– No debes ser tan glotón -dijo Sejer en voz baja.
Kollberg ladró.
– No. No tengo más. Tienes aspecto de estar pachucho -dijo pensativo. Levantó la cabeza del perro y le miró los ojos negros -. Tampoco yo estoy demasiado feliz, ¿sabes? Por esto que ha ocurrido.
Volvió a mirar fijamente el prado, la negra pared de abetos que ocultaba en parte la casa de Gunwald. Se veía luz en una ventana. ¿Cómo se había atrevido? Pensó que nada de eso estaba planeado. Se trataba de un hombre que se había encontrado inesperadamente con una mujer. Ella tal vez estuviera haciendo autostop, o andando por la carretera, y él llegó en su coche. Y entonces ella, como mujer, con su aspecto exótico, despertaría algo en el hombre. Y él ya no pensó de forma racional, no pensó que todavía era de día y que alguien podía pasar por allí en cualquier momento. Como pasó Linda en su bicicleta. ¿Cómo era posible que un hombre pudiera ensañarse de tal modo con una persona a la que posiblemente no conocía? Aunque eso era algo que no se sabía con certeza. También podía ser que la mujer se hubiera convertido en representante de otra. O de todas las mujeres. Un hombre ofendido que no se había salido con la suya, un niño gigante rechazado. Un hombre con mucha fuerza física, o con un arma enorme, Sejer no sabía cuál. ¿Qué llevaba en ese coche rojo? Sejer tenía la sensación de que algo de eso podía ser parte de la solución. El arma les diría algo sobre quién era él. ¿Realmente eran ellos dos a los que Linda había visto? Tendría que ser así, las horas encajaban. El avión había aterrizado a las seis de la tarde. Poona había cogido el taxi de Kolding a las 18.40. Habían llegado a casa de Jomann a las ocho, y al bar de Einar a las ocho y cuarto. Sunde dijo que ella se marchó alrededor de las ocho y media. Sola, por la carretera. Allí se encontraría con alguien. ¿Caminaría por la carretera con esa pesada maleta? El taxista Anders Kolding había dicho que era grande y que la mujer prácticamente la arrastró hasta dentro del bar. Un hombre llegó en un coche. En su mente, Sejer se imaginó un coche rojo y al conductor, que avistó a la mujer morena. ¡Le resultaría completamente perdida e irresistible! Una mujer fina y frágil, con ropa bonita. ¿Adónde se dirigía? Seguramente regresaría a casa de Jomann. Iba en esa dirección. ¿Pensaría sentarse en la escalera a esperarlo? De hecho, si no la hubieran parado por el camino, se habría encontrado con él, que estaba de vuelta en su casa a las nueve y media. Pero ella nunca llegó. Después del largo viaje desde la India murió a tan solo mil metros de casa de Jomann. Sejer se imaginó cómo la abordaría el hombre. Tal vez señalara la maleta y le preguntara adónde se dirigía.
«Puedo llevarte, yo también voy hacia allí.» Y cogió la maleta y la metió en el maletero. Luego le abrió la puerta del coche. Ella se sentía segura, estaba en el país de Gunder, la pequeña y segura Noruega. Se pusieron en marcha. Él le preguntó por qué iba a casa de Gunder. Tal vez ella contestara que él era su marido. Sejer conservó la imagen en su mente, porque no sabía lo que había desencadenado un ataque tan terrible, tanta rabia. El perro le dio un empujón con el hocico.
– En un lugar como este -murmuró Sejer mirando a su alrededor, el bosque, el prado y la casa de Gunwald – la gente tenderá a protegerse los unos a los otros. Siempre es así. Si han visto algo que no entienden, no se atreverán a decirlo. Supondrán que se trata de un error, porque con ese chico me he criado y con aquel he trabajado y, además, es mi primo. O mi vecino. O mi hermano. Íbamos juntos al colegio. De manera que yo no digo nada, de todos modos se trata de una equivocación. Así somos los seres humanos. Y eso es bueno, ¿verdad, Kollberg? -Miró al perro -. No se trata de mala voluntad, es precisamente la buena voluntad la que impide a las personas contar lo que saben.
Permaneció sentado durante mucho tiempo mirando el prado, escuchando sonidos. Linda no había oído nada. Sonó el busca y reconoció el número de Snorrason, el forense. Sacó el teléfono móvil y lo llamó.
– He encontrado algo -dijo Snorrason -. Puede que sea importante.
– ¿Sí? -preguntó Sejer.
– Minúsculas huellas de un polvo blanco.
– Sigue.
– En el bolso de la mujer. Y en su pelo. Muy poco, pero lo hemos aislado y enviado al laboratorio.
Sejer le dio las gracias. Kollberg se había levantado. Un polvo blanco. Algo que podía significar una pista. ¿Droga? Echó una última mirada al bosque. ¿Correría la mujer hacia el prado porque habría avistado la casa de Gunwald y pensado que podría ser su salvación? No había ningún otro sitio adonde intentar escapar. ¿Por qué no gritó? Gunwald solo había oído unos gritos débiles. Pero puede que Gunwald oyera mal. ¿Por qué ese hombre había detenido el coche justo allí, donde había tanta visibilidad? ¿Acaso ella había abierto la puerta en marcha con el fin de escapar? Linda había dicho que la puerta del lado del pasajero estaba abierta. ¿Había visto el camino de enfrente y pensado que podría irse corriendo hacia allí? Hasta el lago Norevann.
Sejer dejó entrar al perro y se sentó al volante. Cerró los ojos. Lo hacía a menudo. Entonces el paisaje real desaparecía y otras imágenes aparecían en su mente, desfilando ante él nítidas y luminosas. «Según las estadísticas, un hombre entre veinte y cincuenta años. Seguramente con trabajo fijo, pero no con formación superior. Un hombre que no sabe definirse a sí mismo ni sus sentimientos. Puede que tenga amigos, pero no se relaciona mucho con ninguno. Una relación sin resolver con las mujeres. Un alma resentida.»
Sejer dio la vuelta y condujo lentamente por el camino que bajaba hasta el lago. Al cabo de unos quinientos metros, llegó a una estrecha cala con una playa pedregosa. Ninguna casa, ninguna cabaña. Salió del coche y bajó andando hasta el agua. Permaneció un rato mirando hacia la orilla de enfrente. No se veía a nadie. Metió la mano en el agua. Estaba muy fría. Se tocó la frente con la mano mojada. A su derecha había un bosque tupido e impenetrable. Hacia la izquierda se extendía un estrecho istmo. Fue hasta la punta. Encontró los restos de una hoguera y hurgó en ellos con el pie ligeramente. El lago era oscuro, tal vez profundo. El hombre podría haberla hecho desaparecer. Muchos lo hacían, tirándolas al agua o enterrándolas. Allí no se había hecho nada para ocultar el crimen. Nada para despistar a la policía. Un homicida desorganizado, caracterizado por la confusión y la falta de control.
Sejer volvió a la comisaría.
12
Skarre acudió enseguida. Como de costumbre, masticaba una gominola.
– ¿Qué pasa con Kolding? -preguntó esperanzado -. ¿No es nuestro hombre?
– Creo que no. A menos que la matara con la batería de coche que dice haber comprado en la gasolinera de Elvestad. Voy a pasarme por allí para hablar con ellos. Por cierto, nos queda la desagradable tarea de descartar violadores anteriores.
– Pero él no la violó.
– Pudo ser su intención inicial. Es horrible decirlo, pero me habría gustado que el tío lo hubiera logrado. De esa forma, habríamos encontrado más pistas.