder entendió lo que el hombre había querido decir. Ahora no era más que una cáscara arrugada sentada en un sillón. Se levantó y volvió a sentarse, luego se puso a dar vueltas por la casa. Una polilla revoloteaba por las habitaciones buscando la luz.

10

El edificio que alojaba los juzgados y la comisaría bullía de actividad. Treinta personas trabajaban a destajo. Todos sentían una especie de indignación frente a lo sucedido. Una mujer extranjera, una novia, por así decirlo, había llegado a Noruega con un broche en el pecho. Alguien la había atacado brutalmente junto al lugar al que se dirigía. Era un caso que todos querían resolver, había que atrapar a ese hombre. Era una decisión tácita que les hacía a todos enderezar la espalda y mirar al frente. Dieron una conferencia de prensa. Les arrebató un tiempo muy valioso, pero querían mirar a los noruegos a los ojos y decir: «Vamos a resolverlo». Sejer querría haberse librado de aquello. Había muchos reporteros y fotógrafos. Un bosque metálico de micrófonos sobre la mesa. Notó un picor de mal agüero. Sufría de eccema y solía ponerse peor cuando se sentía a disgusto. A su izquierda estaba sentado el jefe de sección Holthemann; a la derecha tenía a Karlsen. No había manera de librarse. La prensa y la gente, por una u otra razón, tenían exigencias que había que satisfacer: material fotográfico, estrategias, progreso, información sobre la composición del grupo de investigación, de su experiencia y sobre qué casos habían trabajado antes.

Se pusieron manos a la obra. ¿Había un posible sospechoso? ¿Se intuía algún motivo? ¿Habían abusado sexualmente de la mujer? ¿Había sido identificada? ¿Se habían hallado pruebas físicas importantes en el lugar del crimen? ¿Se sabía con exactitud el país de origen de la mujer y la edad que tenía? ¿Cuántas pistas habían recibido de los ciudadanos? ¿Se había realizado una investigación puerta a puerta? Finalmente, ¿qué posibilidad había de que el asesino volviera a actuar?

¿Cómo coño voy a saberlo?, se le ocurrió pensar a Sejer. ¿Y el arma? ¿Podría decir algo sobre el arma? ¿Era posible golpear a una persona hasta matarla sin dejar ninguna huella? Y ese testigo que iba en bicicleta, ¿era del pueblo? Los periodistas escribían como enloquecidos. Sejer se metió una pastilla Fisherman’s Friend en la boca. Era tan fuerte que se le saltaron las lágrimas.

– ¿Está listo el informe de la autopsia?

– No. Será muy extenso.

– ¿Imposible tomar fotos del cadáver?

– Completamente imposible.

Se hizo el silencio, pero todo el mundo dejó volar la imaginación.

– ¿Se puede decir que consideran este caso de una brutalidad inusual, comparado con otros casos de la historia de la criminalidad en Noruega?

Sejer echó un vistazo a la estancia.

– Supongo que debería cuidarme de comparar distintos casos, y medirlos por su crueldad. Solo la víctima tiene ese derecho. Pero sí, en este caso hay señales de una crueldad que no me había encontrado hasta ahora durante el tiempo que llevo como policía.

Sejer se imaginaba ya los titulares, y pensaba en todo lo que podría haber hecho durante la hora que duró la conferencia de prensa.

– En cuanto al autor del crimen -dijo alguien -, ¿suponen ustedes que el hombre, o los hombres, son del pueblo? ¿O de la región?

– Aún no se sabe.

– ¿Cuánto saben que no desean decirnos? -preguntó una mujer.

Sejer no pudo reprimir una leve sonrisa.

– Algunos pequeños detalles.

En ese momento vio a Skarre aparecer en el extremo opuesto de la estancia con el pelo de punta. Sejer intentó conservar la calma mientras respondían al resto de las preguntas. Holthemann, sentado a su lado, también había visto a Skarre. Se inclinó hacia Sejer y susurró:

– Skarre tiene algo. Está rojo como un tomate.

La conferencia de prensa terminó por fin. Sejer se llevó a Skarre por el pasillo.

– Dime -dijo sin aliento.

– Por fin he encontrado algo. En la central de taxis. Uno de sus coches salió de Gardermoen con destino a Elvestad el día veinte a las dieciocho cuarenta. A través del dueño, me he enterado del nombre del taxista. Me contestó su mujer, su marido llegará a casa enseguida y ella le dirá que nos llame inmediatamente.

– Si ese hombre tiene algo de intuición, debería haberla usado hace mucho tiempo. ¿Cómo se llama?

– Anders Kolding.

– Un taxi de Gardermoen a Elvestad. Eso debe de costar una fortuna, ¿no?

– Entre mil y mil quinientas coronas -respondió Skarre -, pero Jomann había dado dinero a la mujer. Dinero noruego y alemán.

Esperaron, pero nadie llamó. Sejer le concedió treinta minutos antes de marcar el número. Contestó un hombre.

– Kolding.

– Lo llamamos de la policía. Lo estamos esperando.

– Lo sé, lo sé.

Una voz joven. Alterada. De fondo se oía el llanto de un bebé.