– No necesito ningún consuelo.
Gøran era fuerte y convincente. La sonrisa estaba siempre presente.
– A Ulla le gusta meter cizaña -explicó.
– No según mi agente.
– Él hablaría un par de minutos con ella. Yo la conozco desde hace más de un año.
– Entiendo. ¿Mantienes entonces que pasaste la tarde con ella?
– Sí. Hicimos de canguros.
– ¿Por qué iba a mentir Ulla sobre eso a un agente de la policía?
– Si era guapo, creo que esa sería razón suficiente. Intenta ligar con cualquiera que se le pone delante. Supongo que querría hacer ver que estaba libre.
– Francamente, ese argumento me parece demasiado flojo.
– Usted no se imagina lo que pueden inventarse las chicas para hacerse las interesantes. No tienen límite. Y Ulla no es una excepción.
– ¿Habías estado antes en casa de la hermana de Ulla?
– Sí.
La sonrisa del joven se hizo aún más amplia.
– Por eso puedo describir tanto el salón como la cocina y el baño. Irritante, ¿verdad?
– ¿Cómo ibas vestido cuando fuiste a Adonis?
– Camiseta de tenis. Seguramente blanca. Pantalones Levi’s negros. Es lo que suelo llevar.
– ¿Te duchaste después de entrenar?
– Claro.
– Y, sin embargo, volviste a ducharte más tarde.
Una breve pausa.
– ¿Por qué sabe usted eso?
– He hablado con tu madre. Llegaste a las once y te metiste directamente en la ducha.
– Si usted lo dice…
De nuevo esa sonrisa. Nada de miedo ni preocupación. El gran cuerpo, cuidadosamente modelado, descansaba en la silla.
– ¿Por qué?
– Supongo que porque me apetecía.
– Tu madre también dijo que cuando volviste a casa llevabas una camiseta azul y un pantalón gris de chándal. ¿Te cambiaste volviendo del gimnasio?
– Me temo que mi vieja no tiene muy buena memoria.
– ¿Tú eres el único de este lugar que tiene la cabeza despejada, Gøran?
– No. Pero, en serio, mi madre no se fija en esas cosas. En el gimnasio sí que llevo camiseta azul y pantalón gris de chándal.
– ¿De manera que saliste de Adonis vestido con una camisa blanca limpia y antes de llegar a casa te pusiste la ropa sudada del entrenamiento?
– No. Es que mi madre no se aclara.
– ¿Qué calzado llevabas?
– Zapatillas de deporte. Estas.
Extendió las piernas para mostrarlas.
– Parecen nuevas.
– Que va. Solo bien cuidadas.
– ¿Me dejas mirarlas por debajo?
Levantó los pies. Las zapatillas tenían la suela blanquísima.
– ¿A quién llamaste?
– ¿Que a quién llamé? ¿Cuándo?
– Hiciste una llamada desde el coche. Ulla te vio.
Por primera vez Gøran se puso serio.
– Llamé a alguien que conozco. Así de simple.
Sejer reflexionó.
– Esta es tu situación a fecha de hoy. Pasaste por el lugar de los hechos a una hora en que pudo haberse cometido el crimen. Tienes un Golf rojo. Un coche parecido fue visto en el lugar de los hechos, aparcado en el arcén. Un testigo vio a un hombre con camisa blanca en el prado. Estaba con una mujer. Mientes respecto a dónde pasaste aquella tarde noche. Varios testigos observaron que tenías marcas en la cara cuando apareciste en el bar de Einar el día veintiuno, al día siguiente del asesinato. Todavía las tienes. Entenderás que necesite una explicación de todo esto.
– Estuve jugando con mi perro. Y no tengo por costumbre atacar a mujeres. No me hace falta. Tengo a Ulla.
– Ella dice que no, Gøran.
– Ulla dice muchas chorradas.
El chico ya no sonreía.
– No lo creo -dijo Sejer -. Volveré más adelante.
– No. No quiero que vengan a darme más la lata, joder.
– En este caso solo tengo consideración con la víctima -respondió Sejer.
– La gente como usted nunca tiene consideración con nadie.
Sejer salió de la casa con una intensa sensación de que Gøran Seter tenía algo que ocultar. Pero todo el mundo tiene algo que ocultar, pensó. No necesariamente un asesinato. Eso era lo que hacía su trabajo tan difícil, ese atisbo de culpa en todo el mundo que los deja en mal lugar, a veces inmerecidamente. La parte que menos gustaba a Sejer de su trabajo era lo desconsiderado de hurgar en la vida de los demás. Por esa razón cerró los ojos y vio la terrible imagen de la cabeza destrozada de Poona.
16
Sara lo esperaba en el sofá con café. Kollberg dormitaba tumbado a sus pies. Estaba soñando que cazaba, sus patas hacían extraños movimientos, como si corriera a gran velocidad. Sejer se preguntó si los perros tendrían la misma sensación de pesadilla cuando soñaban, la de correr sin avanzar ni un ápice.
– Nunca se hace mayor -dijo Sejer, pensativo -. No es más que un cachorro en un cuerpo de adulto.
– Algo le ocurriría en su infancia -dijo Sara, riéndose, y le sirvió una taza de café -. ¿Qué sabes tú de las primeras semanas de vida de Kollberg?
Sejer hizo memoria.
– Era muy lento. Llegaba demasiado tarde al plato de la comida. Los demás cachorros lo dominaban. Fue una camada de trece.
– Entonces está falto de atención. Y tú elegiste el cachorro que no hay que elegir.
Sejer ignoró el último comentario de Sara.
– Pero luego tuvo demasiada. ¿Esa carencia es pasajera?
– Esas cosas nunca lo son -contestó Sara.
Apagaron las luces y se quedaron en penumbra. Una vela ardía en la mesa. Sejer pensó en Poona.
– ¿Por qué destrozarle la cara? -preguntó -. ¿Qué significa eso?
– No lo sé -respondió ella.
– ¿Será la expresión de algo?
– A lo mejor le parecía fea.
Sejer la miró incrédulo.
– ¿Por qué dices eso?
– A veces puede ser así de simple. «También eres jodidamente fea», piensa el hombre; se ha despertado en él la ira y se lanza al precipicio.
Sara bebió un sorbo de café.
– ¿Tú qué crees? ¿Que ese tipo está completamente desesperado?
– No necesariamente, pero me gustaría pensar que sí.
– Eres tan recto… -Sara sonrió -. Quieres que haya arrepentimiento.
– En ese caso estaría justificado. Pero cuando lo cojamos, se preocupará ante todo de sobrevivir en su nueva situación. Se disculpará. Se defenderá. De hecho, es un derecho que tiene.
Sara se levantó, se arrodilló junto a Kollberg y se puso a acariciarle el lomo. Sejer vio cómo el enorme animal se mecía satisfecho bajo las manos de Sara.
– Tiene un bulto debajo de la piel -dijo ella de repente -. Aquí, en la espalda.
Sejer la miró, dubitativo.
– Varios -prosiguió Sara -. Tres o cuatro. ¿Los habías notado, Konrad?
– No -contestó él en voz baja.
– Tendrás que llevarlo al veterinario.
Un atisbo de temor se dibujó en el rostro habitualmente sereno de Sejer.
– ¿Sabes -prosiguió Sara – que Kollberg tiene ya la edad en la que aparecen cosas? Y en un perro de su tamaño… ¿qué edad tiene ya?
– Diez años.
Sejer seguía sentado en el sofá. No quería tocar esos bultos. El temor le recorrió por dentro como agua helada. Se levantó desganado y palpó con los dedos el poblado pelo del animal.
– Llamaré mañana por la mañana.
Volvió a sentarse, cogió el paquete de tabaco y se lió un cigarrillo. Su ración diaria era un whisky y un cigarrillo. Sara lo observaba con cariño.
– Eres un hombre muy autodisciplinado.
Sejer se había encerrado en sí mismo, dejándola a ella fuera. Había relegado lo del perro y se había puesto con algo diferente. Ella podía verlo en sus ojos.
– Hay poco tráfico de paso en esa zona -dijo, distante.
– ¿Dónde estás ahora? -preguntó Sara, confusa.
– En Elvestad. Lo más probable es que el asesino sea de allí.