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– ¿Habló usted con ella?

– No -contestó el otro con resolución.

– ¿Vio usted la maleta? -prosiguió Skarre.

– ¿La maleta? Pues creo que sí que vi una maleta marrón. La dejó junto al tocadiscos. Luego se acercó a la barra a pedir el té. Parecía preocupada, como si esperara a alguien.

Skarre intentó hacerse una idea de cómo y quién era Einar. Cerrado. Inflexible. Y en guardia.

– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

– Unos quince minutos.

– Bien. ¿Y luego?

– Se oyó cerrarse la puerta. Y ella había desaparecido.

Se hizo el silencio mientras los dos pensaban.

– ¿Pagó el té con dinero noruego?

– Sí.

– Y ahora, a posteriori, ¿qué piensa de esa mujer?

Einar se encogió de hombros, resignado.

– Bueno, supongo que era ella la mujer que encontraron en Hvitemoen.

– Exactamente, así de simple -dijo Skarre -. ¿Y no se le había ocurrido llamarnos?

– No sabía que era ella. Aquí viene mucha gente.

– Pero no muchas mujeres indias, ¿no?

– Aquí tenemos varios inmigrantes, refugiados, o como se llamen. No los distingo muy bien. Pero claro, debería haber pensado en esa posibilidad. Bueno, lo lamento -añadió con cara de pocos amigos -. Pero usted lo ha descubierto por su cuenta, ¿no es así?

– Por regla general lo descubrimos nosotros -contestó Skarre mirando a Einar a los ojos -. ¿En qué dirección se fue?

– Ni idea. No miré por la ventana, no me interesaba.

– ¿Había más gente en el local en ese momento?

– Nadie -contestó -. Era demasiado tarde para los bebedores de café y demasiado pronto para los bebedores de cerveza.

– ¿Hablaba ella inglés?

– Sí.

– ¿Y no le hizo ninguna pregunta?

– Ninguna.

– ¿Tampoco pidió usar el teléfono, ni nada parecido?

– No.

– ¿Qué pensó usted de ella? ¿Adónde pensó que se dirigía? Una mujer extranjera sola, arrastrando una enorme maleta, en pleno campo y bastante tarde.

– Nada. A mí la gente no me interesa gran cosa. Me limito a atenderlos, eso es todo.

– ¿Era guapa? -preguntó Skarre mirando a Einar Sunde a los ojos.

Einar le sostuvo la mirada, algo aturdido.

– Qué pregunta tan extraña, ¿no?

– Soy muy curioso -dijo Skarre -. No llegué a verla.

– ¿No la ha visto?

– No antes de que fuera demasiado tarde.

Einar se vio obligado a parpadear.

– Guapa, lo que se dice guapa, no lo sé. -Bajó la vista y se miró las manos -. No lo sé. Sí, en cierto modo. Muy exótica. Delgada y fina. Y esas mujeres sí se visten como mujeres, si entiende lo que quiero decir. Nada de chándal ni vaqueros, esas prendas tan horribles que llevamos aquí. Tenía los dientes muy salientes.

– Por lo demás, ¿cómo se comportó? ¿Arrogante? ¿Preocupada?

– Ya se lo he dicho. Parecía preocupada. Perdida -añadió.

– ¿Y la hora? ¿A qué hora se marchó?

Einar frunció el ceño.

– Sobre las ocho y media, más o menos.

– Gracias -dijo Skarre.

Levantó la barra y salió al local. Permaneció unos instantes mirando a su alrededor. Einar lo siguió. Cogió un trapo y se puso a quitar el polvo aquí y allá.

– Usted no puede ver la mesa que hay junto al tocadiscos cuando está detrás de la barra -comentó Skarre lentamente.

– No. Ya se lo he dicho. No la vi marcharse. Solo oí cerrarse la puerta.

– Pero ¿y la maleta? Dijo usted que era marrón. ¿Cómo pudo usted ver la maleta?

Einar se mordió el labio.

– Supongo que me di una vuelta por el local. No me acuerdo muy bien.

– Está bien -dijo Skarre -. Gracias.

– Faltaría más.

Skarre dio cuatro pasos y se detuvo.

– Solo una cosa más. -Se puso el dedo índice sobre los labios -. Dígame francamente: tras innumerables peticiones a través de la prensa y la televisión para que la gente proporcionara absolutamente toda clase de información que pudiera ser de interés sobre una mujer extranjera en Elvestad el veinte de agosto, ¿por qué demonios no llamó usted?

Einar soltó el trapo. Su rostro reflejó un atisbo de miedo.

– No lo sé -contestó. Sus ojos miraron en todas direcciones.

First we take Manhattan, pensó Skarre. Then we take Berlin.

Linda fue descrita en el periódico como una importante testigo. Sin nombre, claro. Pero no importaba. Se dedicó a pasear sin rumbo en bicicleta para que la vieran. Nadie lo sabía, aparte de su madre, que se estaba poniendo pesadísima, y Karen.

– Pero por Dios, entonces, ¿qué viste?

– Casi nada -contestó Linda -. Pero quizá vaya recordando más cosas.

Había llamado a Jacob para contarle lo último, lo del pelo rubio y la pegatina en la ventanilla del coche. Había saboreado esa importancia que por fin había adquirido. Se dirigió en bicicleta hacia el centro, dejando la tienda de Gunwald a su derecha. Había una vieja motocicleta aparcada fuera. Aunque ella nunca compraba en la tienda de Gunwald, podía entrar y dejar caer alguna frase. Esta volaría como una mariposa de oído en oído, diciendo que era ella, Linda Carling, la testigo en bicicleta. La gente la miraría, se acercaría a ella, y hablaría de ella.

«Linda vio al asesino.»

La tienda tenía un olor especial. A pan, café y chocolate dulce. Saludó lentamente con la cabeza al tendero y se acercó al mostrador de helados. Se tomó mucho tiempo. Gunwald vivía muy cerca del prado. Si hubiera estado junto a la ventana, habría visto lo mismo que ella, solo que más de cerca. Si no veía mal, claro. Llevaba unas gafas muy gruesas. Gunwald no vendía ninguno de los helados nuevos, solo los de toda la vida. Eligió un Pinup, le quitó el papel y se metió el helado entre los afilados colmillos. Luego rebuscó dinero en el bolsillo.

– Con que la Carling está de paseo -dijo Gunwald

– . Cada vez que te veo has crecido medio metro, pero sigo reconociéndote. Tienes los mismos andares que tu madre.

Linda no soportaba esa clase de comentarios, pero sin embargo sonrió y dejó el dinero en el mostrador. El periódico estaba abierto junto a la caja registradora, Gunwald estaba leyendo el caso del asesinato. Una crueldad sin par.

– Esto sobrepasa mi entendimiento -dijo Gunwald señalándole el periódico

– . Aquí. En Elvestad. Un caso así. Jamás me lo habría imaginado.

Linda chupó la capa de chocolate para que se derritiera.

– ¡Imagínate el tío ese! ¡Anda por ahí leyendo sobre sí mismo en los periódicos! -prosiguió.

Los colmillos de Linda penetraron la frágil capa de chocolate.

– Hoy se habrá llevado un buen susto -dijo ella.

– Ah, ¿sí?

El tendero se bajó las gafas sobre la nariz.

– Hoy podrá leer que alguien lo vio. Prácticamente en el momento del crimen.

Gunwald abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué dices? Aquí no pone nada de eso.

Volvió a mirar el texto.

– Sí. Ahí abajo.

Linda se inclinó sobre la caja registradora y señaló: «Un importante testigo se ha presentado ante la policía. La persona en cuestión pasó por el lugar del crimen en bicicleta en el momento decisivo, y vio a un hombre y a una mujer en el prado, en el lugar donde más tarde fue encontrada la víctima. Además, un coche rojo estaba aparcado en el arcén».

– ¡Vaya! -exclamó Gunwald -. Ese testigo puede ser alguien de aquí.

– Al parecer lo es -dijo Linda asintiendo con la cabeza.

– Pero entonces habrá una descripción del asesino. Ya lo digo yo, no es fácil que escape.

Gunwald siguió leyendo. Linda comía el helado.

– Algo vería -dijo ella -. La policía nunca lo cuenta todo. Tal vez ella haya visto mucho más de lo que pone en el periódico. Supongo que tienen que proteger a los testigos.

Se imaginó a Jacob en su salón, responsable de la vida de ella.