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Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Gunwald la miró de reojo.

– ¿Ella? ¿Es una mujer?

– ¿No lo pone? -preguntó Linda mirándole con sus ojos azules e ingenuos.

– No, solo habla de «el testigo» y «la persona en cuestión».

– Mmm… -contestó Linda -. Lo habré leído en otro periódico.

– Algún día se sabrá -dijo Gunwald. Volvió a mirar de reojo a Linda y el helado, que ya estaba medio comido.

– Pensé que las jóvenes de hoy no comíais helado -dijo riéndose -. Como siempre tenéis tanto miedo a la báscula…

– Yo no -contestó Linda -. No tengo esos problemas.

Salió de la tienda, chupó los restos de helado del palo y se subió en la bicicleta. Tal vez hubiera alguien conocido en el bar. Había dos coches delante. El coche familiar de Einar, que siempre estaba aparcado en el mismo sitio, y ese coche rojo de Gøran, cuya marca desconocía. Linda aparcó su bicicleta y se quedó un rato mirando de cerca el coche de Gøran. No era grande, pero tampoco muy pequeño. Recién lavado y con la pintura en buen estado. Y rojo como un coche de bomberos. Se acercó y lo estudió más detenidamente. En la ventanilla lateral izquierda había una pegatina redonda. ADONIS, ponía. Luego se le ocurrió mirarlo desde lejos para verlo de la misma manera que había visto el coche en Hvitemoen. Cruzó la carretera hasta la Estación de Servicio Shell, que pertenecía a Mode, y permaneció unos instantes mirando. En cierto modo, podría haber sido un coche como ese. Pero muchos coches eran muy parecidos. Su madre solía decir que ningún coche tenía ya personalidad propia. Pero eso no era del todo cierto. Volvió a cruzar la carretera y se acercó. Ahora sabía que Gøran tenía un Golf. Muchos ponían pegatinas en su coche. Su madre, por ejemplo, llevaba la marca amarilla de la Ambulancia Aérea en la ventanilla trasera de su coche. Entró en el bar, donde la pandilla estaba reunida. Allí estaban Gøran, Mode, Nudel y Frank. El tal Frank tenía un mote que usaban cuando querían referirse a él de forma despectiva, o en broma, cariñosamente: la Proeza de Margit. Porque su madre, Margit, había gimoteado y chillado durante todo el embarazo, paralizada de miedo por el parto. El médico decía que el niño era enorme, pues pesaba más de seis kilos. Y seguía siéndolo. La saludaron con la cabeza y ella les devolvió el gesto. Einar estaba tan huraño como de costumbre, con la misma expresión severa. Linda le pidió una Coca-Cola, se acercó a la máquina tocadiscos y metió una corona. La máquina solo admitía las monedas viejas, las grandes. Estaban al lado, en un plato, y se usaban una y otra vez. Cuando ya no quedaba ninguna, Einar vaciaba la máquina y volvía a poner las monedas en el plato. Nunca disminuían. A Linda aquello le parecía un milagro. Buscó entre los títulos y eligió «Eloise». Gøran fue hacia ella. Se detuvo y la miró como enfadado. Ella se fijó en que tenía la cara llena de arañazos. Bajó la mirada rápidamente.

– ¿Por qué estabas mirando mi coche?

Linda se estremeció. No se había imaginado que alguien pudiera haberla visto.

– ¿Mirando tu coche? -dijo asustada -. No miraba nada.

Gøran la observaba sin quitarle ojo. Linda vio aún más arañazos en su cara, y en una mano. El chico volvió a la mesa. Ella se quedó perpleja, escuchando la música. ¿Se había peleado Gøran con alguien? No solía estar de mal humor. Era un chico espabilado y charlatán, muy seguro de sí mismo. Tal vez había discutido con Ulla. Decían por ahí de Ulla que cuando se enfadaba era peor que un diablo tasmano. Linda no sabía lo que era un diablo tasmano, pero evidentemente algo con garras. Gøran y Ulla llevaban un año saliendo, y Karen decía que era cuando solían empezar los conflictos. Se encogió de hombros y se sentó junto a la ventana. Los de la otra mesa miraban en dirección contraria. Linda no se sentía bienvenida. Sorbía la Coca-Cola un poco confusa, mirando por la ventana. ¿Debería llamar a Jacob y hablarle de ello? ¿Era importante? Eso tendría que valorarlo él. Le había dicho que lo llamara si se acordaba de algo. Ahora acababa de descubrir que el coche de Gøran se parecía al otro.

Buenos días, soy Linda.

Hola, Linda. ¿Tu llamada significa que tienes algo más que contarme?

Seguramente no es nada importante. Se trata del coche. Me pregunto si no era un Golf.

¿Has visto alguno que se le parezca?

Sí. Acabo de verlo.

¿En Elvestad?

Sí, pero no es él, porque conozco al dueño, pero sí se parece. No sé si me entiendes.

Linda se perdió en sueños, y meditaciones. ¿Cuántos coches rojos había en Elvestad? Gunder Jomann tenía un Volvo rojo. Pero ¿y qué? Pensó tanto que el cerebro le crujía. El médico. Tenía un coche familiar rojo, muy parecido al de Einar. Bebía Coca-Cola y miraba fijamente por la ventana. «Eloise» ya se había acabado. Einar hacía ruidos con ceniceros y vasos. Linda estaba segura de que Einar también iba por su casa con ese trapo, limpiando bancos, mesas y marcos de las ventanas, a su mujer, a sus hijos y a todo lo que tuviera a su alcance. Pero Gøran con esas heridas rojas sí le daba miedo.

11

Anders Kolding tenía veinticinco años. De constitución frágil, ojos marrones y boca pequeña. Llegó con su uniforme de taxista, que le quedaba muy grande, y calcetines blancos de tenista con mocasines negros. Tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Y tu hijo? -preguntó Sejer.

– Está dormido en el coche. No me he atrevido a despertarlo. Tiene cólicos -explicó -. Y yo trabajo a turnos. Duermo en el taxi entre carrera y carrera.

Dejó un portamonedas gastado sobre el escritorio. El estuche de cuero estaba desgastado.

– ¿Has oído hablar del asesinato de Elvestad?

– Sí.

Miró con aparente mala conciencia a Sejer.

– ¿No se te ocurrió que podría tratarse de esa mujer que cogiste en Gardermoen?

– En realidad no -se apresuró a contestar Kolding -. No de inmediato, quiero decir. Llevo a mucha gente de todas clases. Y a muchos extranjeros.

– Cuéntame todo lo que recuerdes de esa mujer y del viaje -le pidió Sejer -. No omitas nada.

Se acomodó en la silla.

– Si viste un puercoespín cruzar la carretera al acercarte a Elvestad, menciónalo también.

Kolding se rió. Se relajó, volvió a coger el portamonedas y se puso a juguetear con él mientras pensaba. Lo de la mujer india le había perseguido hasta en sueños, pero no lo dijo.

– Vino hacia mi taxi con una enorme maleta marrón en la mano. Como reacia. Todo el rato miraba hacia atrás, como si no tuviera ningunas ganas de marcharse. Cogí la maleta, y me disponía a meterla en el maletero cuando ella protestó. Estaba muy desconcertada. Miraba el reloj una y otra vez. Miraba hacia la entrada. Yo esperé pacientemente. Estaba hecho polvo, agotado, así que por mi parte podría haberme echado un sueñecito hasta que ella se metiera en el coche. Abrí la puerta, pero no quiso entrar. Le pregunté si estaba esperando a alguien y me dijo que sí. Se quedó un rato agarrada a la manecilla de la puerta del coche. Luego me pidió que volviera a abrir el maletero. Lo hice y palpó la maleta. Llevaba un cartapacio atado a ella. Lo cogió y por fin se sentó en el coche, en el borde del asiento, mirando por la ventana la cola de gente que esperaba un taxi y consultando la hora una y otra vez. Yo estaba un poco confuso. ¿Quería un taxi o no?

Kolding necesitó una pausa. Sejer echó agua mineral en un vaso y se lo acercó. Kolding bebió y colocó el vaso sobre el cartapacio de Sejer, más o menos a la altura del canal de Suez.

– Luego me volví y le pregunté adónde iba. Ella abrió la cremallera del cartapacio marrón y sacó un papel con algo escrito. Era una dirección de Elvestad. «Está lejos», le dije. «Y va a costarle mucho. Se tarda aproximadamente una hora y media.» Hizo un gesto afirmativo y sacó unos billetes como para mostrarme que tenía dinero. Como yo no conozco esa parte, le dije que ya preguntaríamos cuando nos acercáramos. Parecía bastante perdida. La observé por el espejo retrovisor, sus ojos reflejaban desconsuelo. A cada momento buscaba algo en su bolso. Estuvo estudiando el billete de avión un rato, como si estuviera equivocado. No quería hablar. Lo intenté un par de veces, pero ella solo contestaba con monosílabos, en un inglés bastante aceptable. Recuerdo su larga trenza, le asomaba por el hombro y le llegaba hasta el regazo. La llevaba atada con un elástico rojo fino, y hasta recuerdo que había en él finos hilos dorados.