Eres una joya, pensó Sejer. ¡Ojalá hubieras sido tú la persona que pasó por Hvitemoen en bicicleta!
Kolding se tapó la boca y tosió, luego se sonó la nariz y prosiguió:
– Hay pocas casas en ese lugar, y no todas tienen número. A unos kilómetros del centro encontré por fin la calle Blindveien. Ella parecía aliviada. Subí por el camino de gravilla, y me sentí tan aliviado como ella. Ella sonrió por primera vez y recuerdo que pensé que era una pena que tuviera esos dientes tan prominentes. Por lo demás era guapa. Cuando tenía la boca cerrada, quiero decir. Salí del coche y ella hizo lo mismo. Me disponía a sacar su maleta del maletero cuando me hizo una señal para que esperara. Tocó el timbre y nadie abrió. Llamó una y otra vez. Yo di una vuelta alrededor de la casa, esperando. Ella estaba aún más desolada que antes, a punto de echarse a llorar. «¿Saben que venía usted?», pregunté. «Sí», contestó. «Algo tiene que haber pasado.» Something is wrong.
Volvió a subir al coche sin decir nada. Yo no sabía lo que quería y esperé. El taxímetro no paraba, ya habíamos llegado a un importe bastante alto. «¿No puede llamar por teléfono a algún sitio?», pregunté, pero ella negó con la cabeza y me pidió que volviera al centro. Cuando llegamos, me dijo que me detuviera junto al bar, que se quedaría allí esperando. Le saqué la maleta, y ella me pagó. La carrera costó más de mil cuatrocientas coronas. Ella parecía agotada. Lo último que vi fue que arrastraba la pesada maleta escaleras arriba. Crucé la carretera y llené el depósito. Había allí una estación de servicio Shell. Luego volví a la ciudad. No podía olvidarla. Pensaba en el largo viaje que había hecho solo para encontrar una puerta cerrada. Alguien tuvo que haberla engañado. Es una cabronada.
Así concluyó Kolding. Volvió a dejar el portamonedas y miró a Sejer.
– No, nadie la engañó. Pero a la persona que hubiera tenido que ir a buscarla al aeropuerto le surgió un imprevisto. Ella nunca lo supo. De haberlo sabido, la habría perdonado.
Kolding lo miró con curiosidad.
– En el camino entre Elvestad y la casa, ¿viste algo? ¿Gente andando por la carretera? ¿Coches aparcados?
Kolding no había visto nada. Había poco tráfico. Contestando a otras preguntas, dijo que llevaba dos años de taxista, que estaba casado y que tenía ese niño llorón de tres meses. También, confirmó las horas aproximadas.
– Llenaste el depósito -le recordó Sejer -. ¿Quién había detrás del mostrador? En la gasolinera Shell, me refiero.
– Una chica joven. Rubia.
– ¿Compraste algo más?
Kolding lo miró, extrañado.
– ¿Si compré algo? ¿En el quiosco, quiere decir?
– Donde fuera.
– Ahora que me acuerdo, compré una batería de coche -contestó por fin.
Sejer se quedó pensativo.
– ¿Compraste una batería de coche en la gasolinera de Elvestad?
– Sí, tenían una buena oferta. No se encuentra nada tan barato en la ciudad.
– Y esa batería, ¿dónde está ahora?
– En el coche, claro. En mi coche particular.
Sejer pensó en lo que pesaba una batería de coche. Con superficies limpias y duras. Si se golpeara a alguien en la cabeza con algo así, podría causarle bastante daño. Esa ocurrencia le hizo mirar más de cerca la cara de Kolding. Pensó en que Poona había estado sentada en el coche de ese hombre.
– ¿Qué más hiciste en la gasolinera?
– Nada importante. Me tomé una Coca-Cola, eché un vistazo al surtido de cedés y hojeé el periódico.
– Entonces, ¿te quedaste allí un rato?
– Solo unos minutos.
– ¿Y no viste a la mujer abandonar el bar?
– No.
– ¿Y adónde fuiste luego?
– Volví a la ciudad. No me salió ningún cliente en Elvestad. No me quedó más remedio que volver de vacío.
– ¿Qué marca de coche llevas?
– Un Mercedes negro.
– ¿Cuánta gente vive en Nueva Delhi?
Estaban sentados en la cantina. Sejer apenas tocaba la comida.
– Probablemente millones -contestó Skarre -. Y ni siquiera tenemos su nombre de pila.
A Sejer no le gustaba la idea de que Poona tuviera un hermano que no sabía nada. Apartó la guarnición del sándwich. Comieron en silencio.
– El tiempo pasa -dijo por fin.
– Pues sí -contestó Skarre -. Suele ocurrir.
– El culpable lo está aprovechando bien. Está construyéndose una defensa y deshaciéndose de pistas.
– La maleta, por ejemplo -señaló Skarre masticando.
– Y la ropa que llevaba, los zapatos… Si tiene heridas o lesiones como consecuencia de la lucha, tendrán tiempo de curarse. Háblame de Einar Sunde.
Skarre se lo pensó.
– Hosco. Desganado. Sin deseos de protagonismo.
– O tiene miedo… -apuntó Sejer.
– Puede ser. Pero estaba solo en el bar cuando se cometió el asesinato. No creo que cerrara la puerta para salir a matar a golpes a Poona y luego volviera a freír hamburguesas.
– Solo sabemos por él que no había nadie más en el bar en ese momento.
Sejer se limpió la boca con la servilleta.
– Este va a ser uno de esos casos en los que la gente tiene mucho miedo de hablar -dijo -. Todo podrá ser usado en su contra más adelante. Pero estoy pensando en esa chica, Linda. En que realmente pasó en bicicleta y los vio. Sin registrar en la memoria nada más que una camisa blanca.
– Esas cosas pasan.
– Tiene que haber alguna manera de hacerla recordar.
– No se puede recordar algo que no se ha visto -objetó Skarre -. Las percepciones visuales pueden haber sido muchas, pero si no han sido interpretadas por el cerebro nunca será capaz de evocarlas.
– ¡Cuánto sabes!
– Psicología elemental del testigo -contestó Skarre.
– Ah, ¿sí? A nosotros no nos enseñaron esas cosas.
– Pero estudiabais psicología, ¿no?
– Nos dieron una charla y nada más. De dos horas. Eso fue todo.
– ¿En toda vuestra formación?
– He tenido que aprender las cosas por mi cuenta.
Skarre miró incrédulo a su jefe.
– Me da pena tener que decirlo -prosiguió -, pero no sé si esa chica es seria. Tiene demasiadas ganas de contribuir con algo.
– Si los psicólogos son capaces de hacer recordar a la gente vidas anteriores, incluso de la Edad de Piedra, tendrían que conseguir que Linda recuerde a dos personas en el prado hace cuatro días.
– No te lo estás tomando en serio -dijo Skarre.
– Lo sé.
Recapacitó.
– Tengo una hora libre. Me daré una vuelta por Hvitemoen. Me llevo a Kollberg, necesita un poco de aire fresco.
Dejaron las bandejas en su sitio. Sejer se dirigió al aparcamiento. Al acercarse, vio que su coche se estaba moviendo. El gran perro de raza leonberger salió de un salto. No con la ligereza de antaño, observó Sejer, pero ya no era un cachorro.
Se quitó unos cuantos pelos cobrizos del pantalón. Dejó al perro hacer sus necesidades entre los arbustos. Luego arrancó el coche y puso rumbo a Elvestad. Cuando llegó a Hvitemoen aparcó en el lugar donde Linda había visto el coche rojo. La zona estaba señalada con dos conos naranjas. Volvió a soltar al perro y se acercó andando hasta la curva por la que Linda había llegado en bicicleta. Luego se volvió y miró hacia abajo. Desde allí podía ver a lo lejos su propio coche. El sol brillaba sobre el capó haciéndolo parecer plateado, aunque en realidad era azul. Bajó a paso rápido por la carretera, con el perro a su lado. Al cabo de unos metros, volvió la cabeza y echó una mirada al prado donde encontraron a la mujer. Una persona solo sería visible de cintura para arriba, debido a la gran distancia y a la altura de la hierba. De nuevo miró hacia el coche. ¿Qué veía realmente? Que el coche era grande y ancho y con pintura metalizada. Visto solo un instante, uno podría pensar que era plateado o gris. Un coche que pareciese rojo podría ser en realidad marrón. O de color naranja. Se deprimió. Fue hasta el arcén, examinó la hierba para asegurarse de que estaba seca y se sentó. El perro se sentó a su lado, mirando a su amo, expectante. Empezó a husmearle los bolsillos. Sejer sacó una galleta para perros y le ordenó que le diera la pata. Una pata gorda y pesada. Kollberg devoró la galleta.