Gunder dejó caer el gofre del susto. ¿Estaba bromeando su hermana?
Pero se enderezó, la miró fijamente y dijo:
– Would you please take me to a decent hotel?
Marie asintió.
– Vale, vale, pero antes de eso. ¿Qué haces antes?
– Ni idea -contestó Gunder.
– ¡Preguntas lo que te va a costar! No te metas nunca en un taxi sin haber acordado antes el precio. Pregunta en el aeropuerto. Tal vez Lufthansa tenga allí un mostrador, ellos te ayudarán.
Gunder movió la cabeza, abatido, pensando que su hermana le tenía envidia. Ella nunca había estado en la India. Solo en Lanzarote, Creta y lugares así. Allí todo el mundo era noruego o sueco, y los camareros le gritaban «Hola, chica sueca» en sueco, y eso no le gustaba. Pero la India era otra cosa.
– ¿Y tienes que vacunarte contra la malaria? -preguntó ella.
– No lo sé -contestó él.
– Tienes que llamar al médico. No vuelvas a casa con malaria, tuberculosis, hepatitis o algo parecido, te lo advierto. Y no bebas agua del grifo, ni zumos, ni comas fruta. Asegúrate de que la carne esté bien hecha. Tampoco debes probar el helado, aunque te guste tanto. Y eso está bien, pero no lo comas en la India.
– ¿Podré tomarme un copa? -preguntó Gunder, con ironía.
– Claro que sí. Pero, sobre todo, no te emborraches. Si te emborrachas, estarás perdido.
– No me emborracho nunca -alegó Gunder-. No me he emborrachado ni una vez en los últimos quince años.
– Ya lo sé. Pero me llamarás, ¿no? Necesito saber que has llegado bien. Yo me ocuparé de recoger el correo de tu buzón. Y de regar las plantas. Supongo que habrá que cortar el césped dos veces en dos semanas. Deberías llevar la caja fuerte a nuestra casa. Así no estará aquí tentando a la gente. ¿Vas a dejar el coche aparcado en el aeropuerto? Costará una fortuna, ¿no?
– No lo sé -contestó Gunder.
– ¿No lo sabes? Hay que reservar con antelación el aparcamiento de larga estancia -explicó ella nerviosa -. Mañana tienes que llamar. No puedes ir al aeropuerto sin más y aparcar donde te dé la gana, ¿sabes?
– De acuerdo -dijo él.
Menos mal que su hermana se ocupaba del viaje. El hombre se sentía completamente aturdido; fue derecho al armario y sacó una botella de coñac. Dios Santo, necesitaba una copa.
Marie se limpió la boca y sonrió:
– Va a ser un viaje interesantísimo, Gunder. Piensa en todo lo que tendrás que contar cuando vuelvas. ¿Tienes carrete en la cámara? ¿Has contratado un seguro de anulación? ¿Has confeccionado una lista de todo lo que tienes que hacer?
– No -contestó Gunder, tomando el coñac a pequeños sorbos -. ¿Por qué no me lo haces tú, Marie?
Ella cedió y se apresuró a buscar papel y bolígrafo. Mientras Gunder calentaba el coñac en la boca, Marie hizo una lista recordatoria. Él la miraba de reojo. Marie chupaba el bolígrafo y le daba golpecitos contra los colmillos con el fin de aguzar la atención. Tenía unos hombros redondeados y bonitos. Menos mal que tenía a Marie. Entre ellos no había cuentas pendientes.
Pasara lo que pasara, siempre tendría a Marie.
2
Este aspecto tenía Gunder en el avión: la espalda recta como un colegial, camisa de manga corta de Dressmann, americana azul marino y pantalones color caqui. No había volado muchas veces en su vida y todo le impresionaba. En el portaequipajes de encima del asiento había colocado la bolsa negra de viaje, dentro de la cual, en un bolsillo con cremallera, iba el broche en su pequeño estuche. En la cartera llevaba rupias indias, marcos alemanes y libras inglesas. Cerró los ojos. No le gustó esa fuerte sensación de ser succionado al despegar el avión.
My name is Gunder, se dijo para sus adentros. How do you do?
El hombre sentado a su lado lo miró de reojo.
– El alma siempre se queda en el aeropuerto -dijo.
Gunder no lo entendió.
– Cuando se viaja a tanta velocidad como nosotros ahora, el alma se queda atrás, en algún lugar del aeropuerto. Seguramente esté en el pub, en el fondo del vaso. Me he tomado un whisky antes de salir.
Gunder intentó imaginarse un whisky por la mañana. No lo consiguió. Él se había tomado un café apoyado en una larga barra, mientras miraba a la gente, que pasaba deprisa de un lado para otro. Había caminado con sus sandalias por el aeropuerto observándolo todo detenidamente. Su alma se encontraba en su lugar debajo de la americana, no le cabía duda alguna.
– Debería usted cambiar el whisky por un café -dijo sencillamente.
El hombre miró a Gunder y se rió.
– ¿Qué vende usted?
– ¿Tan obvio es?
– Sí.
– Vendo maquinaria agrícola.
– ¿Y va a la feria de Frankfurt?
– No, no, esta vez soy turista.
– ¿Y quién va de turismo a Frankfurt? -se extrañó el hombre.
– Voy mucho más lejos -dijo Gunder contento -. Me voy a Mumbai.
– ¿Y dónde está eso?
– En la India. La ciudad que antes se llamaba Bombay, si eso le dice algo.
Gunder sonrió, sintiéndose importante.
– Desde mil novecientos noventa y cinco se llama Mumbai.
El hombre hizo señas a una azafata y le pidió un whisky con hielo. Gunder pidió un zumo de naranja y se reclinó en el asiento con los ojos cerrados. No tenía ganas de hablar. Tenía tanto que pensar… ¿Qué contaría en la India de Noruega? ¿De su pueblo, Elvestad? Y de cómo eran los noruegos. ¿Cómo eran? Y la comida, ¿qué podría decir de ella? Albóndigas, pudín de pescado y queso marrón. Patinaje sobre hielo. Very cold. Hasta cuarenta grados bajo cero. Norwegian oil. Le sirvieron el zumo y se lo bebió despacio. Se puso a chupar un cubito de hielo. Metió el vaso de plástico dentro de la pequeña red del asiento de delante. Fuera veía las nubes pasar como algodones de azúcar. Tal vez no encontrara ninguna mujer en su viaje a la India. Si no era capaz de encontrar una en su propio país, ¿cómo iba a hacerlo en un país desconocido? Pero algo estaba sucediendo. Iba camino de algo nuevo. Nadie de su pueblo había estado en la India, al menos que él supiera. Gunder Jomann. Un hombre cosmopolita. Se dio cuenta de que había olvidado comprobar las pilas de la cámara. Pero seguramente venderían pilas en el aeropuerto. Al fin y al cabo, no iba a un país de otro planeta. ¿Cómo se llamaban las mujeres de la India? Si conociera a una con un nombre completamente imposible, a lo mejor podría hacer una abreviación cariñosa. Se acordó del nombre de Indira. Indira Gandhi. No era nada difícil. Casi como Elvira. Los humanos tenemos la mayoría de las cosas en común, se consoló a sí mismo. Y por fin se durmió. Enseguida la mujer apareció en su mente. Sus ojos negros brillaban.
Todos los días, Marie iba a casa de Gunder a comprobar las puertas y ventanas. Sacaba el correo del buzón y lo dejaba en la mesa de la cocina. Metía el dedo en todas las macetas para comprobar su estado de humedad. Siempre se quedaba unos minutos, pensando en él. Su hermano era tan ingenuo como un niño grande, y ahora estaría en ese lejano país, con el calor que hacía, entre doce millones de personas que encima hablaban un idioma que él no entendía. Pero Gunder era fuerte. Nunca impulsivo, y de ninguna manera aficionado a la bebida. Marie miró la pared, la foto de su madre y la de ella misma con cinco años, una niña de mejillas redondas y rodillas regordetas. Una foto de Gunder con el uniforme de miembro de protección civil. Otra de sus padres delante de la casa. Gunder también tenía colgado de la pared un cuadro muy malo de un paisaje invernal, adquirido en una subasta en la Casa del Pueblo. Miró los muebles. Sólidos. Un viejo tapiz tejido por su madre. Nada de polvo en ninguna parte. Ventanas resplandecientes. Si Gunder tuviera alguna vez una mujer, la trataría como a una reina, pensó Marie. Aunque ya empezaba a decaer. En su opinión, seguía siendo un hombre guapo, pero todo en él empezaba a ir cuesta abajo. El estómago. Las mandíbulas. El pelo se le iba retirando lenta pero inexorablemente de la frente. Sus manos eran grandes y toscas como lo habían sido las de su padre. Habría sido un padre estupendo. Marie se sentía triste. Tal vez su hermano tuviera que envejecer solo. ¿A qué había ido a la India? ¿A buscar mujer? Se le había ocurrido que podía ser eso. ¿Qué diría la gente? Ella, por su parte, no diría nada, excepto cosas amables. Pero los demás, ¿qué? Todos los que no lo querían tanto como ella. ¿Sabía él lo que hacía? Seguramente. Su voz por teléfono, desde la lejana India, con mucho ruido en la línea. Muy alegre. «Ya estoy aquí, Marie. El calor es como una pared. Tenía la espalda mojada antes de bajar la escalera del avión. Y ya he encontrado alojamiento. Acabo de comer. En un restaurante muy agradable enfrente del hotel. Hablan inglés en todas partes. La camarera no tuvo problema alguno. Yo dije chicken, y ella volvió con un pollo sabrosísimo. No has probado lo que es un pollo de verdad hasta que no has estado en la India -dijo Gunder-. Además, es barato. Cuando volví al día siguiente, ella se acercó a mi mesa y me preguntó si quería más chicken. Así que ahora como aquí todos los días. Hay diferentes salsas cada día. Son rojas, verdes y amarillas. ¿Para qué buscar otro restaurante habiendo encontrado este? Se llama Tandels Tandoori. Tienen un servicio muy agradable.»