– Una buena inversión de futuro -prosiguió -. Usted todavía es joven. ¿Por qué contentarse con algo de calidad inferior? Se mata usted a trabajar. Deje que la Quadrant haga balas cuadradas, son fáciles de apilar y ocupan menos sitio. Nadie más de esta región se ha atrevido con las balas cuadradas. Pronto irán a curiosear con los ojos abiertos de par en par.
Esa frase tuvo el efecto deseado. A Svarstad le encantaba la idea de un pequeño grupo de vecinos curiosos acercándose a mirar. Pero tenía que hacer una llamada telefónica. Gunder lo dejó solo en el despacho vacío y se fue a preparar el contrato, pues la venta era ya casi un hecho. Qué oportuna. Una buena venta antes de su largo viaje. Podría sentarse en el avión con la conciencia tranquila.
Svarstad apareció de nuevo.
– El banco da luz verde -dijo con tono cortante. Su cara estaba encendida, pero sus ojos brillaban bajo las espesas cejas.
– Estupendo -dijo Gunder.
Al salir del trabajo se fue a la ciudad, directo a una joyería. Miró dentro de la vitrina: solo había anillos. Pidió que le enseñaran la plata que se llevaba con los trajes regionales, y la dependienta le preguntó de qué región era el traje. Gunder se encogió de hombros.
– Da igual. Solo quiero un broche. Es para un regalo. Pero ella no tiene traje regional.
– Estos broches solo se llevan con los trajes regionales -indicó la señora, en tono aleccionador.
– Pero ha de ser algo de Noruega -dijo Gunder-. Algo realmente noruego.
– ¿Para una mujer extranjera? -preguntó ella.
– Sí, estaba pensando que podría usarlo con su traje típico.
– ¿Y qué traje es? -preguntó llena de curiosidad.
– Un sari indio -contestó Gunder dándose importancia.
Se hizo el silencio detrás del mostrador. Aparentemente, la dependienta estaba librando una lucha en su interior respecto a lo que debía hacer. No era indiferente a la cabezonería de Gunder, y tampoco podía impedirle que comprara lo que quisiera. De modo que fue hasta el cajón donde estaba la plata de los trajes regionales y sacó un broche de tamaño medio, preguntándose si aquel hombre robusto estaría al tanto de los precios.
– ¿Cuánto vale? -preguntó Gunder.
– Mil cuatrocientas coronas. Este, por ejemplo, es de la región de Hardanger. Tenemos broches mucho más grandes y también mucho más pequeños, pero esos saris suelen llevar bastante dorado, de modo que el broche debe ser sencillo para que quede bien.
La voz adquirió en ese punto un tono irónico, pero se suavizó cuando miró a Gunder, que cogió el broche tintineante del terciopelo con sus ásperas manos. Luego lo levantó hacia la luz y una expresión soñadora se dibujó en su rostro. La mujer se derritió. Había algo en ese hombre, en ese hombre robusto, lento y tímido, que le resultaba encantador. Estaba claro que el hombre pretendía a alguien.
Gunder no quiso ver más broches. No habría sabido elegir entre varios. De manera que compró el primero, que también era el mejor. Al llegar a casa lo abriría para admirarlo. En el coche, durante el camino de vuelta, iba tamborileando sobre el volante, imaginándose los dedos dorados que abrirían el paquete. El papel era negro con puntitos dorados y la cinta era de color rojo sangre. El paquete estaba en el asiento de al lado. Quizá debería comprar alguna pastilla para el viaje. Para la digestión. Toda esa comida extraña, pensó. Arroz y curry. Picante como el mismo diablo. Y luego habría que hacerse con divisas indias. Y su pasaporte, ¿estaba en vigor? Todo eso le llevaría bastante tiempo. Tendría que llamar a Marie.
El pueblo donde Gunder vivía se llamaba Elvestad. Tenía 2.347 habitantes. Una iglesia de madera, de la tardía Edad Media, restaurada en 1970, una gasolinera, una escuela, una oficina de correos y un bar junto a la carretera. El establecimiento era una fea mezcla de barraca y hórreo, construido sobre pilares de madera, y con una empinada escalera que conducía a la puerta. Al entrar, lo primero que encontrabas era una máquina tocadiscos. Un Wurlitzer todavía en uso. Encima del tejado había un letrero blanco y rojo en el que ponía EL BAR DE EINAR. Por las noches, Einar lo iluminaba.
Hacía diecisiete años que Einar Sunde regentaba ese bar. Tenía mujer e hijos y estaba endeudado hasta el cuello, debido a un cursi chalet de estilo suizo situado cerca del centro. Ahora por fin conseguía cumplir con los pagos de la deuda, gracias a la licencia para servir cerveza que había conseguido. Por esa sencilla razón siempre había gente en el bar de Einar. El hombre conocía a la gente del pueblo y llevaba su negocio con mano de hierro. En el transcurso de muy poco tiempo se había aprendido el año de nacimiento de la mayor parte de los jóvenes y se negaba a servirles cerveza antes de que tuvieran la edad permitida, si así lo pretendían. También había una Casa del Pueblo, donde se celebraban bodas y confirmaciones. Casi todos los habitantes eran granjeros. También había llegado bastante gente de fuera, huyendo de la ciudad con el sueño romántico de una vida más tranquila en el campo. Lo habían conseguido. El mar estaba a solo media hora, pero el aire salado no llegaba hasta allí; olía a cebolla y puerro, o había un fuerte olor a abono en la primavera y a manzana dulce en el otoño. Einar venía de la capital, pero no la añoraba. Era el único tabernero en aquellos parajes. Mientras él siguiera allí, nadie intentaría poner otro bar. Einar trabajaría en él mientras pudiera mantenerse en pie. Como conseguía evitar borracheras y escándalos, todo el mundo se atrevía a entrar. Las mujeres a tomar café y suizos; los niños, perritos y Coca-Cola, y los jóvenes, cerveza. Ventilaba bien, limpiaba a fondo, vaciaba los ceniceros y reemplazaba las velas en cuanto se consumían. Su mujer lavaba los manteles de cuadros rojos y blancos en la lavadora de su casa. El lugar ciertamente carecía de estilo, pero tampoco era hortera. No había flores de plástico en los vasos. Hacía poco Einar había invertido en un lavaplatos más grande. Las autoridades sanitarias no tendrían nada que objetar a la limpieza y el equipamiento de su local.
Era allí, en el bar de Einar, donde la gente se ponía al día sobre lo que ocurría en el pueblo. Sobre quién salía con quién, quienes acababan de separarse, y qué granjero estaba a punto de perder sus tierras por quiebra. Solo había un taxi a disposición de los lugareños. Kalle Moe conducía un Mercedes blanco, y casi siempre se le podía localizar en el teléfono fijo o en el móvil, en todo momento sobrio y servicial. Si él no podía, buscaba a algún colega de la ciudad. Mientras Kalle fuera el taxista del pueblo, no había lugar para otra licencia. Había cumplido los sesenta, y más de uno estaba ya dispuesto a ocupar su lugar.
Einar Sunde permanecía en el bar seis días a la semana, hasta las diez de la noche los días laborables. Los sábados tenía abierto hasta las doce y los domingos cerraba todo el día. Era un gran trabajador, ágil, larguirucho, pelirrojo y con los brazos largos y flacos. Colgado del cinturón llevaba un trapo de secar, que cambiaba en cuanto tenía una mancha. Su mujer, Lillian, que solo veía a su marido por las noches, vivía su propia vida, no tenían ya nada en común. Ni siquiera se molestaban en discutir. Einar no tenía tiempo para soñar con algo mejor, tenía que trabajar. El chalet de estilo suizo les había costado un millón seiscientas mil coronas, incluidos sauna y gimnasio, que él nunca usaba por falta de tiempo.
Al bar acudía todo el núcleo duro del pueblo, o al menos parte de él. Estaba formado por hombres jóvenes de entre dieciocho y treinta años, con o sin novias. Como ya podían tomarse las cervezas allí, nunca iban a la ciudad a buscar chicas de fuera. Todo el mundo podía volver andando a casa desde el bar de Einar; el pueblo no era más grande que eso. Preferían tomarse otras dos pintas a coger un taxi carísimo desde la ciudad. De modo que se casaban con chicas del lugar y se quedaban allí. Pero antes de que eso ocurriera, las chicas iban rotando, lo que creaba una extraña complicidad, y muchas leyes no escritas.