– ¿Cómo de grande es la posibilidad de que haya actuado antes?
– Bastante grande. Pero puede que sea tan joven que aún no le haya dado tiempo.
– ¿Es joven?
– Hay algo de juventud en esa ira tan inmensa. Yo tengo cincuenta -dijo pensativo -. No creo que este hombre los tenga. Máximo treinta.
– Treinta y mucha fuerza física.
– Y una herida mortal en el alma. Tal vez por una mujer, o por todas las mujeres. Estar rabioso da mucha fuerza. Y tenía un arma poderosa. ¿Qué llevas tú en el coche, Jacob?
Skarre se rascó los rizos.
– Una caja de herramientas de metal con pequeños utensilios. Un gato. El triángulo de emergencia. Cosas así. A veces una percha para la americana.
– ¡Joder!
– Un termo, para cuando hago algún viaje largo. Linterna.
– Demasiado pequeña.
– La mía es enorme. La más grande de la marca Maglite. Mide cuarenta centímetros de largo.
– Es demasiado angulosa, habría producido otro tipo de lesiones.
– También tengo cuarenta cintas de casete en la guantera, y en el maletero algunas veces llevo una bolsa de cascos vacíos que nunca me acuerdo de devolver. Y tú, ¿qué llevas tú en el coche?
– A Kollberg -dijo Sejer.
Se acercó a la ventana. Skarre fue hacia él. Durante unos instantes permanecieron de pie, callados y pensativos.
– Él cuenta las horas -dijo Sejer.
– Las colecciona -contestó Skarre.
– El reloj se ha convertido para él en una obsesión. El periódico todas las mañanas. Y las noticias. Toda la información que sale. Él la sigue, y toma nota de todo. Intenta averiguar qué es lo que sabemos.
– No gran cosa -dijo Skarre -. ¿Y qué pasa con Jomann?
– Se marchó del hospital sobre las nueve. Lo han confirmado allí. Tarda media hora en llegar a su casa.
– ¿Y no se encontró con nadie?
– Con un Saab blanco. A gran velocidad. Estuvieron a punto de chocar.
– Yo también suelo acelerar un poco en carretera -sonrió Skarre.
Un hombre entró en la habitación. Gunder soltó la mano de Marie. Reconoció a Sejer y de pronto se le ocurrió que todo era un gran malentendido. Seguramente se habrían confeccionado miles de unidades de ese bolso en forma de plátano. Sejer permaneció observando al hombre encorvado.
– ¿Qué tal va todo? -preguntó.
Gunder lo miró desalentado.
– No sé cómo va a acabar todo esto. Dicen que pronto tendrán que desplazarle el tubo a la garganta, porque tiene la faringe muy dolorida. Le harán un agujero en la garganta y le meterán el tubo. No sé cómo va a acabar todo esto -repitió.
Los dos permanecieron un rato callados.
– ¿Han encontrado a su hermano? -preguntó Gunder.
– No -contestó -. Pero estamos buscándolo. En Nueva Delhi vive mucha gente y tenemos que estar seguros de que sea él realmente.
– Él no quería que ella se marchara -indicó Gunder con tristeza -. Por cierto, yo pagaré el billete. Dígaselo. Es mi responsabilidad.
Sejer prometió que así lo haría. Gunder se llevó una mano fría a la nuca.
– Ustedes me dirán cuándo puedo enterrarla, ¿verdad?
Sejer vaciló.
– Se tardará un poco. Quedan muchos puntos por aclarar. Tendremos que hablar con su hermano sobre dónde enterrarla. Tendrá usted que contar con la posibilidad de que quiera llevársela a la India.
Gunder se puso pálido.
– ¡Ah, no! Será enterrada aquí, junto a la iglesia de Elvestad. Al fin y al cabo es mi mujer -dijo, muy preocupado -. Tengo aquí el certificado de matrimonio -añadió, tocándose el bolsillo.
– Sí -asintió Sejer -. Se lo estoy diciendo para que esté preparado. Ya encontraremos la solución a eso. Pero podrá tardar.
– Ella es mi esposa. Decido yo.
Gunder se alteró. Nunca le pasaba. Su pesado cuerpo estaba temblando.
– En la India tienen la tradición de incinerar a los muertos, ¿no es así? -preguntó Sejer con mucha prudencia -. ¿Qué religión profesaba ella?
– Era hindi -respondió Gunder en voz baja -. Pero no muy practicante. Habría querido estar aquí, junto a mí. Estoy seguro.
Volvieron a callar.
– Y si su hermano quiere llevársela de vuelta a la India, ¿qué puedo hacer? -preguntó muy afligido.
– Existen reglas para situaciones como esta. Por supuesto, tiene usted sus derechos. Un abogado podrá ayudarlo, pero no piense en eso ahora. Piense en usted mismo y en su hermana -dijo -. No puede hacer nada más por su mujer.
– ¡Sí! Puedo procurar que tenga un hermoso entierro. Me ocuparé de todo, ahora que me han dado la baja médica. Por eso estoy aquí día y noche. A mí ya me da lo mismo dónde esté. Tengo cama y todo -añadió señalando la cama junto a la ventana -. Karsten no soporta estar aquí. Karsten es su marido -explicó -. Pobre Karsten, tiene mucho miedo.
– Yo me quedaba a menudo con mi madre -dijo Sejer -. Murió hace dos años. Al final estaba en la cama, callada y mirando al vacío. Sin conocerme. Pero yo pensaba que de alguna manera, y a pesar de todo, ella percibía mi presencia. Si no sabía que era yo, al menos notaría que alguien estaba sentado junto a su cama. Así sentía que no estaba sola. Eso es lo que yo pensaba.
– ¿Cómo pasaba usted el tiempo? -preguntó Gunder.
– Hablaba conmigo mismo -sonrió Sejer -. Sobre todo y nada. Algunas veces le hablaba a ella, otras solo a mí mismo. Pensaba en voz alta. Cuando me marchaba tenía verdaderamente la sensación de haberla visitado. De haber hecho algo. Resulta mucho más pesado estar simplemente sentado sin decir nada.
Miró a Gunder.
– Usted háblele. Nadie puede oírlo aquí dentro. Háblele de Poona -dijo -. Háblele de todo lo que ha ocurrido.
Gunder bajó la cabeza.
– No sé si tengo fuerzas.
– Es una manera de asumirlo. Es lo que llaman psiquiatría de crisis. Usted tiene una hermana. Cuénteselo todo.
– ¡Pero ella no oye nada!
– ¿Está seguro de ello?
Sejer le golpeó amistosamente la espalda.
– Sé que tiene usted mucho en qué pensar. Si quiere preguntar algo, llámeme. En esta tarjeta encontrará mi número de teléfono, tanto el de mi casa como el del trabajo.
– Gracias -dijo Gunder.
Sejer se acercó a la puerta.
– Hay algo que debo decir -carraspeó Gunder, avergonzado.
– ¿Sí?
– Tengo una foto de Poona. Se la oculté a ustedes.
– ¿Quiere dejármela?
– Si usted me la devuelve…
La línea telefónica abierta al público se fue acallando. Los titulares de los periódicos fueron disminuyendo y se convirtió en una noticia menos importante. Poona ya no estaba en las portadas. A petición de Jomann, su nombre no se mencionó. Y, sin embargo, se filtró. Sejer por fin tuvo tranquilidad para poder pensar. ¿Qué era ese polvo blanco? Le daba vueltas al asunto en la cabeza cuando miraba el mapa de Elvestad y alrededores. El cruce de carreteras con la gasolinera Shell, el bar de Einar, la tienda de Gunwald, la carretera hacia Hvitemoen, el prado y el lago Norevann. Poona estaba representada mediante una cruz roja, exactamente en el lugar donde la encontraron. El coche rojo aparcado en el arcén. Linda en bicicleta. Todo estaba en su sitio. El hombre llegaría desde el centro, pensó Sejer; el coche estaba aparcado con el morro mirando hacia Randskog. No, no necesariamente. Tal vez viniera del lado opuesto. Vio a la mujer, la adelantó y luego dio la vuelta. El hombre estaba solo en el coche y tuvo una idea repentina. Llevaba algo pesado en el maletero. Poona pesaba cuarenta y cinco kilos, el hombre tal vez el doble. Linda, ¿qué viste?, pensó Sejer. Conoces a casi todos los que viven en Elvestad. ¿Lo conoces a él? ¿Sabes algo que no te atreves a contar?
Se puso a hacer garabatos en un bloc. Ella bajó del avión. Atravesó la sala de llegadas. Se encontró con Kolding, después con Einar y luego se fue sola por la carretera.