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Permaneció mucho tiempo sentado en su sillón, pensando. ¿Debería informar sobre lo que había visto? Si no recordaba mal, había leído en el periódico algo sobre una maleta desaparecida. Pero se trataba de Einar, un hombre al que conocía desde siempre, un padre de familia muy trabajador, con una conducta irreprochable. Era cierto que corrían rumores sobre que su matrimonio iba mal, y que su mujer tenía secretos que guardar. Gunwald era generoso, no juzgaba a la gente por esas cosas. Seguramente Einar se había librado de su basura, lo que no era exactamente legal, pero no se llamaba a la policía por algo así. Si llamaba, querrían saber quién era. Alguien podría usarlo en su contra más adelante. Y Einar no había matado a una mujer indefensa, claro que no. Estaba seguro de ello. Pero tal vez era importante. ¿Por qué habría tirado una maleta al agua? Si realmente era una maleta. Podría llamar y permanecer en el anonimato. Por lo visto, era legal. Cerró los ojos y volvió a ver en su interior el contorno de aquella figura. De repente, se quedó helado. Se levantó, sacó una botella de brandy del armario y se sirvió una generosa copa. No quería verse mezclado en ese tipo de asuntos. Pero la joven Linda Carling, que pasó por el lugar en bicicleta, sí que contó todo lo que vio, sin reservas. Pero ella era joven y estaba llena de energía. Él era viejo, mucho más de sesenta. ¿Y si llamaba y decía: «Alguien estuvo en la punta del istmo y tiró algo al lago Norevann»? «Yo estaba dando un paseo con mi perro. No sé quién era y no vi lo que tiraba, pero puede que fuera una maleta.» Entonces tal vez rastrearan el lago y encontraran algo. Y si era un saco con basura, entonces no habría pasado nada. Llamaría enseguida y diría solo eso. No mencionaría el nombre de Einar. Bebió más brandy. Y además, aunque fuese el coche de Einar, no era seguro que fuera él quien lo conducía. Einar tenía un hijo que de vez en cuando lo usaba: Ellemann. Podría tratarse de Ellemann Sunde. Pero él era bajo, y el hombre que había visto era alto. Estaba seguro de que se trataba del coche de Einar. Gunwald no se había fijado en la matrícula, pero conocía bien la parte trasera de ese vehículo, que siempre estaba aparcado delante del bar con la parte trasera hacia la carretera. Un Sierra familiar. Lo veía todos los días desde su tienda. ¿Esa línea de teléfono abierta al público funcionaría a esas horas de la noche? Bebió un poco más de brandy. Resultaba difícil acostarse sin podérselo contar a nadie. Pensó que Einar nunca tiraría basura al lago. Fuera del bar tenía un enorme contenedor que la empresa Vestengen Transport vaciaba una vez al mes. Gunwald nunca lo había visto lleno. Dentro había vasos de cartón y estiropor y filtros de café. Miró al perro. Le acarició la cabeza.

– Llamaremos mañana. Ahora es muy tarde. No ladraste -susurró, incrédulo. -No entiendo por qué, tú eres un perro muy ladrador…

Había unos cinco metros de profundidad y el agua estaba muy turbia. Dos hombres rana estaban trabajando. Desde la punta del istmo, Sejer miraba a aquellas dos figuras serpentear como enormes peces. Skarre se acercó a él.

– Háblame de Gøran Seter -dijo Sejer.

Skarre asintió.

– Un joven guapo. Diecinueve años. Único hijo de Torstein y Helga Seter. Vive en casa de sus padres. Trabaja en un taller de carpintería. Estuvo en un gimnasio de la ciudad el día veintiuno por la tarde, el gimnasio Adonis. Pasó por delante de Hvitemoen sobre las ocho y media.

– ¿Y luego?

– Estuvo con su novia Ulla. Hicieron de canguro en casa de la hermana de ella.

– ¿Cómo reaccionó a tus preguntas?

– Se mostró muy dispuesto a contestar. Pero vi que tenía un par de arañazos en la cara. Heridas medio curadas.

Sejer levantó la mirada.

– No me digas. ¿Le preguntaste por ellas?

– Estuvo jugando con su perro. Tiene un rottweiler.

– Lo del gimnasio… el entrenamiento… ¿se lo toma muy en serio?

– Seguro que sí. Estamos hablando de un verdadero cachas. De cerca de cien kilos, probablemente.

– ¿Te cayó bien?

Skarre se rió. Sejer hacía a veces unas preguntas muy raras.

– Sí. Más bien sí.

– Tenemos que cotejarlo con la declaración de su novia.

– Así es.

– He estado pensando en algo -prosiguió Sejer -. ¿Quién pasea por la noche? Por la noche tarde, aquí, junto al lago. ¿Gente con perro?

– Seguro que sí -contestó Skarre.

– Si yo viviera donde Gunwald, vendría justo aquí a pasear al perro.

– No creo que ese hombre le dé muchos paseos. Su perro está gordísimo.

– Pero debemos hablar con él. Si fue él quien llamó, se va a romper como el cristal a la menor presión. No es muy valiente.

– ¿Como el cristal?

– Veremos lo que encontramos.

– Estuvo muy raro al teléfono -dijo Skarre -. Como si estuviera recitando algo que se había aprendido de memoria. Luego colgó bruscamente, muy asustado.

– ¿Que piensas?

– Creo que mintió. Dijo que solo había visto la figura de un hombre. A lo mejor vio claramente quién era. Y eso lo asustó. ¿Tal vez porque es alguien que conoce?

– Exactamente.

Sejer miró fijamente el fondo del lago. Subían burbujas, que estallaban en la superficie. Uno de los hombres rana asomó fuera del agua y nadó hacia la orilla.

– Allí hay algo. Parece una caja.

– ¿Podría ser una maleta? -preguntó Sejer.

– Podría ser. Es pesada. Necesitaremos cuerda.

Le facilitaron un rollo de cuerda de nailon y volvió a desaparecer. Los hombres de la orilla contuvieron el aliento. Sejer, de pie, inclinado hacia delante, forzó la vista de tal manera que se mareó.

– Están emergiendo. Ya la tienen.

Dos técnicos daban pequeños tirones a la cuerda. Algo apareció bajo la superficie. Pudieron ver el asa a la que estaba atada la cuerda verde. Sejer cerró los ojos de la alegría. Cogió el asa y ayudó a subir la enorme maleta a tierra. Durante unos instantes permaneció empapada y reluciente sobre la hierba. Era una vieja maleta de escay marrón con sólidas asas. Atado a la maleta había un cartapacio marrón del mismo material. Una placa con el nombre estaba pegada al asa, pero las letras se habían borrado con el agua. Sejer se sentó en la hierba y contempló la maleta. Pensó en Jomann al instante.