Jacob Skarre apareció en la puerta. Parecía cansado, algo que no era normal en él.
– ¿Has dormido mal? -preguntó Sejer, mirándolo.
– Linda Carling me llamó anoche. Hacia las dos.
Sejer lo miró sorprendido. Skarre cerró la puerta tras él.
– Estoy preocupado -dijo Skarre.
– No es tu hija -señaló Sejer.
– No, estoy preocupado por mí.
Sejer señaló una silla.
– Es la segunda vez que me llama. La primera me contó que había un hombre en el jardín mirándola. Ella estaba sola en casa, lo que es bastante frecuente. Y anoche me llamó pasadas las dos de la madrugada diciendo que la habían asaltado en el cobertizo de su jardín. Un hombre que, en su opinión, tenía que ser el homicida. Y que le había advertido de que no volviera a hablar del asunto de Hvitemoen.
Sejer levantó una ceja un par de milímetros, lo que significaba que estaba sumamente sorprendido.
– ¿Y eso lo dices ahora?
Skarre asintió con la cabeza lentamente.
– La verdad es que la chica se inventa cosas -dijo descorazonado -. Está intentando ligar conmigo.
– Es increíble la confianza que tienen los jóvenes de hoy en día en sí mismos -señaló Sejer con los labios apretados -. ¿Estás seguro?
– Estaba seguro anoche -contestó Skarre con pesar -. Insistió en que el asalto tuvo lugar sobre las doce. No llamó a nadie. Se duchó y se fue a la cama. Ni siquiera intentó hablar con su madre, que estaba conduciendo su camión. Hasta las dos no se levantó a llamarme. No lo entiendo. Tendría que haber llamado enseguida. Tendría que haberse metido corriendo en casa y haber llamado. Pero a la policía. No a mi domicilio particular. Y hay más: la he visto dos veces enfrente de mi casa. Estaba en la acera mirando hacia mis ventanas. Hice como si no la hubiera visto.
– ¿Y dices que estás preocupado?
– Imagínate que dice la verdad -contestó Skarre -. Imagínate por un momento que el homicida estuviera realmente en su casa.
– Parecen más bien imaginaciones -afirmó Sejer.
– Tengo miedo de equivocarme.
– ¿Y aparte de eso? -preguntó Sejer -. ¿Qué podía decir del asaltante?
– Nada. Solo que le parecía que era alto.
Sejer estaba sentado con la barbilla apoyada en la mano.
– La idea parece imposible… que él asome la cabeza de esa manera.
– Sí -asintió Skarre -. La idea parece imposible. Pero lo mejor es que yo no tenga nada que ver con ella. Supongo que todo pasará sin más. -Se pasó una mano por los rizos, que se le quedaron de punta -. ¿Vas a volver a hablar con Gøran Seter?
– Voy a hacerle sudar tinta. Si los de arriba me amonestan, correré el riesgo con el fin de poder continuar. Al menos para descartarlo.
– No es él -dijo Skarre -. No tenemos tanta suerte.
– Entiendo lo que quieres decir. Además, tenemos a Kolding. Pero reaccionó con auténtico asombro cuando le conté que Torill, de la gasolinera Shell, dijo que había ido directamente a la ciudad. Él no entendía nada. Dijo que ella se habría equivocado. Y piensa en lo que realmente sabemos de Gøran. Miente sobre dónde estuvo aquella noche y tiene un coche como el que describe Linda.
– Hay que tener cuidado con esa chica.
– Aun así. Se ha identificado un coche. Él conduce uno igual. Pasó por el lugar a la hora de los hechos. Vestía camiseta blanca y pantalones oscuros, como Linda describió al hombre que vio en el prado. Pero al llegar a su casa llevaba puesta otra ropa. ¿Por qué se cambió? Se entrena constantemente. Es fuerte y, que nosotros sepamos, puede que tome esteroides, algo que al final trastorna a los que los consumen. Según Ulla, lo último que hizo el joven antes de abandonar Adonis fue darse una ducha. Luego él mismo reconoció que lo primero que hizo al llegar a su casa fue darse una ducha. ¿Qué era lo que necesitaba quitarse de encima?
Skarre se acercó a la ventana. Permaneció un rato de pie contemplando el río y los barcos.
– Si me equivoco respecto a Linda recibiré mi castigo -dijo desalentado.
– ¿Y si hablamos con su madre? -propuso Sejer -. Si realmente fue víctima de un asalto, la madre tiene que haberlo notado de alguna manera.
Skarre asintió con la cabeza.
– Además, tiene una amiga. Karen. Se lo habrá contado.
– Entonces tú te ocupas de las mujeres -señaló Sejer -. Se te dan muy bien.
Skarre resopló por la nariz.
– Kollberg -dijo -. ¿Cuándo le toca?
– Mañana por la noche -contestó Sejer -. No lo comentes por ahí. Te mantendré informado, pero a mi ritmo.
– Dale recuerdos -dijo Skarre.
Una vez, Gøran Seter fue un niño. Un niño rubio que correteaba por el pulcro patio de su casa. La madre lo seguiría con la mirada desde la ventana, pensó Sejer, observando a su hijo a través del cristal, y lo taparía con el edredón por las noches. Los momentos se suceden y se convierten en una vida. Tal vez la mayoría de ellos habían sido buenos. Y, sin embargo, podía uno acabar en esto, en la maldad. La vida es más que pensamientos y sueños. La vida es cuerpo, músculos y pulso. Gøran había entrenado su cuerpo durante años, inflando los músculos hasta abombarlos, como inmensas bobinas bajo la piel. ¿Para qué los quería, excepto para levantar pesas cada vez más pesadas? ¿Se trataba de vanidad o tal vez de una obsesión? ¿De qué tenía miedo? ¿Qué intentaba ocultar cubriéndose con una coraza de durísimos músculos? Un perro ladró dentro de la casa, y Sejer vio una cara en la ventana. Un hombre apareció en lo alto de la escalera. Se colocó como un portero, cruzó los brazos y escrutó descaradamente a Sejer. No era fornido, ni de complexión fuerte como su hijo; su fuerza residía en la dura mirada y en su actitud desdeñosa.
– Usted otra vez. Gøran está en su habitación.
Torstein Seter subió delante de él al piso de arriba. Abrió sin llamar. Gøran estaba sentado en una silla, vestido con una camiseta azul. Estaba descalzo. Tenía una mancuerna en cada mano. Eran cilíndricas y lisas, finas por el centro y con un disco en cada extremo. Las levantaba de forma alterna a un ritmo constante. Un tendón del cuello le vibraba ligeramente a cada levantamiento. Miró a Sejer, pero siguió levantando las pesas. Sejer permaneció como hechizado, siguiendo con la mirada las mancuernas hacia arriba y hacia abajo, como si se tratara de lentos golpes. Gøran las dejó caer al suelo.
– ¿Cuánto pesan? -preguntó Sejer en un tono suave.
Gøran miró las pesas.
– Diez kilos cada una. Son solo para calentar.
– ¿Y cuando has calentado?
– Entonces levanto cuarenta.
– ¿Tienes pues varios juegos?
– De todas las categorías.
El joven se levantó de la silla. El padre seguía en la puerta.
– Qué pesados están estos días -dijo Gøran moviendo la cabeza.
Pero sonreía. Si tenía miedo, lo disimulaba estupendamente. Al levantarse exhibió su cuerpo, y al momento rebosaba de fe en sí mismo.
Sejer miró al padre.
– Si lo desea, puede estar presente durante nuestra conversación. Pero en ese caso sería mejor que se sentara.
Seter se sentó en la cama. Gøran se acercó a la ventana.