– Parecen firmes, sin líquido. Se trata de tumores claramente delimitados.
Sus manos hurgaron entre el pelo rojizo.
– Entiendo -dijo Sejer. Inspector jefe e investigador de homicidios, de edad madura. Casi dos metros de altura y de hombros bastante anchos. Estaba nervioso como un niño.
– Para saber con certeza de qué se trata tendré que abrir.
– Hágalo entonces -dijo Sejer.
– El problema es que este perro es grande, pesado y viejo. Diez años son muchos años para un perro de raza leonberger. Y anestesiar a un perro conlleva en sí bastante riesgo.
– Anestesiar siempre conlleva un riesgo, ¿verdad? -murmuró Sejer.
– Pues sí, en cierto modo sí. Pero en este caso tal vez cabría preguntarse si no deberíamos ahorrarle una intervención.
– ¿Por qué? -preguntó Sejer, agresivo.
– No sé si se recuperará luego. Pero los tumores hay que extirparlos, sean malignos o no. Están presionándole los nervios de la parte trasera del cuerpo y le hacen perder mucha movilidad. Se trata de una intervención importante en un perro como este. Existe además el riesgo de que se toquen ciertos nervios, con la consecuencia de una parálisis que lo dejaría aún peor de lo que está. Tal vez nunca llegue a ponerse en pie de nuevo. En algunos casos es mejor para el perro dejar que la naturaleza siga su curso.
Aquellas palabras cayeron sobre él como una granizada. Sejer intentó ganar tiempo para que el nudo de la garganta bajara y le dejara libres las cuerdas vocales. Lentamente iba asimilando lo que el veterinario acababa de decir. Era incapaz de imaginarse la existencia sin su perro, sin sus diálogos carentes de palabras. Sus ojos negros. El olor a pelo mojado. El calor de su hocico cuando se sentaba en su sillón y el perro dejaba reposar la cabeza en los pies de su amo. El veterinario seguía callado. Kollberg se había tumbado. Ocupaba toda la mesa.
– No tiene que tomar la decisión en este momento -dijo el veterinario -. Váyase a casa y háblelo consigo mismo y con el perro. Y luego me dice lo que sea. Y sepa una cosa: en este caso no hay una decisión correcta. Solo la elección entre dos decisiones difíciles. Estas cosas pasan.
Sejer le acarició el vientre a Kollberg.
– Según su experiencia, ¿estos tumores suelen ser malignos?
– La cuestión es si el perro aguantaría la intervención.
– Siempre ha sido muy fuerte -afirmó Sejer, terco como un niño.
– Como ya le he dicho: piénseselo. El perro lleva demasiado tiempo con esos bultos.
Sejer estuvo mucho rato sentado en el coche, pensando. «Lleva demasiado tiempo con esos bultos.» ¿Había en eso un reproche? ¿Estaba tan absorto en su trabajo que ya no reparaba en los seres de los que era responsable? ¿Por qué no reparaba en ellos? Se sintió apesadumbrado por el sentimiento de culpa y tuvo que recapacitar. Luego condujo despacio hasta su casa. ¿A quién tengo en consideración si pido una operación?, pensó. ¿A Kollberg o a mí mismo? ¿No se debe retener a alguien a quien se ama? ¿Se espera de mí que reaccione y que le trate como el animal que de hecho es? ¿Debo hacer lo que es mejor para él y no para mí? Pero se sentía amado por ese animal desgreñado. Aunque claro, los animales no saben amar. Era él quien atribuía ese amor a su perro. Pero ¿devoción? Eso sí. La devoción vibraba en todo el cuerpo peludo cuando su amo abría la puerta del piso. Esa vigilancia, el entusiasmo y el corazón animal que latía solo para él. Que latía de todos modos. Echó un vistazo por el retrovisor. Kollberg no se movía.
– ¿Qué te dice tu corazón? -preguntó Sara.
– Es evidente, ¿no? -contestó Sejer con aire sombrío -. Estoy dispuesto a exponerlo a lo que sea con tal de poder tenerlo conmigo unos años más.
– Entonces te arriesgarás con la operación -dijo Sara con sencillez -. Tomarás esa decisión sea cual sea el resultado.
– ¿Debo seguir mis propios deseos y necesidades, sin más? -preguntó Sejer con timidez.
– Sí, debes hacerlo. Es tu perro y tú decides.
Sejer llamó al veterinario. Intentó buscar matices en el tono de voz del especialista que revelaran si aprobaba o no su decisión. Tuvo la clara impresión de que el veterinario estaba contento. Fijaron el día de la intervención. Luego Sejer se arrodilló junto al perro y se puso a cepillarle el largo pelo. Cepillaba sin cesar con movimientos prolongados y notaba sin dificultad los bultos. Le remordía la conciencia no haberlo notado antes. Sara le sonrió intentando consolarlo.
– Kollberg no tiene ni idea de tus sentimientos de culpa -dijo -. Le encanta que lo cepillen. Le encantas tú. En este momento se siente muy bien, tiene un amo cariñoso que lo cepilla. No hay que sentir lástima por él.
– No. Solo hay que sentir lástima por mí -susurró Sejer.
Linda llevaba días llamando a Karen. «Karen no está», respondía la madre. «Creo que acaba de salir. No sé cuándo volverá.» Algo estaba pasando. Linda sentía un profundo temor. Habían estado siempre juntas. Ahora Karen la esquivaba y salía con otra gente. Con Ulla, Nudel, y los demás que frecuentaban el bar. Linda se sentía confusa y angustiada, pero conservaba un último resto de rabia. En todas partes notaba que la gente la miraba. ¿Qué había hecho mal? Todo iba bien mientras se había limitado a hablar de un coche rojo. Pero se había pasado al mencionar el nombre de Gøran. Como si la policía no hubiese investigado por su cuenta ya todos los coches rojos del pueblo. Luego habrían descubierto que el joven había pasado por el lugar del crimen a la hora crítica. Así fue atrapado en la red y ahora estaba luchando por salir. Pero seguro que Gøran era inocente, y en ese caso no tendría nada que temer. En opinión de Linda, era una tontería mentir a la policía. La culpa la tenía el propio Gøran.
Linda empleaba el tiempo en trazar un plan para atraer a Jacob. Por dos veces había ido a la ciudad y había estado esperando frente a la casa donde vivía el hombre, en la calle Nedre Storgate, mirando fijamente las ventanas del segundo piso. Había una estatuilla en el alféizar, pero no podía distinguirla bien y no se había atrevido a llevarse los prismáticos de su madre. Estar en una calle de la ciudad con la vista levantada hacia una ventana no llamaba la atención, pero mirar con prismáticos habría sido impensable. Lo que estaba viendo en la ventana podía ser un desnudo femenino, algo que no le gustaba nada. Era blanco y liso y resplandecía con el sol. Linda se sentía mortalmente ofendida por no haber sido tomada en serio al contar lo de ese desconocido en su jardín aquella noche. No dijo nada a su madre. La cosa ya iba mal desde antes. La madre daba a entender con toda claridad que Linda se había pasado. Habían discutido y Linda le gritó que si ella hubiera visto el asesinato con sus propios ojos seguro que se habría callado para no verse involucrada en nada. ¡Así de cobarde era la gente! Gritaba y pataleaba. La madre cerró la boca con firmeza. En realidad, estaba preocupada.
Era de noche. Linda estaba pensando. Karen debería estar ya en casa. Hacía frío y llovía, y un despiadado viento soplaba amenazante por las esquinas de la casa. A ella le gustaban las tormentas, estando en una casa iluminada y caliente. Las cortinas estaban echadas. No miraría al jardín ni una sola vez. En cuanto a Jacob, tendría que enterarse de sus turnos de trabajo para saber a qué hora volvía a su casa. Podría estar preparada, esperándolo al doblar una esquina, verlo acercarse por la acera y precipitarse hacia él con la cabeza gacha. Tal vez podía llevar algo en las manos, algo que se le caería al chocar con Jacob, para que él tuviera que agacharse a recogerlo. Una bolsa de manzanas. Rodarían cada una por un lado. Se imaginaba a ella misma y a Jacob gateando por la acera en busca de unas relucientes manzanas rojas. La boca de Jacob y sus ojos. Las manos que la acariciarían. Seguro que serían cálidas y fuertes. Al fin y al cabo, se trataba de un policía.