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– Tengo una pregunta -dijo Sejer, aún con la mirada clavada en las pesas -. Cuando saliste de Adonis el veinte de agosto llevabas puesta una camiseta de tenis blanca y vaqueros negros. En eso estábamos de acuerdo, ¿verdad?

– Sí -contestó Gøran.

– Me gustaría que me enseñaras esas prendas.

Se hizo el silencio. Gøran volvió a levantar las pesas, como si se sintiera más seguro con ellas en las manos. Las mantuvo levantadas con las palmas de las manos hacia arriba, mientras ejercitaba las muñecas con breves movimientos.

– No tengo ni idea de dónde pueden estar -dijo con indiferencia.

– Entonces tendrás que ponerte a buscarlas -dijo Sejer muy tranquilo.

– Es mi madre la que se ocupa de la ropa -dijo Gøran -. Pueden estar lavándose, tendidas en la cuerda o qué sé yo.

Se encogió de hombros. Su rostro era impasible.

El padre seguía la conversación desde la cama. La pregunta le llegó en toda su crueldad.

– Puedes empezar por buscar en tu armario -dijo Sejer echando un vistazo a un armario, que sin duda era el de Gøran.

– Dígame una cosa -respondió el joven -: ¿realmente puede llegar aquí y exigir a la gente que vacíe sus roperos? ¿Sin papeles ni nada?

– No, no puedo -admitió Sejer con una sonrisa -. Pero tengo derecho a intentarlo.

También Gøran sonrió. Dejó caer las pesas al suelo. Aterrizaron al mismo tiempo y el ruido dio fe de lo pesadas que eran. El joven abrió la puerta del armario y empezó a revolverlo de mala gana.

– No las encuentro -dijo enfurruñado -. Supongo que estarán en la lavadora.

– Entonces miremos en la cesta de la ropa sucia -propuso Sejer.

– No serviría de nada -objetó Gøran -. Tengo varias camisetas blancas de tenis y varios vaqueros negros.

– ¿Cuántos?

Se oyó un gemido.

– Lo que quiero decir -dijo Gøran exasperado – es que no puedo saber exactamente qué camiseta de tenis ni qué vaqueros llevaba justamente aquella tarde.

– Entonces tendrás que buscarlos todos -dijo Sejer.

– ¿A qué viene tanta lata con la ropa? ¿Por qué le interesa tanto?

Gøran tenía la cara roja. Se puso a sacar ropa del armario. Toda acabó en el suelo, en un montón que tapaba las pesas. Calzoncillos, calcetines y camisetas. Dos pares de vaqueros azules. Un jersey y una caja de plástico transparente. Dentro había una horrenda pajarita roja.

– No están aquí -dijo de espaldas.

– ¿Y eso qué significa, Gøran? -preguntó Sejer con firmeza.

– Ni idea -murmuró el chico.

– Miremos en la cesta de la ropa sucia -insistió Sejer -. Y el contenido de la lavadora y las cuerdas de tender la ropa.

– ¿De qué serviría? -preguntó el otro airado.

El padre seguía sentado en el borde de la cama, observándolos con los músculos tensos.

– Esto no es legal -dijo con voz forzada.

Sejer lo miró tranquilo.

– No. Tiene usted razón. Pero estoy pidiendo solo una cosa. Debería ser de interés general encontrar la solución a esto.

– ¿Y si me niego? -preguntó Gøran malhumorado.

– En ese caso no puedo hacer nada. Pero está claro que me preguntaría por qué te niegas, por qué dificultas las cosas en lugar de colaborar.

El padre se sentía incómodo, su rabia contenida era evidente.

Sejer rebuscó entre la ropa del suelo y levantó una de las mancuernas.

Gøran lo miró fijamente.

– ¿Qué busca realmente?

– He venido para ayudarte -se limitó a contestar Sejer -. Deseamos poder dejarte fuera del caso. A ti también te interesa, ¿no?

Gøran parpadeó desconcertado.

– Claro que sí.

– Entonces tienes que buscar la ropa. Es una petición sencilla y perfectamente factible.

Gøran tragó saliva.

– Habrá que preguntar a mi madre. Ella es la que lava.

– ¿La encontrará?

– ¡Yo qué sé!

– ¿De modo que temes que no la encuentre?

Gøran volvió a acercarse a la ventana y se quedó mirando al jardín.

– Cuéntame dónde estuviste el día veinte por la noche.

Sejer había bajado la voz.

El chico se dio media vuelta con una repentina vehemencia.

– ¡Decir una mentira piadosa no significa que hayas matado a alguien!

El padre parpadeó asustado en la cama.

– Lo sé, Gøran. A mí me cuentan muchas. Pero por tu propio bien debes decirnos la verdad, aunque sea incómoda.

– Esto no es asunto de nadie -dijo Gøran -. ¿Por qué coño he de encontrarme en una situación como esta?

Volvió a enfurecerse. La cara le hervía bajo el flequillo.

El padre se había levantado.

– ¿De qué estás hablando ahora, Gøran?

– ¿Por qué no te largas? -le dijo el hijo.

El padre lo escrutó con la mirada y abandonó la habitación con desgana, dejando la puerta abierta. Gøran la cerró con el pie y se desplomó sobre la cama.

– Estuve con una mujer.

– Sí, de vez en cuando estamos con una mujer -dijo Sejer sin dejar de observar al joven.

En algún lugar de su ser sentía una leve simpatía por él. Esa insidiosa sensación le invadía siempre que tenía delante a una persona sudando y retorciéndose de desesperación. Pero esa casa, esa habitación no le atraían. Era una casa cerrada, sin calor.

– ¿Cómo se llama ella?

– Si se lo digo, voy a crear un problema.

– Sería peor que te acusaran de algo mucho más grave.

Gøran hizo un gesto de desesperación.

– No me merezco esto, joder.

– No siempre recibimos lo que nos merecemos -señaló Sejer -. Estar con una mujer no es un crimen. Ocurre constantemente. ¿Está casada?

– Sí.

– ¿Tienes miedo a su marido?

– Por supuesto que no, joder. ¿Miedo de él? De todos modos se van a divorciar.

– ¿Cuál es el problema, entonces?

Sejer lo escrutó de nuevo con la mirada. El joven rostro estaba luchando con una difícil decisión.

– Ella es mayor que yo.

– Eso también ocurre a veces -dijo Sejer con suavidad -. No es tan raro como crees.

– ¡Cómo coño voy a creer que es raro! Pero hablarán de mí. Y de ella también.

– Los dos podréis sobrellevarlo. Sois gente adulta. En comparación con lo que ha sucedido en vuestro pueblo, eso es una nimiedad.

– Tiene cuarenta y cinco años -dijo Gøran mirando al suelo.

– ¿Desde cuándo mantienes una relación con ella?

– Desde hace casi un año.

– ¿Lo sabe Ulla?

– ¡No, por Dios!

– ¿Estabas con Ulla mientras mantenías una relación sentimental con esa mujer casada?

– Sí.

– ¿Y dónde solíais veros?

– En casa de ella. Pasa mucho tiempo sola.

– Su nombre, Gøran.

Se hizo un largo silencio. El joven se pasó las manos por el pelo, gruñendo.

– Perderá los estribos.

– Pero esto es muy serio. Lo entenderá, estoy seguro.

– No se puede conseguir mucho de Ulla -dijo el joven con amargura -. Es todo fachada. De manera que hay cosas… bueno, usted entiende lo que quiero decir… que he tenido que buscar en otra parte.

– ¿Qué cosas?

– No se haga el tonto.

– Solo quiero asegurarme de haberte entendido bien. Tienes derecho a ello. ¿Era una relación puramente de sexo?

– Sí.

Gøran tenía ya el rostro encendido. Y, sin embargo, Sejer aún podía apreciar en él débiles marcas de heridas.

– Se llama Lillian. Vive en ese chalet de estilo suizo del que todo el mundo habla con tanto desprecio. Está casada con Einar Sunde, el tío que tiene el bar en el centro.

Se secó el sudor de la frente.

– ¿Fue a ella a quien llamaste desde el coche?

– Sí.

– ¿A qué hora llegaste a su casa?

– Ni idea. Fui directamente allí desde Adonis. Conduje deprisa.

De repente parecía desesperado. Estaba profundamente avergonzado.