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Bai no contestó. Su rostro era duro. Gunder agachó la cabeza. Skarre miró impaciente a Shiraz Bai. La pregunta que le hizo sonó como una petición, casi una orden:

– ¿Quiere usted ver la casa del señor Jomann?

Bai se encogió de hombros. Gunder deseó que el suelo se abriera y pudiera caerse dentro en una oscuridad infinita, tal vez hasta donde estaba Poona. Y por fin tener paz. Lejos de ese hombre difícil con cara de enfado. De todo eso que era tan complicado. De Marie, que tal vez se despertara babeando como una tonta. La cabeza le daba vueltas. Voy a desmayarme, pensó. Yo, que jamás en mi vida me he desmayado. Pero no lo hizo. Notó cómo también su rostro se cerraba y endurecía.

– ¿Le gustaría ver la casa del señor Jomann? -repitió Skarre. Le hablaba con exagerada lentitud, como a un niño.

Por fin Bai asintió con la cabeza, como indiferente.

– Entonces vámonos ya -dijo Gunder nervioso, levantándose de un salto de la silla.

Tenía una importante tarea por delante y tendría que actuar mientras tuviera fuerzas y se sintiera capaz de hacerlo. Bai vaciló.

– Iremos en mi coche -dijo Gunder con energía -. Luego le dejaré en el hotel.

– ¿Le parece bien? -preguntó Skarre mirando a Bai, que asintió con la cabeza.

Y los dos hombres recorrieron el pasillo, uno al lado del otro. El corpulento Gunder con su calva, y el moreno y enjuto Bai, con su melena poblada y negra.

Skarre rezó una muda oración para que Bai se ablandara. A veces sus oraciones eran escuchadas.

Volvió a entrar en el despacho de Sejer y se sacó una bolsa de gominolas del bolsillo. El plástico crujió cuando la abrió.

– ¿Sigues conservando la fe? -le preguntó Sejer escrutándolo con mirada cálida.

Skarre sacó una gominola de la bolsa.

– Las verdes son las mejores -dijo evadiendo la pregunta.

– ¿Acaso empieza a quebrantarse?

– Cuando era pequeño -contestó Skarre sin darse por aludido – solía meterme una gominola en la boca y dejarla hasta que el azúcar se derritiera. Luego me la sacaba y entonces estaba lisa y transparente, como gelatina. Son más bonitas sin el azúcar -añadió pensativo.

Estuvo chupando la gominola durante una eternidad y se la sacó de la boca.

– ¡Mira!

Colgaba de sus dedos y era transparente.

– Cobarde -dijo Sejer con una sonrisa.

– ¿Y tú? -preguntó Skarre mirando a su jefe -. ¿Cómo va la fuerza?

– ¿Qué quieres decir con eso?

Frunció el ceño.

– En cierta ocasión dijiste que creías en una fuerza. Como eres ateo, te has buscado otra cosa. Curioso que necesitemos algo.

– Sí, creo en una fuerza. Pero funcionamos como dos entidades independientes -explicó Sejer -. No dialogamos.

– En otras palabras, una situación bastante triste, en mi opinión. No puedes preguntar nada ni tampoco puedes regañar ni quejarte.

– ¿Conque eso es lo que haces tú durante tus oraciones vespertinas?

– También eso.

Cogió una gominola roja.

– Reza por Gunder -dijo Sejer.

Se puso la chaqueta y fue hacia la puerta. Apagó la lámpara del techo.

– Que la fuerza te acompañe -dijo Skarre en inglés.

Gunder abrió la puerta del coche a Bai. De repente se sentía sereno. Poona habría querido que lo recibiera bien. Si ella los hubiera visto ahora, esa terquedad infantil entre ellos, habría fruncido el ceño. Gunder con los dientes apretados. Su hermano con los ojos entornados. Pronto habrá acabado esto, pensó Gunder. No creía que el destino volviera a sonreírle nunca más, pero se prometió a sí mismo hacer un verdadero esfuerzo. Salieron de la ciudad. Era un hermoso día de otoño, y el paisaje que atravesaban era para Bai sumamente exótico. Gunder empezó a hablar. Frases cortas en inglés que Bai entendía.

– Me crié aquí. He vivido aquí toda la vida. Es un lugar tranquilo. Todo el mundo se conoce. La casa es del año mil novecientos veinte. No es muy grande, pero está en buen estado. Jardín. Vistas. Y una buena cocina -prosiguió.

Bai no dejaba de mirar por la ventanilla.

– Tenemos tiendas, banco, oficina de correos y un café. Colegio y jardín de infancia. Una bonita iglesia. Quiero enseñártela.

Bai no decía nada, pero en el fondo de su ser debía de intuir lo que Gunder quería. Fueron en el coche a la iglesia de Elvestad. Una hermosa iglesia de madera situada sobre una suave pendiente, todavía verde y frondosa. Aún había alguna que otra flor. La iglesia era modesta, pero destacaba en el paisaje por su luminosidad, blanca entre todo aquel verde. Gunder paró el coche y salió. Bai se quedó dentro. Pero esta vez Gunder no se dio por vencido. Estaba decidido, y esa era su última baza; había movilizado el resto de sus fuerzas en ese único proyecto: quedarse con su difunta esposa. Abrió la puerta del lado del pasajero, y esperó. Bai salió desganado del coche y miró con los ojos entornados la iglesia y las tumbas.

– Si Poona se queda, será enterrada aquí. Vendré a visitar su tumba todos los días. Plantaré flores y las cuidaré. Me sobra tiempo. Todo el que me sobra se lo dedicaré a Poona.

Bai estaba callado pero escuchaba. Si el lugar le parecía hermoso no lo manifestaba. Más bien se le veía asombrado. Gunder se metió por entre las tumbas. Bai lo seguía a cierta distancia. Vio que Gunder se paraba junto a una tumba y se acercó con prudencia.

– Mi madre -dijo Gunder en voz baja -. Poona no estaría sola.

Bai miró callado la lápida.

– ¿Te gusta? -preguntó Gunder mirándolo.

Bai se encogió de hombros. Gunder odiaba ese gesto. Poona nunca lo hacía, siempre respondía con claridad y contundencia.

– Vamos a mi casa -dijo Gunder dirigiéndose al coche.

Seguía mostrándose enérgico, aunque le costaba un gran esfuerzo. Bai miró el jardín y las vistas.

– Manzanas -dijo Gunder señalando los árboles frutales -. Muy buenas manzanas.

Bai asintió con la cabeza. Entraron en la casa. Gunder enseñó a Bai el salón, luego la cocina y el baño, y los dos dormitorios de la planta de arriba. Uno grande, que habría sido el de Poona y el suyo, y otro más pequeño, que era el cuarto de huéspedes. Marie dormía allí cuando iba a visitarlo.

– Tu habitación si hubieras venido a vernos -dijo Gunder-. Queríamos invitarte.

Bai miró el sencillo cuarto. La cama estaba hecha, con una colcha de ganchillo. Cortinas azules y una lámpara en la mesilla. Bai no mostró ningún entusiasmo. Vieron el resto de la casa. Gunder deseaba que Bai hablara, pero su cuñado no decía nada. Vieron toda la casa. Gunder hizo café y sacó unos creps del congelador. Los había hecho Marie, con azúcar y canela. Gunder sabía que en la India usaban mucho la canela, a lo mejor le gustarían a Bai. Pero Bai no probó los creps. Se echó mucho azúcar en el café, pero tampoco le gustó. Gunder volvió a desanimarse.

– Tengo que llevarme a mi hermana a casa -dijo Bai.

Su voz ya no era grave, pero sí firme. Entonces Gunder no pudo más. Se derrumbó en la silla y sollozó. Le daba igual lo que pensara aquel hombre. Tenía los ojos anegados en lágrimas. No le quedaba una sola palabra, las había gastado todas. Bai permaneció callado mientras Gunder lloraba. El reloj de pared sonaba sin piedad.

Gunder no sabía cuánto tiempo llevaban así, hasta que se percató de un movimiento en el sofá. Bai se levantó. Tal vez pretendía abandonar la casa en señal de protesta, y volver a la ciudad andando. Pero no lo hizo. Se dio otra vuelta por la casa. Gunder dejó que lo hiciera sin intervenir. Que mirara todo lo que quisiera. Vio por el rabillo del ojo que Bai había encontrado la foto de Poona y él, colgada encima del escritorio. Luego lo oyó entrar en la cocina. Gunder permaneció en el sillón sin moverse, todavía con las lágrimas resbalándole por la cara. Oyó a Bai dirigirse hacia la entrada y luego subir al piso de arriba. Gunder podía oír sus pasos por la escalera, ligeros y suaves. Luego Bai bajó y salió al jardín. Gunder lo vio debajo de los manzanos contemplando la vista. Por fin volvió a entrar. Los dos cafés se habían enfriado. Bai se sentó en el borde del sillón.