Tras intensas discusiones en el ayuntamiento, Elvestad tenía ya su centro comercial, lo que estaba provocando que la tienda de toda la vida se hundiera en el polvo junto a la gasolinera Shell. La tienda de Gunwald. En el centro comercial, un alma atrevida había puesto un solarium; otra, una floristería, y una tercera, una pequeña perfumería. En las plantas de arriba había médico y dentista, y la peluquería de Anne. Los jóvenes del pueblo no acudían a Anne, pues el pelo tenían que cortárselo en la ciudad. Las perlas y aros en ombligos y narices también se los ponían en la ciudad. La peluquera Anne conocía a los padres y a las madres, y podía negarse a cumplir el encargo. Pero las personas mayores acudían fielmente a la tienda de Gunwald a comprar. Llegaban con sus carros a cuadros y sus viejas mochilas grises, y compraban esa clase de queso y fiambre que los jóvenes ya no consumían. A Ole Gunwald no le importaba. Hacía mucho que no tenía deudas con el banco.
Gunder Jomann no frecuentaba el bar, pero Einar sabía muy bien quién era. Alguna que otra vez entraba a comprar un helado de fresa que luego se comía fuera, sentado cerca de una mesa de plástico, cuando el tiempo lo permitía. Einar conocía la casa de Gunder, sabía que se encontraba a unos cuatro kilómetros del centro, en el camino hacia Randskog. Además, no había ni un campesino del pueblo que no le comprara herramientas. Justo en ese momento, Gunder entró por la puerta, con la mano ya en el bolsillo de la camisa.
– Quería preguntar -dijo, un poco cohibido, y algo alterado, tratándose de Gunder- cuánto tiempo se tarda en llegar desde aquí al aeropuerto en coche.
– ¿Al aeropuerto de Gardermoen? -preguntó Einar -. Calcula hora y media. Si vas al extranjero tienes que estar una hora antes de la salida, así que ponle dos horas y media. Yo en tu lugar añadiría otra media hora para cualquier imprevisto. -Secaba una y otra vez un cenicero triangular -. ¿Un vuelo por la mañana? -preguntó con curiosidad.
Gunder se sirvió un helado del congelador.
– A las diez y quince.
– Entonces tendrás que levantarte muy temprano.
Le dio la espalda y siguió con su trabajo. Sunde no sonreía nunca, ni era un hombre amable, parecía un alma resentida y no miraba a Gunder a los ojos.
– Yo saldría de aquí a las siete.
Gunder asintió con la cabeza y pagó. Era mejor preguntárselo a Einar y no revelar su ignorancia a la mujer de la SAS. Einar sabía quién era Gunder y no le pondría en ningún apuro. Pero aquella misma noche la gente estaría al corriente de su viaje.
– ¿Te vas lejos? -preguntó Einar, como de pasada, mientras secaba otro cenicero.
– Muy, muy lejos -contestó Gunder, sin más.
Quitó el papel del helado y se marchó. Se lo comió mientras conducía los últimos kilómetros hacia su casa. Así el tabernero tendría algo con qué especular. A Gunder eso no le preocupaba.
Marie se había quedado pasmada. Quería coger el coche y acercarse inmediatamente a casa de Gunder. Su marido, Karsten, estaba de viaje, y ella se aburría y quería saberlo todo. Gunder se resistió, porque Marie era lista, y él no quería que le descubriera. Pero no pudo detenerla. Una hora más tarde su hermana llamaba a la puerta. Gunder estaba limpiando la casa. Si volvía con alguien, quería que todo estuviera en orden.
Marie preparó un café y calentó unos gofres en el horno. También había llevado mermelada y nata agria. Gunder se enterneció. Los dos hermanos estaban muy unidos, pero no lo demostraban. Él no sabía si su hermana era feliz con Karsten, ella nunca lo mencionaba, como si no existiera. No habían tenido hijos, pero ella estaba de buen ver. Morena y guapa, como había sido su madre. Pequeña y redonda, pero sonriente y avispada. Gunder pensaba que su hermana podía haber conseguido a cualquiera, pero se había contentado con Karsten. Marie encontró el libro Todos los pueblos del mundo encima de la mesa y se lo puso sobre las rodillas. El libro se abrió por la foto de la belleza india. Entonces miró a su hermano y dijo, riéndose:
– Ahora entiendo por qué quieres ir a la India, Gunder. Pero este libro es viejo. Esta mujer tendrá ya unos cincuenta años, estará arrugada y feúcha. ¿Sabías que las mujeres de la India parecen tener quince años hasta que cumplen los treinta? ¿Y que entonces de repente se hacen viejas? Es el sol, ¿sabes? Tal vez deberías buscarte una que ya haya pasado por el proceso, porque así sabrías lo que te ibas a encontrar.
Se rió con tanta naturalidad que Gunder tuvo que reírse con ella. A él no le asustaban las arrugas, pero seguramente a Marie sí. Ella no tenía ni una a pesar de sus cuarenta y ocho años. Gunder puso nata agria sobre el gofre.
– Lo que me interesa es la comida y la cultura -dijo -. El arte, la música y todo eso.
– Ya, seguro que sí -dijo Marie, risueña -. La próxima vez que venga a comer aquí, me veré obligada a probar un guisado tan picante que lo notaré hasta en los dedos de los pies. Y las paredes estarán llenas de dragones.
– No lo descarto -contestó él, con una sonrisa.
Luego se quedaron un buen rato callados, mientras comían gofres y bebían café.
– Cuando estés allí no lleves la cartera en el bolsillo de atrás -dijo Marie tras una larga pausa -. Cómprate mejor uno de esos bolsos que se atan a la cintura. No, no lo compres. Yo te dejaré el mío. Es muy sencillo, no parece un bolso de señora.
– No puedo andar por ahí con bolso -objetó Gunder.
– Sí, tienes que hacerlo. Hay carteristas por todas partes en esas grandes ciudades. Imagínate a un campesino como tú en una ciudad de doce millones de habitantes.
– No soy un campesino -dijo Gunder ofendido.
– Ya lo creo que lo eres -señaló Marie, obviando su protesta -. Eres un buen campesino. Y aún más: se te nota. Cuando sales a la calle, no tienes que ir vacilando.
– ¿Vacilando? -preguntó Gunder sorprendido.
– Tienes que andar deprisa, como si fueras a una importante reunión, y, sobre todo, tienes que dar la impresión de conocer Bombay como la palma de tu mano.
– Mumbai -corrigió Gunder-. ¿Como la palma de mi mano?
– Tienes que mirar a la gente a los ojos cuando te cruces con alguien en la acera. Andar muy erguido y con pasos decididos. Abotónate la chaqueta para que no se vea el bolso.
– No se puede llevar chaqueta allí -objetó él -. Están a cuarenta grados a la sombra en esta época del año.
– Tienes que llevar chaqueta -insistió Marie -. Debes protegerte del sol. -Se pasó la lengua por la comisura de los labios para limpiarse los restos de nata -. O tendrás que ponerte una túnica.
– ¿Una túnica? -se rió Gunder entre dientes.
– ¿Dónde vas a alojarte? -prosiguió su hermana.
– En un hotel, claro.
– Sí, pero ¿en qué clase de hotel?
– En uno decente.
– ¿Cómo se llama?
– Ni idea -contestó Gunder-. Ya lo averiguaré cuando llegue allí.
Marie lo miró escandalizada:
– ¿No has reservado habitación?
– Oye, sé cuidarme yo solo -dijo él, que empezaba a sentirse un poco ofendido. Miró de reojo a su hermana, su frente blanca y las finas cejas que se pintaba con pincel.
– Ya me dirás cómo -dijo ella dando pequeños sorbos de café -. Me gustaría oír qué vas a decir cuando salgas de ese aeropuerto enorme, asfixiante, rebosante de gente y caótico, y tengas que buscar una bicicleta taxi o algo aún peor. Entonces se te acerca un tío, te agarra de la camisa y balbucea algo incomprensible, mientras se lanza sobre tu maleta para, acto seguido, dirigirse a toda prisa hacia algún extraño vehículo. Y tú estarás tan agotado, sudoroso y aturdido que apenas sabrás cómo te llamas, y tu reloj irá retrasado por la diferencia de hora. Estarás cansado y anhelando una ducha fría. Ahora dime lo que vas a decir, Gunder, a ese pequeño hombre moreno.