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– Mejor para vosotros. No vive mucha gente allí, ¿no?

– Más de dos mil.

– Puedo llamar yo al veterinario. O puedo acercarme con Kollberg. Tú ya tienes bastantes cosas que hacer.

Sejer encendió el cigarrillo que se había liado. Era muy grueso.

– Podrías haberte hecho dos más finos -le dijo Sara.

– No serán más que quistes, ¿no? De los que contienen líquido.

Sara notó la preocupación en la voz de Sejer y cómo iba apartando sus temores. Los bultos no contenían líquido, de eso estaba segura.

– Eso es lo que tendrán que examinar. Le cuesta subir las escaleras.

– Puede que hayamos hablado ya con el asesino -comentó Sejer, de nuevo distante.

Sara hizo un gesto de resignación y siguió acariciando a Kollberg. El perro parecía agotado, pero su amo no quería admitirlo. Tenía un profundo surco en la frente. Lo de los bultos le traía recuerdos a Sejer. Se encontraba en un espacio que a ella le estaba vetado.

– También ha adelgazado. ¿Hace mucho que no lo pesas?

– Pesa setenta kilos -señaló Sejer.

– Voy a por la báscula del baño.

– ¿Estás loca?

Frunció las cejas. Cuando Sara hubo salido por la puerta, él se arrodilló, levantó la pesada cabeza del perro y lo miró a los ojos negros.

– No estás mal, ¿verdad, viejo amigo? Lo único que te pasa es que empiezan a pesarte los años. Como a mí.

Reclinó la cabeza suavemente sobre las patas delanteras del perro. Sara llegó con la báscula.

– Oye -dijo Sejer, inseguro -. Kollberg no es un elefante de circo.

– Lo intentaré -respondió Sara -. Voy a por una patata cocida fría.

El perro intuyó que algo estaba a punto de suceder y se levantó con cierto interés. Pusieron la báscula a cero y empujaron al perro para que subiera. Luego entre los dos le juntaron las patas. Tras varios intentos, Kollberg dio la pata a Sejer y se quedó tambaleándose sobre las otras tres. Sejer miró fijamente la esfera digital. Cincuenta y cuatro con nueve.

– Ha perdido quince kilos -dijo Sara muy seria.

– Es la edad -se apresuró a señalar Sejer.

Kollberg se tragó la patata y se tumbó.

Sara se inclinó sobre el pecho de Sejer.

– Cuéntame un bonito cuento -le rogó.

– No me sé ninguno, solo historias reales.

– Entonces me conformaré con una historia real.

Él dejó el cigarrillo en el borde del cenicero.

– Hace muchos años, un pequeño delincuente llamado Martin nos daba mucho trabajo. Ese no era su verdadero nombre, pero, como tú, yo también debo mantener el secreto profesional.

– Martin está bien -dijo Sara.

– Era un reincidente. Hacía de todo: robos de coches, pequeños fraudes, robos en garajes privados. Tenía un carácter bastante débil, y cumplió un montón de condenas, cada una por regla general de tres o cuatro meses. Además, era muy aficionado a la bebida. Pero aparte de todo eso, era un tipo encantador. Con una dentadura horrible. Solo le quedaban algunos trozos. Al reírse, se tapaba la boca con la mano. Pero nos caía simpático y nos preocupábamos por él. Teníamos miedo de que un día acabara cometiendo un delito grave, y discutíamos sobre qué podíamos hacer para ponerle en el buen camino. Y se nos ocurrió lo de sus dientes picados, si sería posible arreglarlos.

Sejer hizo una pausa. Sara se rió de lo de los dientes podridos.

– Nos pusimos en contacto con la Oficina de Asuntos Sociales y pedimos una ayuda para ponerle una dentadura nueva, pues él no tenía recursos. Nos pidieron que presentáramos una solicitud por escrito, y así lo hicimos. Dijimos que podría ser importante con miras a su rehabilitación. Los dientes son algo muy serio, ya sabes. Y nos la concedieron. Martin tenía que ir al dentista tres veces por semana durante el cumplimiento de la condena, y cuando acabó el tratamiento tenía una dentadura blanquísima y perfecta. Como tú, Sara.

Le husmeó el pelo.

– Martin se convirtió en otro. Enderezó la espalda, se aseó y se cortó el pelo. Dio la casualidad de que en la biblioteca de la cárcel trabajaba una mujer que vivía sola con su hija y que con ese trabajo ganaba un poco de dinero extra. Y, ¿sabes?, se enamoró locamente de Martin. Él acabó de cumplir su condena y se fue a vivir con ella. Allí vive todavía, se ha convertido en un buen padre para su hija, y desde entonces nunca ha vuelto a infringir la ley noruega.

Sara sonrió.

– Esa historia es casi más bonita que un cuento de hadas -dijo.

– Y además completamente real -apuntó él -. Pero el tipo de ahora tiene problemas mucho más grandes que Martin.

– Pues sí -contestó Sara con tristeza -. Ese tipo necesitará algo más que un tratamiento odontológico.

El 10 de septiembre, Shiraz Bai llegó a Noruega y se alojó en el Park Hotel por cuenta de Gunder. Sejer marcó el número:

– Si quiere, podemos organizar un encuentro en la comisaría, así no tiene que estar a solas con él. Seguramente le hará preguntas difíciles de contestar. Habla inglés, pero no muy bien.

Gunder meditó sobre ello mientras miraba la foto de Poona. ¿El hermano se parecería a ella? Él es mi cuñado, pensó. Claro que tendré que ir a verlo. Pero no tenía ganas. Se imaginaba una larga serie de humillantes acusaciones.

De repente, pensó que era importante presentarse con un aspecto aseado. Se duchó y se cambió de camisa. Ordenó todas las habitaciones. Tal vez Bai quisiera ver la casa que habría podido convertirse en el hogar de Poona. La bonita cocina y el baño con azulejos de cisnes blancos. Condujo despacio hacia la ciudad. Skarre lo esperaba en la recepción. Muy considerado por su parte, pensó Gunder. Eran muy comprensivos. Él no se lo esperaba. Entró en el despacho y lo vio enseguida. Un hombre enjuto, no muy alto, y tan parecido a Poona que Gunder se sobresaltó. Tenía incluso los mismos dientes salientes. Vestía una bonita camisa azul y pantalones claros. Su pelo estaba grasiento y sin cortar. Tenía una mirada evasiva. Gunder se le acercó con prudencia cuando Sejer los presentó. Miró el sombrío rostro de su cuñado. No vio en él ninguna acusación, su expresión era totalmente hermética. Tan solo un breve movimiento de cabeza. El apretón de manos, un movimiento involuntario. Se les ofreció una silla a cada uno. Bai la rechazó y se quedó de pie junto a la mesa, como si lo que fuera a suceder tuviera que hacerse lo más rápidamente posible. Gunder ya se había sentado. Le invadió un gran pesar. Estaba a punto de darse por vencido en todo. Marie seguía en coma. El mundo entero se había detenido.

Skarre, que se defendía mejor que Sejer en inglés, tomó la palabra.

– Señor Bai -empezó -, ¿tiene usted algún deseo que exponer a Jomann?

Bai miró de reojo a Gunder.

– Quiero llevarme a mi hermana a casa. Nuestra casa es la India -añadió en voz baja.

Gunder miró fijamente el suelo. A sus pies. Había olvidado cepillarse los zapatos, y estaban grises del polvo. Dentro de él había gritos, ruegos que no lograba expresar en voz alta. Sobornos. Tal vez dinero. Pues el hermano era muy pobre, según había dicho Poona. Luego se avergonzó profundamente.

– Podríamos hablarlo… -dijo con cautela.

– No discussion -contestó Bai muy escueto, y apretó los labios.

Parecía enfadado. No triste por lo de su hermana, ni apesadumbrado por la aflicción. No se le veía en absoluto horrorizado por lo sucedido, que la policía le había explicado hasta el mínimo detalle. Estaba enfadado. Reinaba un silencio absoluto mientras los cuatro hombres esperaban. Gunder no tenía fuerzas para hablar de sus derechos como marido, ni de legislaciones noruegas o indias, ni de su propio corazón sangrante. Se sentía impotente.

– Tengo un ruego que hacer -dijo por fin. Su voz estaba a punto de quebrarse -. Un solo ruego. Que venga usted a mi casa para ver el hogar de Poona. ¡El hogar que yo deseaba darle!

Bai no contestó. Su rostro era duro. Gunder agachó la cabeza. Skarre miró impaciente a Shiraz Bai. La pregunta que le hizo sonó como una petición, casi una orden:

– ¿Quiere usted ver la casa del señor Jomann?

Bai se encogió de hombros. Gunder deseó que el suelo se abriera y pudiera caerse dentro en una oscuridad infinita, tal vez hasta donde estaba Poona. Y por fin tener paz. Lejos de ese hombre difícil con cara de enfado. De todo eso que era tan complicado. De Marie, que tal vez se despertara babeando como una tonta. La cabeza le daba vueltas. Voy a desmayarme, pensó. Yo, que jamás en mi vida me he desmayado. Pero no lo hizo. Notó cómo también su rostro se cerraba y endurecía.

– ¿Le gustaría ver la casa del señor Jomann? -repitió Skarre. Le hablaba con exagerada lentitud, como a un niño.

Por fin Bai asintió con la cabeza, como indiferente.

– Entonces vámonos ya -dijo Gunder nervioso, levantándose de un salto de la silla.

Tenía una importante tarea por delante y tendría que actuar mientras tuviera fuerzas y se sintiera capaz de hacerlo. Bai vaciló.

– Iremos en mi coche -dijo Gunder con energía -. Luego le dejaré en el hotel.

– ¿Le parece bien? -preguntó Skarre mirando a Bai, que asintió con la cabeza.

Y los dos hombres recorrieron el pasillo, uno al lado del otro. El corpulento Gunder con su calva, y el moreno y enjuto Bai, con su melena poblada y negra.

Skarre rezó una muda oración para que Bai se ablandara. A veces sus oraciones eran escuchadas.

Volvió a entrar en el despacho de Sejer y se sacó una bolsa de gominolas del bolsillo. El plástico crujió cuando la abrió.

– ¿Sigues conservando la fe? -le preguntó Sejer escrutándolo con mirada cálida.

Skarre sacó una gominola de la bolsa.

– Las verdes son las mejores -dijo evadiendo la pregunta.

– ¿Acaso empieza a quebrantarse?

– Cuando era pequeño -contestó Skarre sin darse por aludido – solía meterme una gominola en la boca y dejarla hasta que el azúcar se derritiera. Luego me la sacaba y entonces estaba lisa y transparente, como gelatina. Son más bonitas sin el azúcar -añadió pensativo.

Estuvo chupando la gominola durante una eternidad y se la sacó de la boca.

– ¡Mira!

Colgaba de sus dedos y era transparente.

– Cobarde -dijo Sejer con una sonrisa.

– ¿Y tú? -preguntó Skarre mirando a su jefe -. ¿Cómo va la fuerza?

– ¿Qué quieres decir con eso?

Frunció el ceño.

– En cierta ocasión dijiste que creías en una fuerza. Como eres ateo, te has buscado otra cosa. Curioso que necesitemos algo.

– Sí, creo en una fuerza. Pero funcionamos como dos entidades independientes -explicó Sejer -. No dialogamos.

– En otras palabras, una situación bastante triste, en mi opinión. No puedes preguntar nada ni tampoco puedes regañar ni quejarte.

– ¿Conque eso es lo que haces tú durante tus oraciones vespertinas?

– También eso.

Cogió una gominola roja.

– Reza por Gunder -dijo Sejer.

Se puso la chaqueta y fue hacia la puerta. Apagó la lámpara del techo.

– Que la fuerza te acompañe -dijo Skarre en inglés.