– Si te fuiste a las ocho, como dice Ulla, llegarías a casa de Lillian antes de las ocho y media.
– No miré el reloj.
– Deberías estar contento -dijo Sejer a modo de consuelo.
El cambio en su tono de voz confundió a Gøran. Levantó la cabeza.
– Acabas de darme una estupenda coartada. Si es que ella puede corroborar tu historia.
Gøran se mordió el labio.
– ¿Si puede? De lo contrario mentiría. Pero estamos hablando de una mujer casada. ¿Y si no quiere admitirlo?
– Iré a preguntarle.
A Gøran le recorrió un escalofrío. Sejer echó una última mirada a las mancuernas azules. Eran pesadas, redondas y lisas. Tenía unas ganas casi irrefrenables de confiscarlas, pero entonces también tendría que inculpar oficialmente a Gøran, y era demasiado pronto. Salió de la habitación y Gøran bajó la escalera tras él. La madre apareció en la puerta de la cocina y los miró aterrada. Sejer oyó al mismo tiempo cómo el perro arañaba al otro lado de una puerta cerrada. Gañía.
– ¿Ocurre algo? -preguntó la madre asustada.
– Seguro que no -contestó Sejer, y se despidió.
La madre se acercó y acarició a su hijo, como cepillándole el hombro. Luego vio sus pies desnudos. Rápidamente cogió un par de zapatillas que había en la entrada. Gøran metió obedientemente los pies en ellas. A Sejer le recordó el deporte de curling. La madre era como un cepillo que cepillaba el suelo por el que pisaba el hijo para que pudiera deslizarse sin obstáculos hacia la meta. Sejer lo había visto muchas veces.
Se fue derecho al coche. El padre del joven estaba cortando leña, pero levantó la cabeza cuando oyó cerrarse la puerta. Hizo un movimiento brusco y desdeñoso.
– Hola, Marie -saludó Gunder.
Miró la cara sin vida de su hermana.
– Hoy estoy de mal humor. -Frunció el ceño -. Te diré una cosa: los periodistas son como ratas. Si encuentran una rendija se meten dentro. Ayer llamaron ocho veces. ¡Te imaginas! La mayoría eran mujeres, y no sabes tú lo atentas y consideradas que fueron. Voces suaves como de mendigas. Todo el mundo sabe ya lo de Poona, que venía para quedarse conmigo. «El que hable con nosotros es por su propio bien», me decían. «Para que la historia se publique tal y como es. De todos modos vamos a escribir algo. No porque seamos voraces, sino porque es nuestro deber. La gente está muy interesada en su historia, en usted y su esposa india. Quiere saber quién era ella y adónde se dirigía. La gente se preocupa por usted y quiere saber lo que pasó.» Eso es lo que dicen, Marie. «Estamos al lado de su casa, ¿podemos entrar?», me dijeron. Les colgué. Entonces llamó otro periódico. Y así una y otra vez. Al final alguien llamó a la puerta, y fuera había una mujer con un ramo de flores y una enorme cámara. No daba crédito. «Me pareces tonta», le dije. «Me pareces simple y llanamente tonta.» Y cerré la puerta de un golpe. Apagué las luces y corrí las cortinas. No es muy normal en mí dar portazos, pero no me encuentro en mi estado normal.
»Hoy hace un tiempo horrible. Menos mal que mi casa está en alto. Hay humedad en el suelo del sótano, pero por lo demás nada. No he hablado con Karsten, así que no sé cómo van las cosas en vuestra casa. Pero ahora tengo asuntos más importantes de que hablar. Por fin he estado con el hermano de Poona. Mi cuñado Shiraz Bai. No te puedes imaginar qué tipo tan extraño. Un tipo delgaducho con el pelo negro como el carbón. Se parece mucho a Poona. Pero no es tan guapo, claro. Me dijo que puedo quedármela aquí, en Elvestad. Me sentí muy aliviado, Marie, no te lo puedes imaginar. Fui yo quien la hizo venir a Noruega, a esta atrocidad. De modo que ahora me ocuparé de cuidar su tumba durante los años que me quedan de vida. Sospecho que a su hermano le da igual. Lo único que le importaba era que yo pagara. Pero es fácil para nosotros. Vivimos en uno de los países más ricos del mundo. Shiraz trabaja en una fábrica de algodón, no creo que tenga un sueldo muy alto. Por cierto, corren rumores de que la policía está preparando ya una detención. Un joven de Elvestad, no sé si lo conoces. Gøran, el hijo de Torstein y Helga. Tiene diecinueve años. No entiendo en qué está pensando la policía. El joven sale con una chica muy maja, y sus padres son buena gente. Pero la verdad es que yo no me meto. Por supuesto que quiero que quien lo hizo reciba su castigo. Pero no me interesa saber quién es. No quiero saber cuál es su aspecto. Eso solo me proporcionaría malos sueños. Vería su cara en la oscuridad y cosas así. Lo único que deseo es poder enterrar a Poona. Plantar algunas flores. Enseguida estaremos en otoño. Me temo que se demorarán tanto con las investigaciones que la helada llegará antes. ¿Qué crees que dirá el párroco? Poona es hindú. Supongo que hay leyes y reglas para esas cosas. La pondré junto a mamá. Cuando te libres por fin de esta máquina respiradora, te llevaré al cementerio para que veas la tumba, aunque tenga que hacerlo en silla de ruedas. En cuanto a Karsten, no estoy del todo seguro. Tendrás que perdonarme tanta sinceridad, pero habrías merecido algo mejor. Te lo digo en voz alta y clara aunque no puedas oírme. Imagínate que hubiera una minúscula posibilidad de que oyeras algo. Imagínate que te ofendieras tanto que te despertaras.
Skarre conducía. Sejer pensaba en voz alta.
– Si Gøran estuvo realmente en casa de esa mujer, la declaración de Linda de que vio un Golf rojo no sirve de mucho.
– El chico pudo tener tiempo para ambas cosas.
Sejer vaciló.
– Tal vez, pero ¿habría ido en busca de compañía después de una acción así? Hubiera preferido estar solo, ¿no? En el bosque.
– ¿Y una mujer casada de cuarenta y cinco años estará dispuesta a admitir una relación sentimental con un chico de diecinueve?
– Tal vez no a la primera.
– Ah, sí, les vas a hacer sudar tinta. Aunque, Konrad, tú no eres muy despiadado.
– Puedo aprender -contestó Sejer secamente.
Lillian Sunde apareció en todo su esplendor. Algo en ella hizo sospechar a Sejer que los había visto por la ventana y se había preparado bien. Su reacción fue teatral al intentar poner cara de asombro. Se tapó la boca.
– ¡Dios mío! ¿Vienen ustedes por lo del asesinato?
Los hombres asintieron con la cabeza. La mujer tenía un aspecto estupendo, tal vez un poco emperifollada; llevaba demasiado de todo: maquillaje y joyas, y un surtido de aromas sin coherencia entre sí flotaba a través de la puerta abierta. Incluso Ulla tiene más estilo, pensó Skarre, mirando unos instantes al suelo. La mujer los condujo al interior de la enorme casa. La entrada era más grande que el salón de Sejer, con azulejos blancos y negros colocados como un tablero de ajedrez. Una ancha escalera subía al piso de arriba. Lillian Sunde llevaba zapatos que sonaban a claqué con cada paso que daba.
– Deben ustedes de tener pocas pistas en este caso para venir aquí -dijo con curiosidad.
Sejer carraspeó.
– No vamos a hacerle perder tiempo -dijo -. Y yo tampoco quiero perder el mío. Necesito saber dónde pasó usted la tarde noche del veinte de agosto.
Estaban en el salón. Era inmenso y tenía algo tan exótico como un tresillo empotrado en el suelo. Sejer jamás había visto nada parecido y se quedó impresionado. Era como bajar a un arenero a jugar. Un pequeño hoyo en el suelo.
Lillian Sunde abrió los ojos de par en par.
– ¿Yo? ¿El veinte? ¿Fue ese día?
– Sí.
Sejer apartó desganado la vista del tresillo y la miró.
La mujer frunció el ceño.
– Tengo que pensarlo. ¿Qué día de la semana era?
– Un viernes.
– Ah. Los viernes voy a acupuntura en la ciudad. Es que padezco de… bueno, no tiene importancia, pero es eficaz. Luego hago la compra. Puede que fuera el día que estuve en la peluquería. Me tiño el pelo cada seis semanas -dijo con una sonrisa -. Y luego… -prosiguió, con una expresión como si de repente se acordara de algo, porque se quedó muy quieta y su sonrisa desapareció – esa noche vi una película americana en la televisión. -Reflexionó unos instantes y evitó encontrarse con la mirada de los hombres, apoyando la frente en una mano -. Una película americana, pero no me acuerdo cuál. Empezó sobre las nueve, tal vez. Era larga. Estuve aquí sentada hasta muy tarde.