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– ¿Por qué tengo que hablar de ello?

– Entiendo que pienses que no me concierne. Pero no es así.

– Ninguno de nosotros tenemos nada que ver con el asunto. No me apetece decir nada.

La chica volvió a cerrarse en banda. Skarre seguía sonsacándole.

– No hace falta que entres en detalles. Basta con que me hagas un breve resumen de cómo sucedió.

Skarre clavó sus ojos azules en los ojos verdes de Ulla. Solía funcionar, y la chica no fue una excepción.

– Llevábamos juntos casi un año. Solíamos entrenar juntos en Adonis. Yo no siempre voy tres veces a la semana, Gøran sí. Me recogía e íbamos juntos en su coche. Entrenábamos un par de horas. La tarde del veinte estuvimos en Adonis y yo ya había decidido dejarlo. Esperé a que hubiéramos acabado de entrenar. Nos fuimos cada uno a nuestro vestuario. Yo temblaba solo con pensar en lo que iba a decirle -admitió -. Decidí aplazarlo. Buscar una ocasión mejor. Pero a pesar de todo, luego se me escapó. Nos vimos a la entrada como de costumbre. Él se compró una Coca-Cola y yo un Sprite. Nos los bebimos fuera. Entonces se lo dije. Que no quería seguir. Que cogería el autobús para volver a casa.

Los pensamientos de Skarre volaron en todas las direcciones.

– Ulla -preguntó -, ¿cómo iba vestido después del gimnasio? ¿Lo recuerdas?

Ulla lo miró desconcertada.

– A ver si me acuerdo. Una camiseta de tenis, de esas con cuello, blanca. Y pantalones Levi’s negros. Es lo que suele llevar.

– ¿Cómo reaccionó?

– Se puso pálido. Pero no podía hacer nada. Si se ha acabado, se ha acabado. De manera que no dijo nada. Simplemente se fue pitando y se metió en su coche.

– ¿Dijo adónde iba?

– No. Pero me quedé un rato mirando cómo desaparecía. Recuerdo que llamó por el móvil. Luego se marchó. Las ruedas chirriaron.

– Ulla -dijo tranquilamente Skarre -. Volveremos a hablar contigo. Pero no debes preocuparte, ¿comprendes?

– Sí -contestó la joven, muy seria.

– Ya puedes volver a tu trabajo -dijo.

Skarre salió del centro comercial y se sentó en el coche. Tamborileó sin cesar sobre el volante. Gøran Seter no había hecho de canguro con Ulla. Ella había roto. Lo había rechazado. De camino hacia su casa pasó por Hvitemoen. Iba solo en su Golf rojo y llevaba una camiseta blanca.

15

Linda marcó el número de Karen varias veces, pero la madre decía siempre que no estaba. Hacía varios días que no hablaba con su amiga. La gente la miraba cuando estaba en el bar o cuando montaba en bici por la carretera. El entorno le era hostil. Linda estaba junto a la ventana mirando el oscuro jardín. Los rumores sobre dónde había estado la policía y dónde no corrían ya sin desenfreno. Y, en particular, sobre dónde había estado varias veces. Su madre no mostró ningún entusiasmo cuando supo que Linda había llamado a la policía. Y Linda no vislumbraba ninguna posibilidad de volver a ver a Jacob. Era incapaz de encontrar un pretexto para hacerle ir de nuevo a su casa. Había escrutado los confusos centelleos de su memoria en busca de más detalles. Aquellas dos personas en el prado. Aquel extraño juego. Cuando pensaba en ello, le seguía pareciendo un juego. Pero Jacob había dicho que uno veía lo que quería ver. Nadie quiere ver un asesinato. Un hombre corre tras una mujer, tal y como suele ocurrir. Por eso ella lo había interpretado de esa manera. Gøran la miró muy mal aquel día en el bar en que la pilló observando su coche. Ahora él ya sabría por qué lo hacía. No es que tuviera miedo a Gøran, pero no quería causarle problemas. Solo quería hablar del coche. Mucha gente tenía un Golf. Podría haber llegado de cualquier parte. Ahora era demasiado tarde. La policía había hablado ya con Gøran y con Ulla. Luego pensó en la cara de Gøran, en sus heridas. Otra gente aparte de ella tendría que haberlas visto. Y, de todos modos, otros las habrían mencionado. Ella ya no diría nada más, ni una palabra. ¡Pero tenía que ver a Jacob de nuevo! Se quedó un rato junto a la ventana y pensaba con todas sus fuerzas. Su madre se había ido a Holanda a recoger tulipanes. La casa estaba en silencio, eran más de las once. De repente, se apresuró hasta la entrada y cerró la puerta con llave. El ruido seco de la cerradura la asustó. Se sentó junto a la mesa de la cocina. Sonó el teléfono y se sobresaltó de tal manera que dio un pequeño respingo. Tal vez fuera Karen que llamaba por fin. Descolgó y gritó su nombre. Pero nadie contestó. Oía a alguien respirar. Aturdida, permaneció con el auricular en la mano.

– ¿Hola?

Nadie respondió. Habían colgado. También ella colgó, con las manos temblorosas. Empezaba a tener miedo. Se sentó en el sofá y se mordió las uñas. Se oía un suave rumor procedente de los árboles del jardín. Nadie la oiría si gritaba. El miedo estaba a punto de vencerla. Encendió el televisor, pero volvió a apagarlo. Si alguien llegaba hasta la puerta, no lo oiría con tanto ruido. Decidió acostarse. Se cepilló los dientes a toda prisa y subió corriendo al piso de arriba. Echó las cortinas. Se quitó rápidamente la ropa, se metió en la cama y se tapó con el edredón. Escuchó. Tenía la sensación de que había alguien fuera. Era una tontería. Nunca había habido nadie fuera de su casa, excepto los corzos que se comían las manzanas caídas que a ella y a su madre no les había apetecido coger. Apagó la luz y se acurrucó bajo el edredón. El hombre que había cometido aquella atrocidad no iría a su casa. Se habría escondido. Trescientas personas habían llamado a la línea de teléfono abierta por la policía. Ella solo era una de esas trescientas. Entonces oyó un ruido. Era completamente real y claro, no eran imaginaciones. Se incorporó sobresaltada en la cama, y escuchó sin aliento. Luego oyó arrastrarse algo. Linda sintió náuseas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, con una mano en el pecho. ¡Había alguien fuera! Alguien en el jardín. Puso los pies en el suelo, lista para saltar. No tardarían en manipular la cerradura de abajo. Le zumbaban los oídos, era incapaz de pensar. Volvió a hacerse el silencio. Se levantó de la cama temblando. La habitación estaba sumida en la oscuridad. Se acercó a la ventana, metió dos dedos por la cortina y miró a través de la rendija. Al principio solo vio oscuridad, pero luego se puso en funcionamiento su visión nocturna y vislumbró los árboles de fuera y la tenue luz de la cocina que caía sobre el césped. Entonces vio a un hombre. Estaba mirando hacia arriba, hacia su ventana. Linda se metió en un rincón, respirando muy deprisa. Este es el castigo, pensó. Ahora el hombre se vengaría porque ella había llamado. Cegada por el miedo, bajó atropelladamente la escalera. Cogió el teléfono y marcó el número de Jacob, su número particular, que se sabía de memoria. Sollozó en el auricular cuando él contestó.

– ¡Hay alguien aquí! -susurró desesperada -. Está en el jardín, mirando hacia mi ventana.

– Perdone -oyó decir a alguien -, ¿con quién hablo?

– ¡Jacob! -gritó -. Estoy sola en casa. ¡Hay un hombre en el jardín!

– ¿Linda? -dijo Skarre -. ¿De qué estás hablando?

Sintió un gran alivio cuando oyó su voz. Linda se echó a llorar.

– Un hombre. Ha intentado esconderse detrás de unos árboles, pero lo he visto.

Skarre entendió por fin de qué se trataba, y adquirió un tono profesional y tranquilizador:

– ¿Estás sola y te ha parecido ver a alguien?

– ¡He visto a alguien! Clarísimamente. Y también lo he oído. Estaba junto a la pared de mi casa.

Jacob Skarre nunca en su vida había vivido algo semejante. Permaneció unos instantes pensando. Al final, decidió tranquilizarla hablando, pues la chica estaría exaltada.

– ¿Cómo has conseguido mi teléfono particular? -preguntó.

– Está en la guía telefónica.

– Claro, tienes razón. Pero ahora no estoy en el trabajo.

– Ya. Pero ¿y si intenta entrar?

– ¿Has cerrado la puerta?