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– Mi hermana puede quedarse -dijo escuetamente.

Gunder no podía creer lo que estaba oyendo y lo miró asombrado.

– Puede quedarse -repitió Bai -. Y tú tendrás que pagarlo todo.

– Claro -tartamudeó Gunder-. Yo lo pagaré todo. ¡Todo lo mejor para Poona!

Estaba radiante de alivio y se levantó de un salto del sillón. Bai se puso a buscar algo en el bolsillo de su camisa. Sacó por fin un sobre y se lo dio a Gunder.

– Una carta de mi hermana -dijo -. Es sobre ti.

Gunder sacó la carta del sobre y desdobló la hoja. Era la letra de Poona, pulcra como un bordado con pluma negra. Pero no entendía nada.

– Está escrita en hindi -dijo confuso -. No lo entiendo.

– Está escrita en marathi -le corrigió Bai -. Busca a alguien que te la traduzca.

Se levantó y dijo:

– Volver a Park Hotel.

Gunder se levantó a toda prisa y quiso estrecharle la mano. Bai vaciló, pero por fin se la tendió. Era flaca y huesuda. Apretó la mano de Gunder con un poco más de firmeza esta vez.

– Muy bonita casa -dijo, e hizo una reverencia.

De repente, Gunder estaba lleno de energía. Organizaría el entierro de Poona y tenía mil cosas que hacer. Aún no le habían dado fecha, pero había mil cosas que hacer. ¿Qué funeraria elegiría? ¿Qué llevaría ella puesto en el ataúd? El broche.

Permaneció con la mano de su cuñado en la suya, lleno de gratitud.

– Yo también tengo una hermana -dijo -. En el hospital.

Bai lo miró interrogante.

– Por un accidente de coche -explicó Gunder entristecido -. No está despierta.

– Lo siento mucho -contestó Bai en voz baja.

– Si alguna vez necesitas algo -continuó Gunder, alentado por la comprensión del hombre -, llámame.

– Tengo una foto mejor -dijo Bai -. Una foto preciosa de Poona. Te la enviaré.

Gunder asintió. Abandonaron la casa.

Gunder dejó a Bai en el hotel. Luego se fue directamente al hospital a ver a Marie. Se sentó junto a su cama y le cogió la mano. Por primera vez en mucho tiempo, sintió paz en su interior.

17

Gunwald estaba colocando tarritos de comida infantil en los estantes. Los rumores corrían más que nunca. Se decía que la policía había estado varias veces en casa de Gøran Seter. Gunwald no lo entendía. ¿Qué pasaba con la maleta? No es que pensara que Einar hubiera matado a esa pobre mujer india, pero de todos modos… He cumplido con mi deber, pensó, mientras iba colocando los tarritos perfectamente alineados.

Todos los días leía el periódico a fondo. Después del asesinato de Hvitemoen, a veces compraba varios. Hizo un extraño descubrimiento. Eso era completamente nuevo para él, ya que siempre había leído el mismo periódico. Pero había muchas diferencias entre lo que ponía en cada uno. En uno leyó que la policía no tenía ninguna pista. En otro ponía que la policía había hecho importantes averiguaciones y que seguían una pista. No era fácil saber quién decía la verdad. Pero lo de la maleta lo atormentaba. ¿Debería llamar y decir que fue Einar? Salió al patio con el embalaje de los tarritos y lo tiró al contenedor. No quería formar parte de esa historia, de ninguna manera. Al entrar vio que Mode, de la gasolinera, estaba junto al mostrador hojeando el periódico.

– ¿Tienes bollos con pasas? -preguntó.

Gunwald fue a por ellos.

– Jamás resolverán este caso -afirmó Mode, con mucha seguridad.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Gunwald.

– Si no lo cogen ya, nunca lo harán. Pronto tendrán que reducir gastos y el caso será sobreseído. Ya verás. Y, entretanto, habrá otro pobre muerto, que pasará a ser la prioridad de la policía. Así es la vida.

Gunwald hizo un gesto negativo con la cabeza.

– A veces resuelven casos como este al cabo de varios años.

– No es lo habitual -dijo Mode, abriendo la bolsa.

Se metió un bollo en la boca. La idea de que tal vez no detuvieran nunca al hombre que había cometido ese horrible asesinato atormentaba a Gunwald.

– Ojalá no sea nadie que conozcamos -dijo, sombrío.

– ¿Que conozcamos? -preguntó Mode, como dudando -. No es nadie de aquí. ¿Quién podría ser?

– ¿Cómo voy a saberlo yo? -contestó Gunwald, y dio la espalda al otro.

Mode masticaba el bollo.

– Parece que en el chalet de estilo suizo la cosa acabará en divorcio -dijo de repente.

Gunwald abrió los ojos de par en par.

– ¿Quién dice eso?

– Todo el mundo. Lillian ha empezado a hacer las maletas. Supongo que Einar tendrá que vender la casa y quedarse a vivir en el bar. Y tenerlo abierto las veinticuatro horas del día para poder sobrevivir. Me lo imagino con un saco de dormir en la trastienda. Esa mujer no es una mujer como Dios manda -dijo sin piedad.

– Einar tampoco ha sido nunca la alegría de la huerta -opinó Gunwald, preguntándose qué significaba todo eso.

– Tal vez venda el bar y se vaya de aquí -dijo de repente -. Entonces seguro que lo convertirán en un restaurante chino.

– A mí no me importaría -contestó Mode.

Sacó otro bollo de la bolsa. Era como una esponja a la que podía dársele cualquier forma.

– ¿Sabes algo más de Jomann? -preguntó.

– Está de baja -respondió Gunwald -. Imagínate por lo que ha tenido que pasar últimamente. Por lo visto se pasa casi todo el día en el hospital. Lo de su hermana es horrible. Puede que se despierte como una niña de dos años. El marido no es capaz de afrontarlo. Va a trabajar y espera a que lo llamen.

– ¿Qué otra cosa puede hacer? -preguntó Mode -. Supongo que se despertará pronto. O suelen despertarse pronto o no se despiertan nunca.

– He oído hablar de gente que lleva años así -comentó Gunwald.

– Esas cosas solo ocurren en América -señaló Mode con un guiño.

Luego volvió despacio a la gasolinera. Gunwald se quedó pensando. Tenía la sensación de que su pueblo estaba invadido. Una presencia extraña que se metía en todo y por todas partes, sacándolos violentamente de la rutina, que los alteraba y los asustaba, que por un lado los unía y hacía que tuvieran la sensación de poseer algo en común, y por otro lado les daba miedo por las noches, en la oscuridad, debajo de los edredones. Al mismo tiempo, la vida seguía, pero bajo una nueva luz. De esa forma observaban más que antes, como si vieran todo por primera vez. De la misma manera que Gunwald tenía la sensación de ver a Einar por primera vez. Y se preguntaba quién era. Y Gøran. Y Jomann, que se había ido solo a un país lejano en busca de una esposa. Linda en su bicicleta, a la que todo el mundo miraba de otro modo, y eso había empezado a afectarla visiblemente. Siempre había sido un poco maniática, pero ahora sus ojos vagaban inquietos. Estaba claro lo que opinaba la gente. Linda debería haberse callado. Gunwald se movía intranquilo. Era la policía la que tenía el deber de solucionar este caso, con o sin su ayuda. Salió al patio y miró el plato del perro. Estaba casi vacío. Lo llenó y lo colocó en el suelo.

– He estado pensando en ti -le dijo al perro -. Tú sí que estabas fuera, en el patio, aquel día. Tuviste que ver lo que ocurrió en el prado. Ojalá supieras hablar. Imagínate que pudieras susurrarme al oído: «Lo conozco. Conozco su olor. La próxima vez que lo vea ladraré muy fuerte para que sepas quién es». Así hacen en las películas -dijo Gunwald muy serio, acariciando el suave pelo del animal -. Pero esto no es una película y tú no eres muy listo.

– ¿Cuándo te has hecho viejo? -preguntó Sejer mirando a Kollberg -. Antes siempre ibas diez metros por delante de mí. Saltabas las escaleras como un cachorro.

El perro estaba encima de una mesa y gañía. El fino papel se rompía bajo sus patas. El veterinario buscó los bultos y encontró cuatro. Sejer intentó interpretar su expresión neutral.