«No la vi marcharse, solo oí cerrarse la puerta.»
¿Einar Sunde estaba diciendo la verdad? ¿Por qué se fue la mujer? Por la carretera, con esa pesada maleta. ¿Por qué estaba desesperada? Cuando uno se marcha es porque va camino de una solución. El paisaje noruego con sus campos amarillos le inspiraría confianza, pues ella venía de una ciudad de doce millones de habitantes, y con las calles tan llenas de gente que apenas puede uno moverse. Aquí iba sola por la carretera. Una mujer morena, como una flor exótica entre ranúnculos y dientes de león. Sejer dejó la sala de reuniones y se metió en el despacho. Sacó la carpeta del cajón, hojeó y leyó. Sus propios informes, declaraciones de testigos. Sonó el teléfono. Era el forense Snorrason.
– Por favor, dime que tienes buenas noticias -dijo Sejer.
– Ese polvo blanco es magnesio.
– Se me da mal la química. ¿Para qué se usa?
– No podemos decir con seguridad con qué propósito pudo haberse utilizado. Seguramente, se emplease para varias cosas. Pero tengo algunas ideas. Y por lo demás, tendremos que pedir opinión a otros. El magnesio también se emplea en la medicina, pero en ese caso con otra composición.
– Llámame cuando sepas algo más. Y no lo hagas llegar a la prensa.
– De acuerdo -dijo Snorrason.
Sejer colgó y cerró la carpeta. Magnesio, pensó, en forma de polvo. ¿Quién andaba por ahí con magnesio? ¿Acaso alguien que trabaja en alguna empresa química? ¿Decía algo del lugar de trabajo del homicida? Pensó en el hecho de que el taxista Kolding hubiera comprado una batería de coche justo enfrente del bar de Einar, mientras Poona se encontraba en el local, solo a unos metros de distancia. Sejer salió del despacho y se dirigió a la gasolinera de Elvestad. Mode Bråthen estaba detrás del mostrador. Observó a Sejer con discreta curiosidad, parecía encantado con la situación, con ese agente larguirucho que acudía a su gasolinera haciendo preguntas. La mayoría solía retirarse; Mode se inclinó hacia delante por encima del mostrador, observando al recién llegado como a un raro huésped.
– No fui yo -dijo con una sonrisa burlona -. Como ya dije al hombre que estuvo aquí el otro día, libré aquella noche. Me fui a jugar a los bolos. Se quedó Torill. Ella vive aquí enfrente. Puedo llamarla y pedirle que venga.
– Ajá -dijo Sejer mirándolo fijamente con sus ojos grises -, a eso llamo yo buen servicio.
– Así es -sonrió Mode -. Está usted en una gasolinera Shell.
Dos minutos más tarde entró una chica.
– Este lugar es tranquilo, sobre todo por la tarde. Por eso me acuerdo bien -dijo, ávida de ser útil -. Llenó el depósito con diésel y compró una Coca-Cola -recordó.
– ¿Nada más? -preguntó Sejer.
– Sí. Y una batería de coche. Y leyó el periódico VG a escondidas, para no tener que comprarlo.
– ¿De modo que estuvo unos minutos aquí dentro?
– Sí -contestó la joven -. Pero no dijo nada.
– ¿A qué hora se marchó? ¿Lo recuerdas?
– No -respondió, pensándoselo -. Tal vez alrededor de las ocho y media.
– ¿Viste cómo se alejaba el coche?
– Sí, debía de llevar un pasajero, porque cuando arrancó se apagó la luz verde.
– ¿Un pasajero? ¿Aquí? ¿Se fue en dirección a la ciudad?
– No -contestó ella -. Fue hacia la izquierda, hacia Randskog.
Sejer frunció el ceño.
– En otras palabras: ¿hacia Hvitemoen?
– Sí.
Miró muy serio a la joven Torill.
– ¿Estás completamente segura de que fue hacia la izquierda y no hacia la derecha, hacia la ciudad?
– Claro que estoy segura, vi el intermitente y todo. -Torill lo miró a los ojos -. Estoy completamente segura.
¡Qué demonios!, pensó Sejer. Al salir se quedó mirando el bar de Einar, que se encontraba justo enfrente. ¿Y si Kolding se hubiera quedado en la gasolinera haciendo tiempo para ver si Poona volvía a aparecer? Quizá la mujer india se le había metido en la cabeza, y sabía que estaba sola y desamparada. Puede que la mujer bajara la escalera arrastrando la maleta y Kolding la siguiera para volver a cogerla en el coche. Con la batería en el maletero. ¿O Torill recordaba mal? Afirmación contra afirmación. Eso ocurría siempre. Pero era poco probable que Torill tuviera algo que esconder. Kolding estaba sentado en el caldeado vehículo con Poona en el asiento de atrás, mirándola por el espejo retrovisor. Él era joven. Atrapado en un matrimonio con un bebé llorón que obviamente le atacaba los nervios. Agotado, tal vez desequilibrado. Y a pesar de todas las peticiones no llamó a la policía.
Sejer condujo lentamente hacia su casa. Las imágenes iban y venían en su cabeza. Los ojos enrojecidos de Kolding. Sus nerviosas manos jugueteando con el portamonedas. Un hombre menudo y de escasa fuerza física. Pero con una batería de coche no necesitaba músculos.
Linda fue a por los periódicos viejos amontonados en la escalera del sótano. Luego se sentó junto a la mesa de la cocina y se puso a hojearlos lentamente. Había muchos artículos sobre el asesinato de Hvitemoen. Fue a por unas tijeras y empezó a recortar. Había varias fotos de policías, pero ninguna de Jacob. Su rostro estaba a punto de desaparecer. Pero Linda se acordaba de su voz y de sus ojos.
Le preocupaba un poco lo del coche. Cada vez que pensaba en él, sentía un leve miedo. No había llamado a Jacob. Lo que era una casualidad a lo mejor podría resultar importante. ¿Y si simplemente lo llamara y le dijera: «Podría haber sido un Golf»? Nada más que eso. Nada más seguro que eso. Así podrían descartar otros. No era, por ejemplo, un Volvo, ni tampoco un Mercedes. Las tijeras rasgaron el papel, había recopilado un buen montón de recortes con texto y fotos. Luego los clasificó cronológicamente y los metió en una carpeta transparente. Por un instante se sintió tentada a subrayar algunas frases. «Un testigo que pasaba en bicicleta dice haber visto a dos personas en el lugar de los hechos, que podrían ser la víctima y su asesino.» O: «Un nuevo testigo importante en el caso de Elvestad». Pero no, ella no era tan infantil. Fue al salón y se sentó junto al teléfono con la tarjeta de Jacob en la mano. Se acarició la mejilla con ella, la olió y la besó. Y, muy coqueta, besó tres veces el nombre de Jacob. No importaba lo que hiciera mientras nadie la viese. En realidad, era una idea tentadora. Y marcó el número. Cuando el hombre contestó, a Linda le entraron tantos temblores que tuvo que esforzarse para parecer calmada y reflexiva, lo que no había sido nunca. Intentó ser breve, había decidido decir una sola cosa: que podría haber sido un Golf. Pero Jacob no se contentó con eso. Linda no estaba preparada para ese devenir de la conversación y perdió el control. Era incapaz de retirarse o colgar, pues en ese caso Jacob desaparecería.
– ¿Conoces a alguien que conduzca un Golf?
Al principio, Linda se puso a la defensiva y contestó rápidamente:
– ¡No!
– ¿Has visto algún coche así en Elvestad?
– Es posible -contestó entonces -, pero no de alguien que conozca bien.
– Pero, entonces, ¿sí que sabes de una persona en Elvestad que tiene un Golf rojo?
Linda se mordió el labio.
– Él no tiene nada que ver con el asesinato -dijo -, lo único que pasa es que su coche se parece.
– Entiendo -contestó Skarre con aplomo -. A mí solo me interesa saber cómo has llegado a esa conclusión. La de que podría tratarse de un Golf. Por eso pregunto. Si sabes su nombre, me gustaría que me lo dijeras.
Linda miró el jardín y los árboles a través de la ventana. Se erguían como soldados beligerantes con sus copas puntiagudas. El corazón le latía muy deprisa. ¿Jacob no iría a verla? ¿No volvería a verlo? Sintió miedo. La sensación de desencadenar algo. Temblaba por dentro solo con pensarlo. Pero ¿dar su nombre? ¿Y esas heridas que tenía? Parecían garras largas e iracundas.